De la “Macarena” al “Despacito”: la economía empezó a cambiar hace 10 años y aún no sabemos hacia dónde
El 10 de agosto de 2007, aparte de con calor canicular y con nuestras costas repletas de turistas extranjeros y veraneantes españoles que compartían la ilusión de que el futuro se presentaba halagüeño, los titulares de prensa informaban de que el índice Dow Jones, siguiendo un anuncio del BNP (Banco Nacional de París), había cerrado la sesión el día anterior con su mayor caída en cuatro años por los temores a una crisis hipotecaria. También de que el Banco Central Europeo había aprobado inyectar en el sistema casi 100 mil millones de Euros, un 30% más de lo que inyectó tras el apocalipsis del 11-S en 2001.
Sin saberlo aún del todo, se había acabado el ciclo largo de bonanza en la que en muchos gobiernos y ciudadanos (muy especialmente en nuestro país) se movían con la misma alegría despreocupada que nos transmitía la entonces popular canción de Los del Río, "Macarena". Un año más tarde, cuando el verano de 2008 tocaba a su fin (15 de Septiembre) quebraba Lehman Brothers.
Lo sucedido desde entonces es nuestra propia historia vivida por demasiados en muchos lugares con desasosiego e incertidumbre. De un día para otro comenzaron a evaporarse billones de dólares de ahorradores de todo el mundo que tenían como colateral los activos hipotecarios de Estados Unidos y otros países, hasta entonces considerados de la máxima seguridad. Ondas de dimensión tectónica se transmitieron y amplificaron a través de los vínculos de la economía global, de un país a otro, de un mercado a otro, y de un sector a otro. Como siempre en la historia económica, la economía real sufriría amplificada los efectos de las crisis financieras. En los países ricos daba comienzo una profundísima recesión y el período más largo de estancamiento desde el hundimiento de Wall Street en 1929. Aún hoy las tasas de crecimiento en los países de la OCDE siguen siendo muy débiles y, a pesar del impresionante cambio técnico, la productividad está estancada poniendo en cuestión el crecimiento a largo plazo.
La inmensa mayoría de los ciudadanos está sobrellevando, no sin resentimiento, la nueva situación y, en mayor o menor medida, ha internalizado estos diez años de ajuste de realidades y expectativas. Este artículo defiende que --contrariamente a lo que sucedió tras la quiebra a principios de los setenta del pasado siglo de la normalidad Keynesiana de regulación económica vigente desde la postguerra, que durante otros casi treinta años fue sustituida por un modelo que podemos llamar de Fundamentalismo de Mercado--[1] la quiebra de este modelo hace diez años está siendo enfrentada dentro de los esquemas básicos del mismo, aún no ha dado lugar a un nuevo ciclo de crecimiento económico, es social y políticamente inestable y aun no ha encontrado un modelo de regulación alternativo sostenible a largo plazo. Así mismo, el artículo argumenta que la solución de la crisis debe incorporar las nuevas realidades económicas, sociales y políticas emergentes como consecuencia de los avances en la globalización y el cambio técnico. Finalmente, se identifican los pilares sobre los que será preciso construir el edificio de un contrato social global para el siglo XXI, capaz de sustentar un nuevo ciclo largo de crecimiento.
Es oportuno apuntar la paradoja[2] de que, a pesar de estar sus postulados en la esencia de la propia crisis de 2007, la salida de la misma no se está apartando demasiado del modelo canónico de "fundamentalismo de mercado", entre cuyas señales de identidad son de destacar:
- Creencia casi teológica en la racionalidad de los mercados y, por tanto, en la máxima desregulación (o auto-regulación) de los mismos, especialmente del mercado financiero.
- Desconfianza ante el Estado y, consecuentemente, obsesión por su "jibarización" en tamaño y funciones.
- Reducción drástica del gasto público, sacrificando si es necesario partidas importantes de inversión y gasto social.
- Papel secundario de la política fiscal en la estabilización económica, restringiendo su función a la consecución del equilibrio presupuestario sobre rubros de gasto, incluido el social, oportunamente mermados.
- Aspiración a reformar el marco de relaciones laborales, buscando liberalizar al máximo el mercado de trabajo y abaratar los costes salariales.
- Oposición a las políticas económicas activas, sean estas de rentas, empleo, suelo, sostenibilidad energética y ambiental, industriales, regionales, I+D, o de cambio técnico.
Razones de la referida paradoja habría que buscarlas en la propia virulencia de la crisis, que de un día para otro impactó a muchos que ya tenían (y tienen) suficiente con sobrellevar el día a día, haciendo muy difícil cualquier tipo de acción colectiva; la memoria, responsabilidad y desprestigio de las alternativas Keynesianas en la gestión stangflacionaria (estancamiento e inflación) de la crisis del Estado del Bienestar de los 70; y la correlación global de fuerzas entre los postulados políticos conservadores y progresistas.
Lo cierto es que por decisiones de política económica la crisis de las hipotecas se convirtió, primero, en una crisis generalizada del conjunto del sistema financiero, que pronto se transformó en una crisis fiscal, que a su vez cebaba la anterior en una relación perversa entre ausencia de demanda, falta de financiación y crisis de la economía real. Ante este círculo perverso, y más allá de que fuera necesario asegurar el ahorro y recomponer la función intermediadora del crédito --rescatando al sistema financiero--, y reducir el des-apalancamiento público y privado, se optó conscientemente por políticas agresivas de reducción del endeudamiento público.
Ello se ejecutó sin tomar suficientemente en cuenta (o incluso ignorando) que el proceso de ajuste --acelerado además por los efectos en los mercados de trabajo de su liberalización y del cambio técnico derivado fundamentalmente de la transformación digital-- traía consigo una inmensa pléyade de perdedores y está siendo penoso para muchísimos;[3] no sólo desempleados y trabajadores precarios, sino también amplios segmentos de la clase media y trabajadora, empleados que corren el riesgo de ser desplazados por el cambio técnico y el auge de la (eufemísticamente llamada) "economía compartida o colaborativa",[4] jóvenes que ven su futuro con incertidumbre, o mayores de 50 años que sienten insegura su jubilación. En este sentido, reducir la inversión pública en educación, I+D y sanidad, desregular el sistema financiero, reducir los impuestos de los más ricos, erosionar el salario mínimo, o desregular y sesgar al límite las relaciones laborales, entre otras, están siendo decisiones explícitas de política económica y social.[5]
El correlato político del modelo de salida de la recesión está siendo la actual crisis de legitimidad; no sólo de los partidos que tuvieron la responsabilidad de gestionar los ajustes --fueran estos de inclinación socialdemócrata o conservadora—, sino también del propio modelo de economía abierta y libre mercado. El brexit, la elección de Trump, el auge de los populismos de ascendencia peronista-bolivariana, los complejos procesos electorales en muchos países europeos con desconocida fortaleza de las candidaturas radicales, los negacionismos ambientales, y los diferentes tipos de nativismo y nacionalismo, cuestionan hoy la economía abierta. Todas estas manifestaciones de la queja tienen en común la idea de que aislándose de la competencia, los flujos internacionales de comercio e inversión y las normas de la gobernanza global se podrán recuperar los sectores, empleos, salarios, modos de vida y expectativas perdidos por el cambio técnico y la globalización.
El futuro
Diez años más tarde del inicio de la crisis es aún pronto para saber si se van a consolidar los tenues brotes verdes que, según el FMI, parecen colorear las perspectivas económicas de futuro (da la impresión que con particular luminosidad en España tras años de durísimo ajuste). Mi conjetura es que aún estamos lejos de que se constituya una "nueva normalidad" que integre sosteniblemente a la mayoría de la población, con toda su diversidad de matices ideológicos, en una especie de Contrato Social Global para el Siglo XXI --como de algún modo fueron los vigentes durante los treinta años de postguerra a través del consenso del Estado del Bienestar, o los otros treinta de hegemonía del Fundamentalismo de Mercado que acabó con la crisis de 2007.
Es necesario enfrentar de un modo pragmático y no dogmático (añadiría incluso que agnóstico respecto de los modelos ideológicos entendidos en un sentido casi-religioso) a retos globales de medio y largo plazo tales como:
- Estabilización macroeconómica y certidumbre legal y regulatoria, necesarias ambas para que el ahorro se transforme y fluya como inversión.
- Globalización de los mercados y de los modelos de consumo y de las formas de vivir.
- Cambio técnico acelerado y transformación digital, con sus inevitables impactos en el empleo y en los modelos de relación laboral, en los que se generalizará la flexibilidad.
- Reconstrucción de un modelo social que devuelva la certidumbre --necesaria para educarse, ahorrar, emprender, consumir, invertir, etc.— a las clases medias y trabajadoras.
- Transición hacia formas de producción, consumo, regulación, etc. digitales desde formas de carácter analógico.
- Envejecimiento demográfico y sus efectos inter-generacionales.
- Recomposiciones geo-estratégicas muy relevantes.
- Construcción europea en una era de disgregaciones diversas.
- Flujos migratorios legales y no legales.
- reversión del cambio climático, des-carbonización de la matriz energética y mantenimiento de la biodiversidad;
- Necesidad de incorporar conocimiento e innovación en la oferta de bienes y servicios y en los procesos productivos.
- Surgimiento y desarrollo de empresas start-ups born global (nuevas empresas de base tecnológica que nacen para los mercados globales).
- Necesidad de procurarse nichos relevantes en cadenas globales de valor que son creciéntemente inestables.
- Seguridad global y ciber-terrorismo.
Ante la inmensidad del empeño, un primer paso en la dirección correcta es reconocer tanto la necesidad de crecer sosteniblemente, como el hecho de que los diferentes procesos de transición a la emergente normalidad generan ganadores y perdedores. Unos perdedores –sean ciudadanos, grupos sociales, o territorios—que se opondrán sistemáticamente a las reformas del sistema si carecen de certidumbres y seguridad, y en sus expectativas sólo perciben exclusión. En este sentido, ser progresista hoy significa entender, liderar y gestionar los dos pilares básicos del emergente contrato social. Por una parte, aplicando políticas macroeconómicas de estabilización y reformas estructurales de carácter microeconómico que liberen el potencial de crecimiento y de competitividad. Por otra, consolidando políticas activas, muchas de ellas de carácter redistributivo, que, a corto plazo, tomen cuenta de los excluidos por las múltiples transformaciones en curso, y a medio y largo plazo preparen a las jóvenes generaciones y territorios para competir.
Son muchos los retos que enfrentar en un presente en el que la velocidad y dimensión de las transformaciones son desconocidas y se transita hacia un futuro del que solo intuimos grandes tendencias. Un proceso para el que estamos, además, deficientemente pertrechados ya que muchos de nuestros esquemas mentales –económicos, sociales y políticos-- están quedando aceleradamente superados por la transición de lo analógico a lo digital: desde en la formas de producir y consumir, a las formas de regulación de los mercados y la competencia, la seguridad global, la valorización del empleo, los efectos del cambio climático, o la reproducción social.
En este contexto de transición es necesario reflexionar inteligentemente –es decir, pragmáticamente, desprovistos en lo posible de a-prioris ideológicos, y con humildad respecto de los resultados ante lo desconocido-- sobre el espacio y las limitaciones que tienen, por una parte, la formación permanente y reciclaje de los trabajadores y el talento según las demandas cambiantes de la economía productiva; y, por otra, la política fiscal como amortiguador de las rupturas y desajustes. Es preciso visualizar las complejas aristas de los problemas y las propuestas, sus impactos en el empleo el crecimiento y el empleo de largo plazo, así como en la sostenibilidad de la vida en el planeta y otros efectos colaterales.
En cualquier caso, para no perder la perspectiva histórica, hemos de reconocer que, a pesar de los múltiples desgarres, sufrimiento para muchos, incertidumbres y conflictos, el mundo sigue en paz. Una paz más o menos tensa y con demasiados conflictos regionales, pero finalmente en paz, contrariamente al décimo aniversario de la crisis de 1929 en que comenzaba la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, en los chiringuitos veraniegos, ciertamente sin ninguna relación con el contenido de este artículo, triunfa el "Despacito" del portorriqueño Luis Fonsi, lo que es una buena, aunque puramente casual, recomendación ante los comportamientos colectivos exuberantes de una sociedad como la española que, es mi suspicacia, quizá esté comenzando a olvidar demasiado pronto lo que empezó a suceder ahora hace 10 años.