Deshaciendo la masculinidad hegemónica
¿Podemos escapar de las condiciones identitarias que nos sujetan y nos limitan?
Lo masculino y lo femenino, en tanto y cuanto son construcciones sociales, son también producto de una cosmovisión concreta sobre la sociedad y las relaciones de poder que la circundan. Pensar lo masculino y lo femenino en binario – ergo, mutuamente excluyente- no hace otra cosa que anclarnos a identidades estancas e inevitablemente jerarquizadas. ¿Podemos escapar de estas condiciones identitarias que nos sujetan y nos limitan?
La masculinidad hegemónica es perniciosa y frágil: lo primero porque genera opresión y lo segundo porque necesita constantemente reclamar atención para ser validada. Se ha ido construyendo subalternizando a otras categorías (mujeres, niños y niñas, pobres y también a otros hombres que disienten de esa masculinidad), y es fuente constante de dinámicas que no hacen otra cosa que reforzar la visión androcéntrica de cada cual frente a las otras personas.
Pero, ¿qué es la masculinidad hegemónica? Me parece interesante la propuesta de conceptualización de David y Brannon (1976) en la que identifican cuatro imperativos de la masculinidad hegemónica:
- No tener nada de femenino.
- Ser importante.
- Rasgos de dureza y ser poco sensible al sufrimiento
- Ser un hombre duro, en su aspecto de lucha por el poder.
Es interesante la propuesta para comenzar a trabajar sobre lo pernicioso de la masculinidad hegemónica, al menos para entender comportamientos que están profundamente validados en la sociedad y que se pueden ver explícitamente en cómo se comporta el poder en la narrativa de los varones con ese tipo de masculinidad y cómo se comporta con las mujeres y otros varones disidentes cuanto intentan conquistar el poder. Ahí se comienza a entrever tanto la toxicidad como la fragilidad de la masculinidad hegemónica.
Una de las características más fácilmente identificables de la misma es la toma de los espacios públicos (y no me refiero solamente a los espacios políticos o instituciones); me refiero a la barra del bar, a las cenas de fin de año o a las dinámicas en el trabajo. La masculinidad hegemónica necesita imponerse en los espacios compartidos: lo podemos ver en los ruidosos motores de las motocicletas por las calles, en las conversaciones a viva voz en bares, en las constantes interrupciones a las otras personas en conversaciones coloquiales… La masculinidad hegemónica necesita hacerse notar mediante el ruido (con el consecuente silencio de las otras): ahí radica precisamente su fragilidad. Es tan débil que necesita constantemente reivindicar que los espacios públicos le pertenecen, es tan tóxica que disfruta con el silencio de las otras en los lugares compartidos.
¿Es la masculinidad hegemónica exclusivamente cosa de varones? ¿Podemos hablar también de una feminidad hegemónica? Si entendemos ambas posiciones como hijas del androcentrismo, nos vendrán ejemplos como el de Bernarda Alba de Federico García Lorca que reforzarán esta idea de que también existe para el androcentrismo una feminidad hegemónica necesaria para su supervivencia. Podríamos resumir estas tendencias como que lo masculino necesita reivindicar lo público y lo femenino necesita reivindicar lo privado como dos lugares naturales de producción de las identidades que contienen: por eso es importante deshacer estas hegemonías producto de un androcentrismo reforzado durante años donde la mujer es el cuerpo y el hombre es la cabeza, donde lo masculino está pensado para conquistar lo público y donde lo femenino se puede resumir en la conquista de lo privado.
Destaco la definición que hace la filósofa argentina Diana Maffía sobre lo que es el feminismo, al que define en base a tres convicciones:
- En todas las sociedades las mujeres están peor que los varones.
- Se debe considerar que está mal que eso sea así.
- Comprometerse con no reproducir esa desigualdad y, si es posible, revertirla.
Por eso, Maffía, señala que varones y personas trans también pueden ser feministas: ser feminista no es una cuestión hormonal, es una cuestión política. Y es justamente ahí donde radica la fuerza para subvertir el androcentrismo y, por tanto, para deshacer la masculinidad hegemónica: no reproduciendo la desigualdad y, cuando sea posible, revirtiéndola. Como indican Sáenz Cabezas et. al (2016), las caracterizaciones de la masculinidad y la feminidad son referentes que funcionan como prescriptores normativos acerca de lo que los sujetos deben ser en términos de su identidad y su corporalidad; es por eso que lo que debemos cuestionar es la norma y no solamente a los sujetos que la encarnan y es también por eso que la masculinidad hegemónica debe ser abolida con el peso de los hechos: dejando de imponer el monólogo en los espacios públicos, censurando discursos machistas que señalan a las mujeres con poder como peligrosas o como malas mujeres y, por supuesto, comenzando a entender que el silencio de las otras personas ante estas imposiciones en los espacios compartidos es fruto de nuestra coerción y no fruto de que nuestra voz sea la más interesante y la única que debe ser validada.
Martínez-Guzmán, Montenegro y Pujol (2014) cuestionan la idea de que las identidades normativas hombre/mujer existan con independencia de las categorías que dan cuenta de ella y de las prácticas discursivas donde se ponen en juego. Debemos seguir ahondando en esta cuestión si pretendemos subvertir el poder del androcentrismo y si ciertamente pretendemos reconocer la masculinidad hegemónica como un producto social que no hace otra cosa que reverberar una idea del poder a costa de subalternizar al resto de identidades y categorías. Los espacios de seguridad y el reconocimiento de la parcialidad de la mirada de las otras personas son un buen punto de partida para revertir las inercias injustas de la masculinidad hegemónica. ¿Nos ponemos a construir espacios más seguros y a revertir la desigualdad allá donde podamos, o seguimos imponiendo nuestra mirada en los espacios compartidos para reforzar al androcentrismo?