Diario del confinamiento: ¡Vamos a morir todos!

Diario del confinamiento: ¡Vamos a morir todos!

La palabra ”confinamiento” me lleva todo el tiempo a 'El Conde de Montecristo', así que he ordenado a todos que me llamen Edmundo.

Manu Villena. 

Cuando nos dijeron que debíamos estar 15 días confinados nos vimos como Lord Byron y Mary Shelley recluidos en la mansión suiza del primero en 1816. La vida iba a ser escribir Frankenstein, beber vinos caros y materializar bíblicamente nuestros matrimonios. El primer día vimos que, con los niños en el sofá full time, la última premisa iba a ser difícil. Lo de los vinos caros se resintió con el hundimiento de la bolsa y a los pocos minutos nos dimos cuenta de que, para escribir Frankenstein, hacía falta un talento que no teníamos. Así que aquí estamos, viendo Pokemon y, cuando nos dejan, Sálvame. Cuando ya llevaba dos temporadas de bichos megaevolucionando y solo había pasado el primer día decidí empezar este diario.

Día 2

La palabra ”confinamiento” me lleva todo el tiempo a El Conde de Montecristo, así que he ordenado a todos que me llamen Edmundo. Mientras veo lo del coronavirus en la 1, en la 2 se hunde la monarquía con el mismo estruendo con el que se derrumba la torre de papel higiénico que habíamos levantado en la cocina, matando al perro. Como ya no tenemos ese pretexto para salir de paseo hemos decidido empezar a fumar los cuatro. A los niños les cuesta un poco,  pero se está mejor en la cola del estanco que buscando el cadáver del perro entre rollos de papel.

Aquí no hay quien se aburra. Existe la posibilidad de volverse loco, aunque a mí no me pasará, sé bien quién soy. Buenas noches y no olvidéis que hay que vengarse siempre y de todos, como hago yo, Edmundo Dantés.

Día 3

Tengo síndrome del nido. Voy al supermercado cada cuatro horas. En la casa ya no caben las cajas de leche ni las de fabada Litoral. Soy ese tío que mira en tu carro de la compra y si tienes algo que él no, te lo sisa en un descuido. Esta mañana he salido a comprar. Todo parecía normal pero había algo inusual en el ambiente. Me he vuelto muy precavido porque, como todos sabéis, me rompí una costilla y reír es doloroso, así que me extirpé el sentido del humor, ahora soy hosco y sombrío porque llorar no me hace tanto daño como ser feliz, aunque lo peor es toser.

Estaba en la sección de especias y notaba ese algo extraño en el aire hasta que he descubierto la causa: un bote de pimienta había caído al suelo explotando. En segundos el polvo llegaba a mi nariz y todo parecía precipitarse. He agarrado un batido de vainilla y me lo he bebido de un trago para pasar el picor. Contención, Nacho, contenciaaaaatchís. Ha sido horrible, nada más estornudar me he flexionado sobre la costilla rota gritando pero un segundo estornudo estaba en ciernes.... atchiiiis/aaaaaaaaah. Al reponerme me he topado con las miradas de todos pero he vuelto a contorsionarme tosiendo y gritando pero esta vez con espumarajos en la boca. Claro, el batido de vainilla.

La palabra ”confinamiento” me lleva todo el tiempo a ‘El Conde de Montecristo’, así que he ordenado a todos que me llamen Edmundo.

La palabra “coronavirus” estaba en la boca de todos los que me miraban como si fuese el único que no había salido de una vaina gigante. Entonces los carniceros, muy heroicos, se han lanzado contra mí con sus cuchillos enormes, pero he repelido el ataque lanzándoles merluzas congeladas. Los pasillos eran como la playa de Omaha y yo Tom Hanks pero sin coronavirus.

En ese momento han aparecido los tipos que querían diseccionar a ET dispuestos a hacer lo mismo conmigo. Estaba perdido hasta que he visto el conducto de ventilación y lo he atravesado. No os imagináis la grasa y el polvo que acumula ese tubo, cuando he salido parecía Tim Robins en Cadena perpetua. Yo, como Andy Dufresne, atravesé un río de mierda y salí limpio del otro lado. Entonces ha estallado la Dana y ha sido como una bendición, toda esa lluvia llevándose la roña y la pimienta. Cuando he llegado a casa mojado y sin la compra me han puesto en cuarentena. Escribo esto desde el cuarto de las escobas, donde estoy sobreconfinado.

Día 4

Hoy he hecho ruta para llevar provisiones a mi madre y mi suegra. Ambas están mayores, así que he pensado ir con mucha prudencia. Primero he ido a casa de Asun, mi suegra. Me ha recibido muy alegre pero un tanto atemorizada, está comprando el pánico que vende la tele, he pensado. Cuando le he dicho que iba a ver a Pilar, mi madre, ha insistido en venir, saltándose el confinamiento. Me he negado pero es mi suegra, al final he aceptado. Por la calle nos ha parado la Policía Nacional, pero ante la visión de un hombre cargado de bolsas del Carrefour y una señora mayor nos ha dejado marchar después de una suave reprimenda.

Al llegar a casa de mi madre Asun me ha pedido que no le dijera que venía conmigo, que sería una agradable sorpresa. Entonces me he dado cuenta de que, por azares del destino, nunca habían coincidido. En el ascensor iba haciendo repaso y no coincidieron en nuestra boda por alguna absurda cuestión, ni en las inauguraciones, nacimientos... siempre iban separadas. De hecho no tengo ni una foto de las dos juntas. Qué extraño.

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Cuando he llamado al timbre Asun estaba nerviosa, pero todo ha sido tan rápido que no me ha dado tiempo a pensar. Mi madre ha abierto con su kimono y un moño como oriental. Al vernos se ha quedado pálida y ha dicho “tú”, cómo arrastrando la “u”, Asun ha respondido “sí, yo” y de su espalda ha sacado una catana, separando las piernas y agarrando la espada con ambas manos, preparada para atacar. Mi madre, en un movimiento, se ha sacado los dos palos con los que fijaba su moño, pero no eran palos, eran dos puñales chinos. A centímetros de mi cara han chocado los metales y las dos mujeres han intercambiado golpes por el pasillo hasta el salón. Asun ha conseguido derribar a mi madre pero, como por arte de magia, ha sacado otra catana de debajo del sofá. Yo me protegía con un paquete de magdalenas del Carrefour mientras les decía “vamos a ver, qué no os llamamos mucho, pero es a las dos, que es que no tenemos tiempo” En ese punto luchaban en la terraza con sendas catanas, que desprendían chispazos en cada impacto, aunque nada comparado con las miradas de odio. Entonces Asun ha preguntado ¿Hatori Hanso? y mi madre le ha respondido, “sabes que no; solo lucho con catanas de la cuchillería Parra”.  “Bonito apellido pero pésimo acero”, ha respondido mi suegra y se ha abalanzado sobre mi madre arrancándose el ancho vestido y mostrando el ceñido mono a lo Uma Thurman pero rojo, que le sienta mucho mejor que el amarillo, que además trae mala suerte.

La palabra “coronavirus” estaba en la boca de todos los que me miraban como si fuese el único que no había salido de una vaina gigante.

Entonces ha entrado un policía intentando pararlas. Lo único que ha conseguido es que le corten una oreja, todo muy barroco, muy salzillesco. La sorpresa ha sido la irrupción de Ortega Schmidt, que había venido a Murcia a seguir propagando su coronavirus español. Ver rodar su cabeza me ha provocado sentimientos encontrados. La multitud se aglomeraba ya en la calle y ha llegado la UME, impotente también, que me ha sacado protegido por unos boinas verdes.

Y aquí sigo. Desde la terraza donde siguen luchando a veces se escucha “solo puede quedar una” y la UME está repartiendo caldo con pelotas a los que asisten al choque de catanas. Se está haciendo de noche y se nos ha olvidado el confinamiento, el virus y hasta la cena. Y así van pasando monótonamente los días.