Desde siempre, presidentas
El diputado franquista Iván Espinosa de los Monteros se refirió reiteradamente a Meritxell Batet, como «presidente».
Este artículo también está disponible en catalán.
Tanto la extrema derecha, como el franquismo —en estos momentos, su versión más cruda y brutal lo encarna sobre todo Vox—, y en general la derecha han intentado siempre, por tierra, mar y aire, aniquilar los derechos de las mujeres, cercenar su libertad. En todos los ámbitos posibles y eso incluye, por supuesto, la lengua, lo que muestra su vital importancia y fuerza simbólica.
Así, el diputado franquista Iván Espinosa de los Monteros en la sesión de constitución de la Mesa del Congreso se refirió reiteradamente a la presidenta, Meritxell Batet, como «presidente» («Tenemos a una misma presidente» / «quiero felicitar a Meritxell Batet por su elección como presidente» / «la presidente de la mesa no ha sido capaz ni ha querido intervenir» / «la señora presidente ha hecho un alegato final precioso»).
La denominó así a propio intento, regodeándose y con voluntad de escarnecer a Batet —y por extensión, a todas las mujeres— cuando en realidad la existencia de la palabra «presidenta» en castellano está documentada desde hace siglos; concretamente desde 1495 (en catalán también hace años). No se trata de si la discusión es más o menos espinosa, es que está fuera de lugar.
Por un lado, y atendiendo al sexo de Batet, denominarla «presidente» en vez de «presidenta», constituye un intento de rebajar su condición femenina —y por extensión, la de todas las mujeres—; reducir el sexo femenino a una mera esencia, despojarla de sus derechos y logros; postular que para ocupar una presidencia tiene que dejar de ser mujer, abjurar de su sexo y «acceder» así a la condición masculina, una categoría superior.
(Es verdad que todavía —aunque cada vez menos— hay profesionales que prefieren ser denominadas en masculino. «Con lo que me ha costado ser ingeniero, sólo faltaría que me llamaran ‘ingeniera’»; «con lo que he tenido que estudiar para ser abogado, ahora no me haré denominar ‘abogada’»... Es decir, no me «rebajaré» refiriéndome a mí misma en femenino. Entiendo el motivo por el que perciben el femenino como una degradación y lo rechazan: vivimos en un mundo donde todo lo femenino es inferior, pero no comparto en ningún caso su estrategia para dignificarlo y dignificarse; al contrario, en mi opinión es una manera de perpetuar la pretendida inferioridad de su sexo; es una estrategia altamente debilitadora. Si piensan, además, que de este modo serán toleradas como ingenieros o abogados, por ejemplo a nivel salarial, a nivel profesional o incluso humano, lo tienen crudo; si creen que así conseguirán la neutralidad, van bien apañadas. En todo caso, Batet parece que no es partidaria de esta estrategia sino que muestra sin complejos, ya desde la denominación, un camino a otras mujeres, a tantas jóvenes y niñas; en este caso la posibilidad de ser presidentas.)
Por otro, si se aplicara la norma de la inversión, Espinosa de los Monteros debería denominar, por ejemplo, a un costurero como «señor (u hombre) costurera», puesto que «costurera» consta ya en el Diccionario de Autoridades de 1729, mientras que la forma masculina no consta hasta el diccionario de la Real Academia Española de 1780.
También debería denominar a un «hilandero» como «señor (u hombre) hilandera». El oficio femenino aparece ya en el Diccionario de Autoridades de 1734. Hasta casi cien años más tarde, en 1832, no se consigna el oficio en masculino en el diccionario de la Academia. En 1803 consta el masculino pero sólo para denominar el lugar donde las hilanderas trabajan.
A veces hay quien niega la forma femenina a las mujeres con la excusa de que se puede confundir con algún otro concepto. Vemos, pues, que «hilandero» presenta una posible confusión entre oficio masculino y lugar pero, tratándose de masculinos, la gente que se empecina en no usar el femenino para esquivar pretendidas ambigüedades (como si el contexto no existiera), con manifiesta incoherencia no aplica el mismo criterio para el masculino.
Sería interesante saber si Espinosa de los Monteros se refiere a las sirvientas como «mujeres sirvientes», o a las asistentas como «mujeres asistentes», por citar palabras con la misma terminación. La gente que se niega a denominar a las profesionales en femenino si el cargo o el oficio es prestigioso (con especial énfasis si se trata de cargos políticos; recordemos la toma de posesión de las ministras la primavera de 2018), suele tener una mirada de un clasismo afinadísimo y no tiene ningún inconveniente en denominar en femenino a dependientas, pescaderas, carniceras, aprendizas..., trabajos, aunque imprescindibles, poco prestigiosos y considerados comunes.
La espinosa cuestión es que en general las instituciones que se atribuyen el derecho de velar por la lengua participan con fuerte inercia de esta elitista idea y alientan, por tanto, posturas como la que Espinosa de los Monteros lleva a un extremo ridículo.
Por ejemplo, la Real Academia Española prescribe que a Angela Merkel o a cualquier otra cancillera, se la etiquete como «canciller», cuando «cancillera» es una forma perfectamente regular sin problema alguno. Otra lengua románica, la catalana, admite «cancellera» con toda normalidad.
En 1998, la Academia Francesa se indignaba porque las ministras del gobierno francés (Martine Aubry, Ségolène Royal, Catherine Trautmann, Elisabeth Guigou...) osaban autodenominarse en femenino. Se atrevían a firmar como «madame la ministre» y no como «madame le ministre». Según la Academia, acceder al poder las travestía.
A principios del 2019, muchos años después, se informa de que la Academia Francesa ha «accedido» a feminizar el nombre de las profesiones. No es del todo exacto, porque mientras se desgañitaba para impedir a las ministras que se denominaran comme il faut, admitía femeninos como «panadera»,«charcutera», etc. Mostraba, pues, un muy aguzado clasismo. Es decir, no tenía ningún problema en llamar a las mujeres como es debido y marcar la diferencia sexual en los oficios normales y corrientes pero se resistía a nombrar mujeres poderosas por su nombre.
No tan sólo no reconocía a las ministras la capacidad de llamarse como quisieran, sino que desistiendo de sus responsabilidades y autoridad, llegó a otorgar a Jacques Chirac atribuciones en materia de lengua, puesto que le pidió que las metiera en cintura y las obligara a no denominarse como mujeres cuando citaran su cargo.
Si aplicase la regla de la inversión, Batet debería dirigirse a Espinosa de los Monteros como «señor diputada». La tengo por una persona elegante, educada y mesurada y no creo que caiga en esta tentación.