De quesos y de la ingobernabilidad de los franceses
Un inventario leonés de quesos figura entre los documentos más antiguos escritos en nuestra lengua.
Una pasta cremosa, con corteza enmohecida y elaborada a partir de leche cruda procedente de vacas normandas. Así podríamos definir al queso camembert de Normandía, una de las delicias de la gastronomía gala.
La fabricación de este queso se remonta al siglo XVIII, cuando Marie Harel, una campesina del pueblo de Camembert, lo elaboró tras adaptar una receta de queso brie que le proporcionó un sacerdote que se refugió temporalmente en su casa durante los tiempos convulsos de la Revolución Francesa.
Ese fue el inicio de una larga y próspera vida. Es sabido que durante la Primera Guerra Mundial —la Gran Guerra— los productores normandos lo enviaban gratis a los soldados que luchaban en las trincheras, en las cajas incluían, además, mensajes patrióticos, para mantener alta la moral de las tropas.
En el país vecino los quesos son una verdadera religión, hasta el punto de que se les podría considerar el tercer plato de la mesa francesa.
Se cuenta que en cierta ocasión el presidente Charles De Gaulle proclamó ante la Asamblea Nacional que “un país que produce 365 variedades de queso es ingobernable”.
Razones no le faltaban al estadista francés. Y es que durante los 12 años de existencia de la IV República Francesa —entre 1946 y 1958— hubo una veintena de presidentes de gobierno, casi tantos como crisis políticas. En una palabra, Francia se había vuelto ingobernable.
Nuestra lengua nació entre quesos
Volviendo a los quesos. De ellos también sabemos lo nuestro los españoles, aunque durante mucho tiempo no hayamos presumido. No hay que pasar por alto que uno de los primeros textos escritos en español fue una lista de quesos. Se conserva actualmente en la catedral de León y está fechado en torno al año 980. Se conoce, simplemente, como Nodicia de Kesos.
En el texto se puede leer: “Relación de los quesos que se gastó el hermano Jimeno: en el trabajo de los frailes, en el viñedo de cerca de San Justo, cinco quesos. En el otro del abad, dos quesos…”.
Al parecer, el despensero Jimeno del monasterio de Rozuela (León) escribió en la parte de atrás de un pergamino, para utilizar lo que él suponía que era el fragmento de peor calidad, en lengua romance los quesos que había gastado el monasterio en un año.
Este texto se adelanta en unos 20 años a las conocidas Glosas emilianenses, encontradas en el monasterio de San Millán de la Cogolla (La Rioja) y que son unas notas —glosas— escritas en lengua romance escritas en los márgenes de un libro en latín.
En otras palabras, las primeras frases claramente diferenciadas del latín que se escribieron en la Península Ibérica están relacionadas con la gastronomía.
Un mismo tronco y varios caminos
A pesar de esos kesos el despertar de nuestra lengua caminó despacio, muy despacio. Durante los siguientes siglos el latín se fue “desgastando” y, cada vez con mayor frecuencia, las terminaciones de las palabras adoptaron formas romances.
La historia de la palabra queso ilustra a la perfección como un vocablo que procede de un mismo tronco puede tomar varios caminos. Tanto la castellana queso, como la portuguesa queijo o la gallega queixo tienen su origen en el latín caseus, cuyo significado se relacionaba con el molde en el que se fabricaban los quesos.
En época romana se hizo famoso el término formaticum entre los legionarios, de caseus formatus que significa queso moldeado. Precisamente ese fue el punto de partida del fromage francés y del formaggio italiano.
Para finalizar un pequeño apunte, se estima que en este momento las variedades de queso francés que puede degustar un buen gourmet superan el medio millar. Si De Gaulle levantara la cabeza…