Del cómo somos al cómo nos comprendemos: ¿Por qué es necesario debatir sobre los derechos de la mujer en nuestra época?
Según la evidencia, es más necesario que nunca.
Cada cierto tiempo escucho la misma frase: “El feminismo debería desaparecer en favor del igualitarismo”. La leo en textos superficiales que insisten en desvirtuar el sentido originario del feminismo, en medio de una insólita insistencia en comprender a un movimiento político desde el prejuicio. Sale a relucir en discusiones en las que el feminismo — como concepto, idea y expresión cultural — lleva todas las de perder en medio de un contexto que desvirtúa la idea más concreta sobre su existencia: visibilizar las — notorias — diferencias y desigualdades de género alrededor del mundo. Al final, resulta evidente que el feminismo como movimiento político, pero, sobre todo, como percepción ideológica continúa siendo lo suficientemente incómodo como para levantar suspicacias, enfrentarse a batallas dialécticas y lo que suele ser más preocupante: sostener una lucha silenciosa contra todas las críticas artificiales que debe soportar como construcción cultural. Para un considerable número de hombres y mujeres, el feminismo dejó de tener sentido a pesar que, según la evidencia, es más necesario que nunca.
Porque claro está, descalificar al feminismo sólo porque su interés está enfocado en la promoción, investigación y concepción universal de los derechos de las mujeres y niñas alrededor del mundo, es poco menos que una simplificación acerca del objetivo central del movimiento político. Como noción social, el debate sobre la identidad femenina tiene su base no la discriminación de los derechos de los hombres o de cualquier otra minoría, sino en la percepción de la desigualdad que hace necesario el debate. La connotación tramposa y sin sentido contra el feminismo que le acusa de promover el prejuicio, parece estar en todas partes. Una visión sobre la reflexión acerca de la equidad que parece enfrentarse a siglos de presión, desconocimiento y un profundo dolor social que nunca llega a sanar del todo.
Hace unos días, leí el siguiente comentario en mi TimeLine de Twitter: “En ocasiones, tengo la sensación que el mundo se enfrenta contra las mujeres en combate desigual”. La frase me inquietó porque resume esa batalla silenciosa y casi invisible que lo femenino libra a diario contra un mundo que lo desconoce. No, no se trata de una visión extrema de la realidad, mucho menos de un análisis radical sobre la cultura en que nací. Hablamos de ese menosprecio habitual, casi normalizado que sufre la mujer en numerosas partes del mundo, de esa interpretación social que asume la herencia histórica de lo femenino como secundario. Un pensamiento que preocupa, no sólo por lo que puede simbolizar como evolución cultural, sino como legado en medio de un mundo en constante reconstrucción.
Así que cada vez que al feminismo se le desvirtúa (menosprecia o se le resta importancia desde su necesidad constitutiva) lo que realmente ocurre es que esa desigualdad persistente entre el hombre y la mujer se hace más evidente que nunca. El feminismo es una noción que asume el deber de meditar las razones y motivos, de las evidentes diferencias de género que aún son parte de la mayor parte de las culturas y legislaciones del mundo. Lo vemos en todas partes: desde las altísimas tasas de feminicidio en diferentes partes del mundo hasta esas pequeñas sutilezas que colocan a la mujer en esa batalla de género involuntaria y silenciosa en tantos aspectos del complejísimo entramado social moderno.
Hablamos de la mínima escolarización de la mujer, del hecho que exista aún una concreta disparidad entre los derechos laborales femenino y sus pares masculinos. Me refiero en concreto al hecho que aún los derechos femeninos se discuten y se debaten en numerosos países del mundo, enfrentándose a un anquilosada mecanismo religioso y político que insiste en que la mujer debe padecer lo que parece ser un olvido universal del que apenas escapa. La pregunta necesaria, obligatoria, insistente que surge cada vez que un nuevo desmán contra lo femenino salta del anonimato y se convierte en titular es la evidente: ¿Por qué aún los derechos de la mujer no se reconocen en igualdad de condiciones sino en una especie de debate insistente sobre la idoneidad de su existencia? Un cuestionamiento que incluye toda esa visión insistente que mira a la mujer como subsidiaria — y víctima — de un mundo sin rostro, de un análisis social casi elemental sobre su naturaleza. Y es que la mujer, con su rol biológico a cuestas, parece mirarse a sí misma en un reflejo distorsionado de la identidad cultural que aspira obtener.
—Pareciera que describes el medioevo. En la actualidad la mujer disfruta de un tipo de reconocimiento y respeto que hace décadas era impensable. Y lo sabes — me reprocha mi amiga P. cuando le comento lo anterior.
— Describo una situación medible y cuantificable con la que todas las mujeres del mundo debemos luchar antes o después.
— Pero, debes admitir que la situación de las mujeres ahora es mejor. Al menos podemos aspirar a ser legalmente respetadas.
No sé qué contestar a eso. Me preocupa, la percepción superficial de mi amiga sobre el tema, que refleja más o menos la postura cultural sobre un tema controvertido. Para ella y buena parte de las personas que conozco, mi preocupación acerca de los derechos de la mujer es poco menos que exagerada. A mi amiga — una mujer de mi edad y con las mismas inquietudes profesionales y culturales que yo — mi insistente necesidad de analizar lo que ocurre con respecto al derecho de la mujer a la inclusión y la igualdad, le parece una especie de debate sin mucho sentido, en un país donde la crisis social y sobre todo económica ha reducido la lucha a una diatriba política interminable.
—En el mundo, la mitad de las mujeres del país no llegan a la universidad — insisto.
—Pero más de la mitad de los estudiantes en universidades públicas alrededor del mundo son mujeres — me responde — se trata de mirarlo todo en perspectiva. Sí, hay cultura patriarcal, pero admítelo, hay mucho progreso sobre el tema.
He escuchado el mismo comentario tantas veces que intento recordar cuando lo escuché por primera vez. En más de una ocasión, muchas mujeres me han insistido que el machismo actual no puede compararse al que sufría la mujer veinte o treinta años atrás, minimizada e invisibilizada por una sociedad que asume un rol patriarcal de origen. Y no obstante, el machismo en la actualidad tiene ese cariz de idea que se asume y se acepte, ese barniz de normalidad que parece restar importancia a sus numerosas aristas e interpretaciones.
— No me refiero a sus avances cosméticos, sino con real valor en la vida de la mujer. ¿Existe eso?
—Es el mismo debate de siempre.
—Entonces, si es el mismo debate de siempre es que no termina de resolverse e incluso empeora.
—Creo que exageras — insiste P., para quien la discusión no parece tener demasiado sentido, como si mi necesidad de analizar el tema fuera innecesaria, incluso superficial — en la actualidad el machismo es una anécdota, un cuento de camino. ¡Caramba, si en buena parte del mundo la mujer es la cabeza de hogar!
¿Eso habla sobre la igualdad? pienso un rato después. ¿Eso demuestra cual es el valor de la mujer en la sociedad del país? Pienso en la altísima tasa de maternidad adolescente, en el abandono general que padece la mujer desde la infancia hasta la adultez. Lo pienso, de pie frente al quiosco de revistas de mi calle, rodeada de portadas donde mujeres extraordinariamente bellas me miran, la mayoría de ellas en diminutos bikinis. Lo pienso más tarde, mientras leo las estadísticas de agresiones y asesinatos de mujeres en nuestro país, una cifra difusa que me costó obtener en un país donde la violencia es parte de lo cotidiano. Me lo cuestiono con insistencia mientras miro a mi alrededor, en este país de mujeres, en esta sociedad que busca lo femenino, pero no lo comprende y que comprende la diferencia como una grieta insalvable, quizás dolorosa pero real. Una visión de la mujer que parece ser parte de una serie de prejuicios que se mezclan entre la identidad cultural y algo más amplio — borroso — sobre nuestra sociedad y sus planteamientos más subjetivos. Una forma de comprenderse sus pequeñas singularidades, donde el prejuicio y el estereotipo se confunden en una idea peligrosa y ambigua sobre el rol social.