Despiértame cuando acabe septiembre
Siempre que comienzo a despedirme de mis personajes, otros empiezan a revolotear por mi cabeza. Algunos son nuevos conocidos, a otros los rescato del baúl de los recuerdos.
Estaba diciéndoles adiós a los personajes de mi segunda novela cuando me acordé de un artículo que había caído en mis manos unos años atrás. Contaba la historia de una mujer valenciana que había decidido dejar su vida en nuestro país para reunirse con su único hijo en Estados Unidos y conocer, por fin, a sus nietos. No sé cómo pero, entre unas cosas y otras, acabó recorriendo Estados Unidos a bordo de una furgoneta Volkswagen y cocinando paellas por encargo en domicilios particulares, algunos de ellos de gente verdaderamente famosa. Enseguida me entusiasmé con ese personaje y pensé darle vida en una de mis novelas, aunque, por supuesto, la trama tendría que estar envuelta en misterio.
Mientras continuaba la promoción de mi primera novela, El camino de las luciérnagas, y comenzaba la edición de la segunda, Donde las calles no tienen nombre, el personaje quedó un poco aparcado, aunque no podía dejar de darle vueltas en mi cabeza: ¿quería un personaje afable, tipo Miss Marple, o, por el contrario, buscaba una antiheroína? Estaba cansada de los estereotipos protagonistas de novela negra: el tipo duro con un pasado oscuro, la mujer joven y sensual que, además, resuelve misterios, o la viejecita cotilla e inteligente, dulce y cariñosa, que es capaz de transformarse en la detective más sagaz. No, quería alguien normal, alguien con quien cualquiera pudiese identificarse a pesar de no querer hacerlo. Y así surgió Amparo.
Poco a poco, la novela fue tomando forma. Cambié el escenario y lo llevé al sur de Inglaterra. Y decidí que Amparo no viajaba por placer, sino que debía existir algo que la obligara a salir de su pequeño pueblo. ¿Qué mejor razón que la desaparición de un hijo?
Pero todavía me faltaba la trama principal, esa base que sustenta los comportamientos de los personajes y el transcurso de la historia. Recuerdo que una noche de verano, en Cádiz, comenté el asunto con unos amigos durante una cena. Uno de ellos, economista, me planteó un caso muy interesante en el que unos informáticos de banca habían robado millones de euros quedándose los céntimos sobrantes en los cambios de moneda. Y durante varios meses, ese fue el eje central de la novela. Busqué información, creé nuevos personajes que sustentaran el argumento y averigüé todo lo que pude sobre fraude financiero. Hasta que me di de bruces con El ladrón de céntimos, de Paul Christophe y tuve que desechar mi idea.
¡Pero ya tenía los personajes envueltos en conspiraciones e intrigas y la novela bastante avanzada! No podía dejarla, así que resolví darle un giro y apoyarme en un tema que me resultara más cercano: el abuso a menores. Decidí tomar prestada únicamente la esencia de algunos de los casos en los que he trabajado durante mis años de profesión y no centrarme de forma específica en ninguno de ellos.
A pesar de conocer de cerca el tema, me resultó tan duro recrearlo en papel, ser yo misma quien concibiera la historia, que, en varias ocasiones, busqué excusas simples para dejar aparcada la novela durante algunas semanas. Cuando volvía a sentarme frente al ordenador me daba cuenta de que necesitaba algo que diera cuerpo a la intriga para no caer de lleno en la sordidez de la trama y recreé el suspense en torno a la red de pornografía infantil. En la actualidad, las fotografías que circulan en esas redes son todas digitales, pero ¿qué pasaba en la época en la que se requería revelado fotográfico? ¿Todos los pederastas tenían un cuarto de revelado en sus casas? ¿Habría alguien que revelara esas imágenes y las guardara el secreto?
La novela estaba casi concluida cuando me di cuenta de que no lograba empatizar con Amparo. Había escrito la novela como un narrador omnisciente, viéndola desde fuera, mostrando sus sentimientos a través de sus acciones, pero no era suficiente. Necesitaba conocer de primera mano cómo se sentía en el avance de la trama, así que comencé a reescribirla desde su propia voz, lo que hizo que me sintiera más cómoda con ella y con toda la historia.
Reconozco que la manera en la que escribí esta novela fue bastante diferente a la que suelo utilizar. Por lo general, lo primero que creo son los personajes y después trazo su viaje: sé de dónde salen y hasta dónde los quiero llevar. También tengo clara la intención de ese recorrido, incluso tengo previstas algunas de las paradas. En esta novela todo eso estaba ahí, pero al cambiar el motivo de la trama, los personajes y su viaje se vieron trastocados. Creo que esta es la causa por la que me llevó tanto tiempo escribir la palabra ‘fin’.