Del lujo a la lujuria
El catolicismo lo elevó a la categoría de pecado capital, y el hinduismo lo situó entre los cinco males del mundo.
Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,
que el hombre por dos cosas trabaja: la primera,
por el sustentamiento, y la segunda era
por haber juntamiento con fembra placentera
Así lo cuenta el Arcipreste de Hita en su Libro del Buen Amor, y bien podría ser el proemio a una de las leyendas más aviesas que todavía circulan por la comarca del Ripollés (Gerona).
Se cuenta que el conde Arnau –señor de Mataplana– se puso por bandera el maltrato hacia sus semejantes y que se empleó en cuerpo y alma en saquear pueblos, esquilmar plebeyos y ahorcar a todo aquel que se resistiese a su autoridad. Su ambición, y lo que es peor, su lujuria no conocieron límites.
Su figura se funde en algún momento con la del monasterio de Sant Joan de les Abadesses, en donde, al parecer, habría mantenido relaciones sacrílegas con las monjas que allí vivían.
La tradición va más allá y señala que los encuentros carnales se hicieron especialmente prolongados en el tiempo con la abadesa Adalaisa, una mujer de singular hermosura y de costumbres ligeras.
Cuando el conde falleció, y como retribución a su conducta rijosa, fue a parar directamente a los confines del averno. Sin embargo, cada noche, entre las diez y las doce, su fantasma abandona el tártaro a lomos de su corcel negro, rodeado de una jauría infernal, y se lanza en pos de una cacería nocturna.
Es el canto de un gallo negro, que lo contempla desde un montículo, el que le recuerda su condición y que sus dos horas de asueto han terminado, momento en el que el conde lujurioso tiene que regresar al infierno en espera de una nueva noche.
La verdad es que como sucede con otros muchos vocablos, el término “lujuria” se ha desdibujado con el paso del tiempo y ha adquirido un significado impropio. Si echamos la vista atrás, etimológicamente procede del latín “luxuria”, cuyo significado es derroche excesivo –de luxus, lujo–. Nada que ver con el sexo.
Fueron los cristianos, allá por el siglo cuarto, los que mudaron su condición, empleando el término para referirse a cualquier tipo de dispendio descomedido que los más ricos solían hacer para que todos los demás supieran que disfrutaban de un estilo de vida superior.
Poco a poco se fueron trenzando los excesos de los bienes materiales con las perversiones sexuales, y al final el significado que prevaleció fue este último, el desenfreno sexual. No conforme con esto, las religiones se ensañaron aún más con el vocablo. Así, el catolicismo lo elevó a la categoría de pecado capital, y el hinduismo lo situó entre los cinco males del mundo.
En castellano tenemos otras palabras que designan el deseo sexual y que están estigmatizadas en el uso habitual, como son la lascivia (propensión a los deleites carnales) o la salacidad (inclinación vehemente a la lascivia). Hay un vocablo, mucho más canoro, que está relegado en el rincón de los términos agonizantes, de aquellos que prácticamente no se usan, que es “sicalipsis”, y que se define como la picardía erótica o malicia sexual.
Sicalípticos aparte, y como diría Woody Allen, el sexo sin amor es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía… es una de las mejores.