Despídete del trabajo y vete a recorrer el mundo
Cambio de modelo: dejar de trabajar para vivir viajando.
Hay un plan, entre otros muchos, según el cual puedes trabajar intensamente hasta el entorno de tus 40 años para dedicarte la segunda mitad de tu vida a no trabajar y vivir viajando, sin esperar a la jubilación y con todas tus energías y fortalezas a pleno rendimiento. Si se piensa con antelación y se arman los mimbres necesarios para sustentar el atrevimiento, esta opción de vida no parece descabellada.
Algo así en boceto de trazo grueso empecé a pergeñar mentalmente cuando contaba con 33 o 34 años, en los primeros compases de la década del 2000. Releyendo Mi Último Suspiro, quizá la mejor biografía de Luis Buñuel, reparé de nuevo en Pepín Bello, el lugarteniente en la sombra no sólo del turolense universal sino también de Lorca, Dalí y otros de la Residencia. Fue un gran vividor, una especie de ácrata burgués (perdón por el oxímoron) de buena familia que pudo permitirse vivir sin trabajar -los pocos negocios que montó siempre fracasaron-, hizo gala de ello y murió con casi 104 años con un vaso de ron en la mano.
Hice la cuenta de la vieja, dividí 80 años entre dos y empecé a plantearme, primero como broma recurrente para mi tribu de amigos y después muy en serio, la posibilidad de apearme del sistema a mitad de camino. El resultado de aquella boutade queda ahora recogido en el libro Sin Billete de Vuelta, editado por Círculo de Tiza, un compendio de aventuras y reflexiones de los cinco años que llevo viajando por el mundo. Tengo ahora 50 años y llevo cinco sin trabajar y por supuesto no tengo la menor intención de volver a hacerlo. Amo mi profesión y de vez en cuando escribo porque si no lo hago reviento.
Soy periodista especializado en economía y durante más de 20 años estuve al pie del cañón en La Gaceta, Expansión, El Mundo y Vozpópuli, con un año sabático de por medio por Australia y Nueva Zelanda que disipó las dudas sobre mi plan de futuro y terminó por acicatearlo en mi cabeza. Me fue muy bien en mi trabajo, fui un currante ejemplar y ahorré e invertí en algo tan peregrino como la vivienda para poder fijarme un digno salario mensual que me permitiera vivir y viajar sin tener que trabajar. Un buen alquiler y una asignación mensual con cargo a mis ahorros son ahora el sustento de mis andanzas, un sencillo sistema que me permite vivir sin estrecheces pero sin estridencias de consumo.
He comprado mi libertad -perdón por la grandilocuencia- y mi tiempo para gozarlos y consumirlos en plenitud de facultades físicas e intelectuales, sin tener que esperar al merecido pero incierto momento en el que se empieza a mirar de reojo la fina lengua de arena que implacable cae por el receptáculo de vidrio, esa consentida trampa de la jubilación, del retiro dorado, que llega en el otoño tardío o las más veces en el inverno de nuestras vidas.
Con estos modestos asideros económicos y una mochila en la que no suelo cargar más de 12 kilos desembarco en los países sin tener billete de vuelta ni límites de tiempo, más allá del que le corresponde a mi pasaporte europeo o el que marca el visado allá donde lo exigen. “Tu mochila y tu viaje valen tanto por lo que llevas como por aquello de lo que eres capaz de desprenderte. Aprendes a prescindir de lo que no es estrictamente necesario, avanzas con poco peso y renuevas fondo de armario no por moda o antojo, sino por deterioro. Te vuelves muy práctico, tal vez austero, vas al costurero si aparece algún jirón y acudes a la lavandería, más o menos, cada diez días”, recoge el arranque del libro.
Empecé a viajar un poco tarde porque tuve que trabajar duro en la hostelería para pagarme la carrera en la Complutense y un Máster de Periodismo Económico. Mis veranos, Navidades, Semana Santa y otras partes del año los destinaba a poner cañas, montados y cubatas en un bar de Madrid, hasta que por fin pude ganarme la vida como plumilla. Desde los 25 años no he parado de viajar por placer y mucho también por trabajo, pero siempre con el tiempo tasado.
Hasta que en 2016 llegó el gran momento. Desembarqué en Colombia justo cuando se acaba de firmar el acuerdo de paz con la guerrilla y quemé allí los tres meses que como turista nos da nuestro pasaporte, me recorrí el país entero, desde las islas de San Andrés y Providencia hasta el Putumayo y la Leticia amazónicos. Di el salto a la Tierra del Fuego chilena para adelantarme a la llegada de los fríos antárticos y poder hacer la ruta completa de las Torres del Paine. Me asomé al Cabo de Hornos, recorrí la Patagonia completa en modo zigzag entre Chile y Argentina, navegué los fiordos del Pacífico sur, me colgué de algunos de los más impresionantes glaciares de la tierra mientras enfrente veía la lava y las fumarolas sobre los picos nevados de algunos de los volcanes del Cinturón de Fuego del Pacífico (Chaitén, Osorno, Villarrica…).
Recalé en mi eterna Buenos Aires, donde suelo saber cuándo llego pero nunca cuándo salgo. Me recorrí el pequeño y amoroso Uruguay, para dedicar mes y medio al norte de Argentina y sus altiplanos preandinos. Dejé la Ruta 40 en la Quiaca para cruzar a Bolivia, en la que me subí dos seismiles y me la pateé al completo en forma circular para acabar en el Salar de Uyuni cruzando al desierto de Atacama. Navegué y luego bordeé el Lago Titicaca, que no permite el cruce fronterizo por agua entre Bolivia y Perú, para acabar en Arequipa comiendo, bebiendo, recuperando los kilos perdidos y preparándome para asaltar el gran Amazonas.
Arranqué en Pucallpa, a más de 6.000 kilómetros de su desembocadura en Belém de Pará, en el carguero Henry 8, con mi hamaca colgada en la cubierta 4. Durante casi cuatro meses me navegué el Amazonas al completo en barcos de todos los formatos, con incursiones de más de una semana a las selvas de Leticia (Colombia), Iquitos (Perú) y Manaos (Brasil), en lo que para mí ha sido la aventura más impactante jamás vivida, como queda reflejado en Sin Billete de Vuelta: “el Amazonas es un concepto diluido y vaporoso, sin trazos ni líneas cartesianas, que no entiende de fronteras, es esencialmente una forma de vida, un espacio etéreo e inasible, una inabarcable y tupida manta verde sobre la que repta una serpiente achocolatada de 7.062 kilómetros. En el Amazonas se entra siendo uno y se sale siendo otro. La aventura más intensa jamás vivida te cambia para siempre aunque tú no te des cuenta. Como en la odisea del gran Ulises, el rumbo puede ser uno pero el viaje te marca otro -otros quizá-, por mucho que quieras volver a tu Ítaca, esta ya no existe, la has cambiado con tu propia mutación personal y ahora te toca afrontar la continuidad del viaje bajo unos nuevos parámetros que son tan intangibles que se escapan a tu control. Es ahí cuando sueltas muchos de los asideros y certezas, que por el propio peso de sus años y su falibilidad se hunden inexorablemente en el opaco lecho del río, entiendes que tus delirios de inmortalidad, como los de Ulises, eran solo una engañifa, una martingala, y te encaramas a la proa de tu propia vida con la libertad de lo imprevisible. Has ganado muchas batallas, perdido otras, pero ahora vas desnudo, libre de filtros, sin peso en la mochila, sin rumbo establecido y sin mirar al futuro”.
En pleno delta del Amazonas, desde la isla de Marajó, “una isla fluvial tan descomunal que me ahorro los superlativos”, salté a los Lençóis Maranhenses para volar sobre las aguas atlánticas con una cometa de 10 metros, una buena tabla y no sé cuántas caipiriñas. El kite surf, como el esquí, la apnea en cenotes, la bici extrema o la alta montaña me vuelven loco y también forman parte de mis viajes. Tras más de un año danzando por la América del Sur hice parada estratégica en España para dar el salto al Sudeste asiático.
Llegué a mi país con esa sensación de andar flotando en serotonina vital. “Me puse a recapitular un poco de mi nueva vida y me sentí culpable por no echar de menos nada: ni mi vida anterior ni mis gentes ni mi país ni mi profesión ni mi sueldo ni mi casa ni mi barco ni siquiera la gastronomía y los vinos. Había cambiado todo eso por mi tiempo y mi libertad y no me pasaba factura. Todo, menos mi sueldo, seguía allí para cuando yo volviera, realmente no había sacrificado nada más allá que cuatro cosas materiales y logísticas. Todo seguía funcionando a la perfección sin mi presencia y a mí me ocurría lo mismo sin todo aquello que había dejado atrás. Era felizmente prescindible y eso me tranquilizaba. Desde años atrás había perseguido un proyecto de vida sin trabajar, con la exención de cualquier tipo de responsabilidad. Lo había conseguido y todo fluía sin problema”, recuerdo en el libro.
Y después vino Asia. Establecí Tailandia como pseudo base de operaciones, país que ya conocía y en el que puedes entrar seis veces al año por un periodo de 30 días sin pagar visado, para recorrer el Sudeste. Me hice pasar por productor de vinos para evitar ser perseguido como periodista y conseguir fácilmente el visado. De la maravillosas gentes de este país que el Ejército se empeña en desgraciar, de los problemas que tuve con sus soldados en las zonas calientes y en las plantaciones de opio, de la bomba que pusieron en el tren que me debía de sacar de Kachin State, donde se libra una de las guerras por la soberanía, los metales preciosos y el tráfico ilegal de la adormidera para la heroína y los precursores químicos para la metanfetamina doy buena cuenta en el libro.
Descubrí la cocina de influencia china e hindú de la antigua Birmania, profundicé en la excelsa gastronomía thai, de la que a estas alturas casi me considero un experto. Laos y Camboya me atraparon por su autenticidad, por ser tan poco turísticas más allá de Luang Prabang y Angkor, por la lucha de sus gentes por salir de la pobreza y dejar atrás su triste historia de guerras, bombardeos y genocidios, por cómo el río Mekong les amamanta y les transporta y por la prístina belleza de sus paisajes, sus montañas y sus selvas. De la aventura gastro con una serpiente verde que el guía cazó en la selva de Ratanakiri y de la fiesta-funeral de riguroso luto blanco del poblado de una minoría étnica de origen austroasiático que no hablaba ni camboyano también rindo cuentas en Sin Billete…
Y llega el viajero a Hanói en plena cumbre de los caricatos Donald Trump y Kim Jong-un y se pone manos a la obra para comprar una moto con la que recorrer todo Vietnam durante los tres meses de visado que pagué. La gastronomía vietnamita y la amabilidad de sus gentes fueron todo un descubrimiento. Me costó vender en Saigón la moto porque no quería dejar el país. Y entre brinco y brinco, voy desgranando mi nueva visión del mundo y de la vida, mi decidida apuesta por viajar solo y sin comprar tarjeta SIM para evitar esa enfermiza adicción a la pantalla de vidrio templado, me dejo inseminar por las vidas y costumbres de las gentes allá donde voy, nunca hago caso a los agoreros que alertan de los supuestos miedos y peligrosidades de esos países que tan bien conocen gracias a sus plataformas digitales, no suelo medir la profundidad del agua antes de tirarme de cabeza y me paso las certezas y las grandes verdades por el arco de la poesía, ese arma cargada de futuro del Celaya más combativo con la que cierro el libro, invocándome a mí y a los posibles lectores a continuar nuestro viaje, ahora por África.