Dejar de vivir por miedo a morir
Hay quienes tienen más interés por evitar la muerte, una muerte borrosa y futura, que por disfrutar de la vida, una vida tangible y presente.
No quiero proponer a nadie prácticas kamikazes ni comportamientos temerarios, prefiero hablar del saboreo de la vida.
Todos sabemos cuáles son esos placeres cotidianos que le quitan drama a nuestros días de tormenta. Son pequeñas cosas que a otros les podrían parecer ridículas pero a nosotros nos dan un gustirrinín inconmensurable.
Cierto es que para disfrutar del gustirrinín tienes que ponerle consciencia a la actividad en cuestión. Si la haces de forma automática, pierde el sentido. O si la haces con miedo.
Muchas veces lo único que se necesita es quitarse los zapatos y tumbarse en el sillón. Algo tan simple como eso. Pero si mientras te quitas los zapatos y te tumbas en el sillón estás discutiendo por teléfono con el comercial que te vendió el seguro, ya no hay nada de placer cotidiano.
Tu vida necesita de tu presencia
Tu vida, el disfrute de tu vida, necesita de tu presencia. Y estar presente no es respirar y ya está. Estar presente es que pongas tus sentidos en lo que estás haciendo, sin dejarte llevar por comportamientos automáticos o copiados de otros.
Puedes estar presente en la discusión y en el enfado, y minutos después estar presente en el deseo de tranquilizar cuerpo y mente.
El escenario vital en el que nos desenvolvemos ahora es diferente al que había hace unos meses. Pero es un escenario vital, hay vida. Dejar de vivir por miedo a morir te resta presencia.
El miedo a morir en todo caso debería servir para estar más consciente de cómo se está viviendo, eliminar comportamientos absurdos y vivir con más consciencia. Dejar de alegrarse por las pequeñas cosas que te suceden es un comportamiento absurdo. Montarse películas mentales sobre futuros devastadores también es un comportamiento absurdo que te mantiene muerto en vida.
Todos nos atrapamos en algún momento en la absurdidad de los miedos y la rabia, pero todos podemos salir, siempre y cuando nos demos cuenta de que estamos ahí.
Para salir del miedo y de la preocupación constante, repito, pon la atención en lo que estás haciendo hoy. Ahora mismo.
Dicen los historiadores que no ha habido un solo día en los que no haya habido guerras en algún punto del planeta, muertes, violencia y desastres naturales. ¿Es motivo de preocupación? Quizás sí, pero eso no te debería distraer de tu recorrido vital. Si a tu vida le da sentido ayudar a víctimas de esas circunstancias, sigue en ello porque es tu decisión, y tienes claro lo que haces para que el sentido de tu vida no se pierda.
Si dedicas un tiempo a observarte, y te das cuenta que acumular datos de desgracias y muertes lo único que hace es aumentar tu rabia contra el mundo y empaparte de tristeza hasta el punto de separarte de las pequeñas cosas que dan sentido a tu vida, plantéate lo que estás haciendo. Ahí estás dejando de disfrutar y de vivir como mereces.
Vivir implica ver la luz y sentir la oscuridad, pero en un sano equilibrio.
Si el miedo hace que la balanza se descompense por completo, tienes que hacer algo por volver al punto intermedio.
Ya no andamos por las aceras de la misma forma que lo hacíamos hace unos meses, pero la precaución no debería servir para evitarnos el placer de caminar por la calle mirando las copas de los árboles.
Quizás la mascarilla sea molesta, pero ojalá nunca silencie una carcajada entre amigos. Que nadie se contenga la risa y las ganas de romper el sordo silencio que provoca el miedo.
Que los apretones de manos sean siempre sinceros y sentidos, aunque estén embadurnados de una sustancia gelatinosa.
Que las ganas de vernos salten por encima de las gomas rodean las orejas.
Porque de pequeños placeres cotidianos se recarga la vida y se deshace el miedo a morir.
Dejar de vivir es una opción, sí, pero nunca la habías querido hasta ahora.
Vivamos con todas las consecuencias (y precauciones), pero vivamos.