Déjala correr
La indiferencia con que despachamos a quienes tienen sed espolea mi asco con el estruendo de mil bubucelas.
Sé que lo vi, pero no recuerdo si lo presencié en directo, de madrugada y mientras me tomaba una cerveza tardía en uno de los muchos bares insomnes en los que me olvidaba de la jornada laboral, o al día siguiente, atisbando cualquiera de las repeticiones con que nos machacaba la televisión, al tiempo que desayunaba churros a deshoras en el mismo bar donde había agotado la ginebra.
Lo cierto es que la imagen del señor Armstrong pisando el suelo de la luna no me produjo ninguna emoción. Bastante lejos me quedaba por aquel entonces Andorra como para interesarme por un satélite en el que, hasta el momento, no se han encontrado viñas.
Las huellas sobre el suelo calcinado me hicieron recordar las que yo dejé, algunos años antes, en un bien regado huerto de mi pueblo. Cuando, al caer las sombras, retornaba con mi modesta piara de cabras atisbé en la cuneta, bajo la carretilla, la pala y un par de espuertas de goma del peón caminero. A un vuelo de pájaro, en mitad del huerto de Pepa, me tentaba el peral con sus frutas encendidas como bombillas amarillas.
Después de la precaria cena y la indigestión del parte (mi abuelo tenia radio) donde el gallego inauguraba siempre el mismo pantano, desanduve el camino bajo la luna ignorando el saludo disuasorio de los perros y la proximidad del cementerio que siempre acojonaba. Atándome las espuertas del caminero sobre mis lañadas albarcas para no dejar huellas, allané pimientos, pepinos y tomateras hasta alcanzar el peral y atracarme de la fruta temprana. Durante días mis vecinos, perplejos ante las pisadas jurásicas, temieron que hubieran vuelto los dinosaurios.
No soy un inquisidor refractario a los avances científicos y tecnológicos. Reconozco que, gracias a la ciencia, hemos derrotado al miedo y a la superstición, hemos arrinconado al pensamiento religioso y alcanzado niveles de bienestar y seguridad que mis padres no pudieron soñar en su casa de adobe y paja. Pero me cuesta entusiasmarme ante las investigaciones que presumiendo de audacia dan la espalda al mundo.
Ciertas iniciativas me producen el mismo rechazo que sentía Celaya ante la poesía de los neutrales, el inmaculado y frígido “lujo cultural” en que muchos se esconden. No hay geles contra la poesía que a mí me toca, esa que mancha las manos.
Y sostengo que la ciencia debe limpiar el aire y curar nuestros maltrechos cuerpos. La jeringuilla que inyecta una vacuna es mil veces más valiosa que el telescopio que descubre agujeros negros.
Y me da lo mismo si las visiones de Elon Musk adivinan un futuro esplendoroso. Solo sé de él que ha justificado un golpe de estado en Bolivia para asegurarse el suministro del litio con el que fabricar sus costosas baterías.
Después de eso, poco me importa que haya puesto un coche en órbita o inaugurado un servicio de taxis para astronautas.
Ahora, asisto, estupefacto a la búsqueda de agua en Marte. Hasta los chinos han decidido mandar sus sondas de exploración a comprobar que no han pasado por alto un lago, un arroyo o un mísero charco.
Quizás pudiera el señor Musk proveer de una excursión adecuada a aquellos vendedores de coches para los que en un palacete alquilado cociné en directo durante una convención de su marca.
Mientras los asistentes cenaban me cupo el honor de anunciarles el premio especial para el exiguo grupo de privilegiados que habían pulverizado los registros de ventas: un viaje a uno de los parajes más exclusivos del trópico, en el que embarcarían en un crucero privado hasta acabar con el champagne y el caviar, en una fiesta perenne.
A aquellos tigres de las ventas, tan acostumbrados a ganar, y a sus venerables esposas, el incentivo les pareció pobre y lo aceptaron con igual desgana que si hubieran recibido un billete para La Sepulvedana.
Aquella misma noche pergeñé un relato en el que un hombre, que había ganado a lo largo de su vida tantos millones como enemigos, buscaba el lugar más recóndito del planeta para viajar a él; fatigó las más lujosas y exclusivas agencias de viaje hasta que al fin le ofrecieron el rincón que buscaba, tan lejano, desconocido y hostil que hasta al sicario que lo perseguía le costó encontrarlo.
En la aldea de mi niñez, el agua ya era un lujo, cierto que democrático: por riguroso turno, todos teníamos derecho a dos horas de riego. ¡Ay de aquel que se retrasara o se atreviera a tocar la reguera común! Más de una vez se mentaron las madres y se blandieron las azadas. (Por suerte, las navajas siguieron durmiendo en sus madrigueras de pana y ni el agua ni la sangre llegaron al río).
Supongo que la financiación del programa espacial chino prevé la venta por correo, dentro de unos años, de genuinas rocas marcianas (aquel portero de una tienda de bolsos en Estambul atraía a los clientes anunciando que en su local se vendían “imitaciones auténticas, no falsificaciones chinas”).
Los americanos han seguido el envite y los europeos, por lo que se ve, andamos buscando calderilla en los angostos bolsillos con las que armar un cohete o dos.
Como zahoríes de Spielberg, dentro de poco nos dedicaremos a pasear la varita por un desierto irrespirable situado a millones de kilómetros y en el que, con suerte, plantarán su tienda un rebaño de colonos de aquí a bastantes años.
Y tengo para mí que donde urge encontrar agua es en el Sahel.
Acabamos de pasar la primera ola de calor de este verano. Hemos sentido cómo la piel se cuartea, cómo no basta el aire acondicionado para acallar el fuego nocturno y cómo la boca amordazada se torna pastosa con el polvo en suspensión. Desesperados hemos abierto los grifos y nos hemos empapado una y otra vez, pensando, como mucho, que este invierno fue pródigo en lluvias, que los pantanos están como para contentar a tres caudillos y que ya falta menos para la estación fría. Hemos abusado del hielo, de los refrescos, de los pulverizadores...
Ahora imaginemos que ese calor fuera perenne, que agostara las cosechas año tras año, que criara con desparpajo bacterias y parásitos, que pudriera las contadas viandas y las ropas leprosas y que no tuviéramos más que una lata de agua para aplacar la sed y hervir un puñado de arroz mientras se apaga la vida.
Ni siquiera tenemos que imaginarlo porque lo hemos visto cien mil veces en la pantalla del televisor y nos ha dado lo mismo. En un momento u otro hemos contemplado al niño que ya ni se molesta en quitarse las moscas de la boca, el encorvado bidón que la mujer carga durante kilómetros, la taza desportillada que las manos sujetan con temblores. Y todo ello ocurre a mil kilómetros de nuestro whisky con hielo; unas cien mil veces más cerca que el planeta de marras donde ni Jesús Gil, ni Paco el Pocero querrían levantar una urbanización.
También hemos escuchado las suplicas de las ONG reclamando ayuda para excavar pozos o tirar unos pocos kilómetros de tubería.
Si impío me parece el desprecio con que tratamos a los huidos de la guerra, de la tortura o del genocidio (la bienaventuranza para los que sufren por causa de justicia solo alcanza, por lo visto, a los blanqueadores de capitales), la indiferencia con que despachamos a quienes tienen sed espolea mi asco con el estruendo de mil bubucelas. Con el agua no se juega, nos recordaban nuestras abuelas entre pescozones.
La misma lección que enseñan a tiros los señores de la guerra en Etiopía y Sudán del Sur; la misma que aprenden palestinos y sirios mientras esperan que el Gobierno de Israel, cualquier día de estos, les cierre aún más el grifo del Jordán, haciendo del agua la bomba atómica de este siglo imberbe.
La misma lección que aprendieron los bolivianos cuando una ley les prohibió recoger agua de los ríos o almacenar la de la lluvia para no estropearle el negocio a la multinacional que había comprado la distribución en exclusiva de todo el agua del país (Iciar Bollaín y el mejor Karra Erejalde nos lo recordaron en También la lluvia). Eran los años anteriores al populista Evo Morales que tanto echan de menos las gentes de bien. ¿No es así, señor Musk?
El buen Pepe Hierro, de cuya marcha nunca me recuperaré, lo dejó escrito con sencillez y rotundidad:
Bendito sea Dios que inventó el agua.
El agua, sobre todo.
Pero ya se sabe lo que hacemos con los inventos de Dios: ponerlos a salvo con vallas y patrulleras e irnos a buscarlos a Marte, quizás porque no se nos ha ocurrido otro sitio más lejano y porque descreemos del refranero: “agua que no has de beber...”. Mientras tanto, mejor es no recordar que la sequía tiene variados nombres. Sequía es Boko Haram. Sequía es la ceguera de tantos gobiernos. Sequía es tu indiferencia y la mía.