Debatiendo con fanáticos
Un exitoso ensayo de principios del siglo XXI —Cómo discutir con un fundamentalista sin perder la razón: introducción al pensamiento subversivo—, explicaba de manera penetrante la complejidad intrínseca de toda conversación con un interlocutor que ha decidido cerrar el paso a toda forma de razón dialogal para abandonarse a la furia sectaria, por más que ello comporte el precio de la negación del otro y de la propia realidad.
La semana pasada, el presidente Pedro Sánchez acometía en Nueva York una ronda de contactos con influyentes Think Tanks y círculos de opinión en los que se le inquirió, inevitablemente, sobre la cuestión catalana. El Jefe del Ejecutivo español volvió a insistir en ideas que vienen siendo constantemente reiteradas en su discurso al respecto: "El problema en Cataluña no es la independencia, sino la convivencia". "Los independentistas piden diálogo: debieran practicarlo más; para empezar, que dialoguen con esa otra mitad de la sociedad catalana que no desea la independencia sino compatibilizar su identidad con la española y la europea". "Si los independentistas insisten en priorizar el conflicto a la cooperación, la Legislatura estará acabada, e iremos a nuevas elecciones."
Alucinantemente, la respuesta de Torra, president de la Generalitat, fue inmediata, en su Twitter: "¿De qué conflicto habla Pedro Sánchez? El único conflicto son los presos políticos, los exiliados, y la negación del derecho de autodeterminación de Cataluña".
Cansa, aún más de lo que duele, tener que repetirlo una y otra vez. De nada le han servido a Torra y al independentismo la aplastante afluencia de argumentos que desmienten y desmontan las falsedades delirantes a las que tóxicamente se aferran.
En España no hay presos políticos; los responsables políticos o institucionales que sean investigados o encausados por delitos graves en el ejercicio de sus cargos pueden ser sometidos a la medida cautelar de la prisión provisional en igualdad ante la Ley como cualquier otro ciudadano, y no porque así lo decida o solicite el Gobierno, sino cuando así lo resuelva un Poder Judicial independiente con todas las garantías. Los testimonios y voces de quienes padecieron persecución y prisión política durante la dictadura franquista por la exclusiva causa y razón de sus ideas u opiniones políticas han expresado públicamente su estupor e indignación por la manipulación falaz de esa categoría de "preso político" aplicada a otros supuestos que nada tienen que ver. Como tampoco muestran los secesionistas incursos en causas de desobediencia y prevaricación ninguna semejanza remota con Gandhi ni con Mandela: la comparación, henchida de un narcisismo pueril y por lo mismo insultante, ofende a la inteligencia. Porque la "desobediencia civil" consiste en denunciar la injusticia de una ley precisamente acatándola y asumiendo su protesta, con todas sus consecuencias, incluso cuando ello comporte privación de libertad; no en violarla ni ignorarla, ni eludir cobardemente la responsabilidad política y penal de los propios actos como ha hecho y sigue haciendo Puigdemont en Waterloo.
De modo que tampoco existen "exiliados" en la España constitucional democrática, sino, con menos pompa, prófugos de su Justicia. No hay "delitos políticos" ni "perseguidos políticos", sino un proceso judicial en el que resulta posible obrar todas las garantías de la defensa y del derecho a sostener la propia presunción de inocencia a lo largo de la investigación, el enjuiciamiento, en su caso, y hasta el último recurso disponible por las leyes.
Además, hay que insistir en que ninguna Constitución en el mundo reconoce ningún derecho a una "autodeterminación" unilateralmente ejercitable contra la integridad territorial de un Estado democrático, porque eso equivale a sostener una opción de ruptura practicable por una parte del pueblo al margen de todos los demás. Ni menos aún existe ninguna autodeterminación para encubrir un pretendido (pero inexistente) derecho a la secesión con grave violación de la ley y quebranto de las reglas sustantivas y procesales que vertebran el Estado Constitucional de Derecho.
Toda la incendiaria y flamígera retórica independentista continúa clavada en la reiteración mordaz de sus falsas premisas, desde el convencimiento de que esa reiteración mil y un millón de veces las aproxima a una postverdad, que es sólo uno de los nombres de la mentira.
El PSC, el PSOE y el Gobierno Socialista, que preside Pedro Sánchez, sí oponen una alternativa frente a la inaceptable ruptura unilateral de las reglas vinculantes que ordenan la convivencia: reformas, conforme a la Ley. Y votación para acordar, no para separar: Constitución, Estatut, autogobierno, con garantía de identidad (e identidades compatibles) y reconocimiento de la pluralidad constitutiva de España y, cómo no, de Cataluña.
Una apostilla, triste: esa apuesta reformista conforme a la Constitución tiene un problema añadido en este PP encastillado. Porque, increíblemente, con todo el daño que han hecho a la integración de la diversidad y de la pluralidad constitutiva de España en su oposición al Gobierno del Presidente Zapatero y en su mandato de Gobierno del Presidente Rajoy, resulta desolador (y devastador, de cara a un reencauzamiento de la crisis planteada antes de que sea tarde) que su única "propuesta" consista en la "exigencia" de un art. 155 CE indefinido, crónico, tendente al infinito... y eterno. Como si con ello resolviera o disolviera un problema que, ello no obstante, es real: cuando nos despertamos, continúa estando ahí.