¿De verdad va mal de audiencia Sálvame? ¿Y por qué? Cuando los datos caen y tu vida es una mierda

¿De verdad va mal de audiencia Sálvame? ¿Y por qué? Cuando los datos caen y tu vida es una mierda

La propia cadena alimentó al principio, con cierto jolgorio, la máxima. Que no es del todo cierta, la verdad.

Un momento de 'Sálvame' en TelecincoTELECINCO

Una frase que circula últimamente: A Telecinco le va mal de audiencia. La propia cadena alimentó al principio, con cierto jolgorio, la máxima. Que no es del todo cierta, la verdad, porque tan mal, no le va. Seamos precisos.

Los que no habéis trabajado en la tele y no os habéis tragado bajos datos de audiencia como si fueran sapos o boas gigantes, no vais a entender por qué le dedico este post a todos los que ahora mismo conforman el equipo grande, colaboradores incluidos, de La Fábrica de la Tele, responsable de la factoría de Sálvame entre otros formatos de Mediaset. Yo le tengo mucho respeto a la televisión, a la convencional y a la nueva, a los procesos de creación televisiva, conduzcan estos a donde conduzcan, porque como dice el creador de Breaking Bad, Vince Gilligan, “la peor serie de tele que puedas imaginar ha sido extraordinariamente difícil de rodar”.

Es cierto que los datos de Sálvame diario y Deluxe llevan cayendo un tiempo. (Dato: el 24 de marzo del 2021, Sálvame naranja tuvo un 21,8%, con 2.202.000 espectadores. Ayer 24 de marzo de 2022 el mismo espacio tuvo un 14,4% 1.428.000 espectadores). Eso, ir cayendo, cuando trabajas en la tele, significa que todo va mal, que tu vida es una mierda, que tienes ansiedad, que no estás para nada, que tiemblas si te convocan al despacho de arriba para analizar los datos, que sigues temblando si te llama tu jefe directo, porque es posible que te vayas a quedar sin empleo. Y eso, si eres colaborador y estás acostumbrado a ese tono profesional, a que la materia prima de tu trabajo sean las miserias personales de Kiko Rivera, significa que te va a resultar difícil encontrar acomodo en otros lugares televisivos. Porque resulta que ya no hay cadenas, ¡ni plataformas!, que aborden de ese modo eso que antes se llamaba la crónica social.

Si eres el productor ejecutivo, el presentador, el colaborador, el redactor, el director, el último mono, te pasas las horas especulando. Porque un mal dato prolongado en el tiempo puede suponer tu despido y entonces vuelta a empezar. Otra productora, otro formato, otro plan de trabajo… El día es más o menos así:

¿Por qué va mal? Si lo ponemos todo de nuestra parte, si cebamos con mierdas cada vez más grandes, si creamos polémicas rotundas, si se discute muchísimo en directo, si la gente que participa es agresiva cuando debe serlo, si hay animales feroces en plató, si ponemos frikismo en dosis suficientes, si revelamos secretos inconfesables y potentes, si hay gente que llora, se enfada, abandona el plató, si rebuscamos cada vez más adentro, si intentamos ir donde nadie ha ido antes (estos días, el programa abunda en las declaraciones del hijo del cómico José Luis Coll, que dejan a su padre en un malísimo lugar), si ya no respetamos ni los temas que conciernen a los que son nuestros amigos (tema Raquel Sánchez Silva, madre del amor hermoso, qué fuerte fue aquello),  si todo lo que nos funcionaba hace un año sigue ahí…

Qué está pasando, si hemos tenido las bombas más fuertes, si el mundo del feminismo serio se puso de nuestra parte cuando lo de Rocío Carrasco, si pusimos en el mapa eso de la violencia vicaria, si nos hemos atrevido con personajes intocables, como el Rey emérito, si nos hemos lanzado a todo, si hemos ido subiendo el listón un poco más cada día, si hasta hemos despedido a Paz Padilla…

Qué le pasa a la gente, por qué ya no está hipnotizada con nuestros contenidos, por qué ya no somos los reyes de la tarde, de los sábados noche… ¡Que nos ha ganado un puto culebrón turco, por el amor de dios!

Bien, mientras los compañeros reflexionan sobre todo esto, tienen que hacer además cuatro horas de directo, como si nada. Y ya no sirven las bromas sobre la cadena triste, ya no se pueden envalentonar tanto aireando trapos sucios, hablándole desde el plató, mirando a cámara, a todo aquel que los ha criticado, contrariado…

En una hora hay cónclave. El capo está descontento y airado. El equipo se ha despertado a las ocho con el pitido del móvil. Ha dormido fatal otra vez, por el estrés. A algunos les ha temblado la mano al abrir el mensaje con los datos de audiencia de ayer, que fue peor que nunca. Llevan años despertándose así, con ese número, aún en pijama, pero nunca acaban de acostumbrarse. Recuerdan los tiempos, anteayer prácticamente, en los que cada día era una fiesta. Y ellos salían al aire sin complejos y sin contemplaciones y daba igual lo retorcido que fuera a ser el asunto que esa tarde tenían entre manos.

Cuando yo trabajaba en la tele una cifra letal de audiencia, que vosotros recibíais tranquilamente, o que ignorabais más tranquilamente aún, no solo podía condicionar mi día entero dependiendo del cargo que ocupara, sino también mi futuro a medio plazo, y el de todo mi equipo, a veces compuesto por 20 personas. Dejándose la piel. Habían metido horas en el arranque, esas preproducciones tan costosas, tan duras, con ilusión, con ganas, con paciencia, con talento. Esa angustia matutina fue una de las muchas razones por las que dejé el ejercicio televisivo. Tengo muchos amigos que se despiertan aún con ese pitido y con ese dato se levantan. Y sólo ese dato (no su criterio, ni su esfuerzo, ni su bagaje), hace que lleguen a la tele como triunfadores o como basurilla. De un dígito o de dos, de que la cifra supere la media de la cadena o no, depende que les llame el consejero delegado y les ponga la alfombra roja (que una recorre ufana con sus tacones), o que sus tarjetas de entrada estén a punto de caducar.

Estos días he recordado esa frase mítica de Paolo Vasile, como casi todas, cuando alguien le preguntó lo que era para él la telebasura, una palabra con la que nadie empatiza, y de la que todos huyen. “Telebasura es todo programa que baje de un 20%”. Es una frase antigua, claro, cuando un 20 era normal para estar en la gloria. Hoy la cifra está considerablemente por debajo.

Pero vamos al tema. Imagino esas reuniones analizando los porqués, sin llegar a ninguna conclusión. Si yo fuera una de las asistentes a esos encuentros, que lo fui, estaría igual de perdida que todos mis compañeros, mis jefes, mis subordinados, que lo están. Diría cosas por decir, sin estar convencida de nada en absoluto, sintiéndome imbécil a ratos, cansada otros, acojonada y angustiada en todo momento.

-Quizá la gente está estomagada de tantos años escarbando, dirán algunos

-Quizá los excesos han pasado factura, apuntarán otros

-Quizá no estáis esforzándoos lo suficiente, dirán los jefes que nunca han de rellenar un programa de cuatro horas

-Quizá las humillaciones en directo, los desaires, las agresiones verbales continuas han hartado al público, y ya no sirven, pensarán sin decirlo algunos.

Si yo estuviera allí también tendría varios quizás:

-Si no hubiéramos alimentado tanto a la bestia

-Si no hubiéramos jugado con este rollo de que nos va mal

-Si no nos hubiéramos puesto tan nerviosos cambiando, moviendo, provocando cierto caos, encendiendo las llamas, jugándonos la credibilidad que creímos haber obtenido con el asunto del maltrato a Rocío, si no hubiéramos jugado con ese tema tan delicado (¡que pusimos lo de Olga en Supervivientes por favor!)

-Si no hubiéramos sido tan torticeros, si no fuéramos tan chulos, si programáramos más con la cabeza y menos con el corazón, con las entrañas (para dañar a otros más que para contentar a los espectadores)

-Si no pusiéramos a competir a nuestras dos cadenas con productos similares a la vez

-Si el espectador encontrara algún remanso de paz en nuestra cadena, algún espacio amable, sin estridencias, un puro divertimento sin pretensión alguna de ir más allá ni de dañar a nadie, ni de someter al escarnio, sin virulencias, sin alaridos, sin bombas que al final son solo petardos, sin tejemanejes, sin lágrimas

-Si no nos fulmináramos tres islas de tentaciones seguidas para contraprogramar

Quizá, diría yo si tuviera arrojo, en esa reunión cruenta de primera hora de la mañana, nos están dejando por todo eso junto, entre otros intangibles televisivos. Quizá nos están dejando, diría yo, porque cuando uno acostumbra al espectador a un fuego espectacular formado por ejemplo por dos hermanos como Kiko Rivera e Isa Pantoja acribillando a balazos a su madre, y perfectamente jaleados por una jauría de contertulios y presentadores, o por una lucha interna entre programas de la propia cadena (por la mañana una cosa y por la tarde la contraria con lanzamiento de cuchillos incluido), o por los trasuntos del tema de Rocío Carrasco y los vaivenes en este tema, el espectador necesita más. Y entonces la cadena quizá se da cuenta que de no hay más leña, de que lo siguiente solo puede ser la ejecución en directo, que no va a suceder, que ya no hay más material fungible, que no hay más que machacar que sea de interés general, que la capacidad de asombro, tras tal avalancha de miserias es cada vez menor. Que tú estás en casa si eres un seguidor  fiel del programa y dices, ¿qué es esta chorrada que me estáis contando? No, hombre no, dame más, dámelo todo, o me piro.

Y así se crea la tormenta perfecta. Dicho esto, hay que señalar que ayer mismo, Sálvame Lemon Tea (sí, ahora se llama así, si no estáis al día a mí no me vengáis con historias) tuvo un 12,2% (1.331.000 espectadores) y Sálvame Naranja un 14,4% (1.428.000 espectadores). Cierto, fueron la segunda opción, por detrás de la ficción de Antena 3, pero la tele es así, un día estás arriba y otro abajo.

Para acabar, y parafraseando de nuevo a Gillian, “era totalmente posible, incluso probable, tener una larga y exitosa carrera en televisión sin trabajar jamás en un programa del que uno se sintiera realmente orgulloso”.

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Periodista, ha trabajado para diarios como Levante y televisiones como Canal 9 y TVE. Es colaboradora de radios como Cadena Ser o RNE. Cubells ha publicado varios libros sobre el mundo de la televisión y también, en colaboración con Marce Rodríguez, el libro Mis padres no lo saben.