De la hipocresía cultural y otros dolores: algunas reflexiones sobre la mujer invisible
La mujer emocionalmente independiente fue durante mucho tiempo una figura desconcertante y, la mayoría de las veces, mal comprendida en cualquier cultura.
Hace ya unos años, se popularizó en redes sociales un corto documental que reflejaba la vida y penurias de solteras de más de veinticinco años en China, llamadas despectivamente Mujeres Sobrantes (sheng-nu). Se trata de un estigma doloroso, pesado y en ocasiones incluso peligroso con el que las chinas deben lidiar y que las coloca en la muy incómoda situación de tener que depender de su estado civil para ser reconocida socialmente. No sólo deben luchar contra el hecho de que estar soltera sea considerado una ofensa familiar — y se asume como una falta de respeto imperdonable hacia sus padres —, sino que, además, la mujer ‘sobrante’ debe luchar contra el hecho de que la sociedad a la que pertenece no está concebida para la independencia y autonomía femenina.
No es una situación sencilla, aunque pueda parecerlo. La mujer china debe lidiar con la presión social — que surge de todas partes e, incluso, se extiende hasta ámbitos en apariencia pragmáticos como el profesional — y también con una especie de culpa sutil que la sofoca en todas partes. Para los padres de cualquier china, una hija soltera es una afrenta social a las tradiciones del país que se paga caro. Una situación irregular que debe remediarse lo más pronto posible, antes de que se convierta en una condena que la mujer deberá cargar en lo sucesivo. Resulta casi trágico que para la mayoría de las familias del país, la soltería representa un enemigo a vencer, una circunstancia irregular y en potencia insostenible contra la cual se debe luchar.
Con un contenido semejante, el documental se viralizó de inmediato en redes sociales y corrieron ríos de tinta sobre sus implicaciones y conclusiones. Hubo largos debates sobre el hecho que la sociedad de este país continuara asumiendo el papel de la mujer casi como accesorio dentro de la habitual jerarquización social y llegué a leer críticas encendidas sobre cómo la cultura del país maltrata a toda una generación de hermosas y talentosas mujeres. Incluso se insistió sobre el hecho de que el documental era una “muestra evidente” de los peligros de las tradiciones que intentan perpetuarse a pesar de las transformaciones históricas y cómo las mujeres suelen ser las víctimas inmediatas de la mayoría de ellos.
La evidente hipocresía de esa discusión me hizo reír. Revisando los cientos de comentarios escandalizados por lo que las mujeres chinas debían sufrir, no sólo comprobé la doble moral sobre la soltería de nuestra sociedad sino también, la ambigüedad en la forma de comprender la individualidad femenina. Porque en occidente, la mujer soltera también parece encontrarse al margen de lo correcto, pisando la sutil línea entre una censura directa y algo muy parecido al rechazo cultural.
Cuando cumplí los treinta años, recibí todo tipo obsequios jocosos sobre lo que debía hacer — o no — en la tercera década de mi vida. Hubo quien me recomendó “irme de bruces por la vida”, y me regaló una cesta repleta de condones y todo tipo de juguetes sexuales; y los menos atrevidos apuntaron que era un buen momento para replantear mis opciones y prioridades. Desde utensilios de cocina, que dudo usaré alguna vez, hasta incluso un viejo recetario familiar, la mayoría de la curiosa selección de objetos con los que celebraron mi cumpleaños parecían tener un único mensaje claro: terminaron los irresponsables veinte. Ahora debes madurar.
No obstante, el mensaje más directo — e inquietante — sobre el tema lo envío una de mis tías, quien decidió que era un buen momento para obsequiarme una caja con todo tipo de objetos necesarios e imprescindibles para la crianza de un bebé. Miré la caja preguntándome si se trataba de una broma. O una amenaza. O ambas cosas.
— ¿Y esto? — pregunté cuando me repuse de la sorpresa. Tía sonrió.
— Es para que no se te olvide que ya te llegó la hora.
Saqué un sonajero de plástico viejo. Recordaba haberlo visto en las manos de algún bebé familiar. Lo dejé caer en la caja como quien toca algo hirviendo.
— ¿La hora de qué?
— De madurar.
— ¿No te parece que soy lo suficientemente madura para ser independiente, mantener un empleo que me gusta y disfrutar de mi vida como prefiero?
— Esas son tonterías de muchacha — terció tía y me dedicó una mirada dura — Ya tienes que sentar cabeza.
— ¿Por qué?
— Porque no querrás quedarte a ser nadie. A no ser jamás señora. A sobrar en la vida.
El montón de ideas que expresó mi tía en esa única conversación me produjeron escalofríos. No porque jamás las hubiese escuchado — vivo en Latinoamérica, la mayoría de ellas han formado parte de nuestra idiosincrasia por siglos — sino porque demuestran que aún persisten y lo significativas que siguen siendo. Que a pesar de lo modernos o desprejuiciados que presumamos ser, a la mujer se le sigue definiendo por su estado civil, lo cual resulta inquietante cuando se asume que se trata de un prejuicio con cientos de implicaciones. La sociedad construida para obligar a cumplir un rol social. Y no se trata sólo de esa imagen ideal sobre la familia posible, con el hombre que provee y la mujer que protege sino de algo mucho más puntual. Una estructura cultural que presiona a la mujer — y también al hombre, por supuesto — para cumplir con un tipo de obligación social muy específica. Esa noción persistente que los estereotipos deben cumplirse y perpetuarse, a pesar — incluso en contra — de los deseos personales. Una ’fecha de caducidad′ de la libertad personal, donde los roles de género se convierten en obligaciones imprescindibles del quienes somos que se hereda siglo tras siglo.
No es una idea sencilla. Está tan arraigada en las fibras de lo que consideramos normal que, de pronto, no nos parece del todo cuestionable que se considere que una mujer en los treinta ya debe comenzar a lamentar su decisión de permanecer soltera. Que hasta entonces, puede permitirse el lujo de desobedecer lo que se impone por tradición y que se asume imprescindible para satisfacer la identidad cultural. Nadie parece muy interesado en reflexionar sobre el hecho de que la tercera década de vida para cualquiera pueda suponer un momento de cambios y transformaciones intelectuales y emocionales, la búsqueda de la emancipación personal. Ese nuevo paso hacia una percepción sobre el tiempo y nuestra capacidad para entenderlo mucho más adulta. Más bien, la obsesión con el matrimonio — en cuando, cómo y en que condiciones debe llevarse a cabo — parece basarse en la necesidad de ser bien asimilado por la cultura a la que pertenecemos. Esa consecuente – y falsa— idea de normalidad que trasciende algo tan básico como la identidad individual.
Por supuesto, la mujer emocionalmente independiente fue durante mucho tiempo una figura desconcertante y la mayoría de las veces, mal comprendida en cualquier cultura. Porque la mujer debía ser mujer — y en la mayoría de las ocasiones, una mujer muy definida — y la idea de que pudiera tomar decisiones en su propio beneficio era poco menos que chocante. Tanto así, que por siglos, una de las virtudes femeninas más apreciadas fue la abnegación, su capacidad para el sacrificio, esa bondad impoluta y extraordinaria tan idealizada como peligrosa. ¿Qué ocurre cuando no eres una Santa, ni tampoco una virginal doncella al borde del sacrificio ritual? ¿Cuándo no estás dispuesta a darlo el todo por el todo sin esperar nada a cambio? ¿Cuándo decides ser egoísta o lo que la sociedad asume es serlo?
No resulta sencillo que una mujer renuncie a esa visión tradicional sobre si misma. Después de todo, la sociedad exige y lo hace en todas las maneras posibles. En la sutil pero insistente presión familiar, en la reprobación general hacia la soltería cuando comienza a considerarse poco menos que antinatural. Ese “no existir” y “no ser” al que se empuja a quienes se atreven a desobedecer el canon que se impone. Lo sé, porque desde ese punto de vista, yo no existo. Con treinta, soltera y sin hijos, estoy fuera del ámbito de todas las aspiraciones sociales para quienes el matrimonio y la maternidad son piezas claves para pertenecer en pleno derecho al mecanismo de la historia. Un planteamiento duro, sin duda. No existo porque no formo parte de ninguna estadística. El mundo está concebido en una formula simple: si eres mujer joven, esperas casarte. Si eres adulta, ya deberías estar casada y ser madre. ¿Qué pasa con quienes no formamos parte de ese mecanismo tan eficiente? Pues nada, no pasa nada. Porque nadie nos recuerda.
No hay un lugar para la mujer que toma decisiones, para la mujer que decide que su cuerpo es suyo y por tanto, puede hacer con él lo que mejor le plazca. Que la maternidad no forma parte de sus planes, ni tampoco de sus objetivos. Que no siente ternura ni quiere sentirla aún, por ese santo deber de las entrañas que en todas partes parece asumirse como definitivo. No existes, para una sociedad que no sólo te mira con desaprobación, que te castiga con cierto ostracismo por el atrevimiento de disentir. Porque se trata de eso, ¿no? Una audacia completa, la de no desear lo que se supone deberías querer. Lo de aspirar a algo tan lejano a lo que la sociedad asume y deseas, que no formas parte de nada. Ni del plan general ni de las pequeñas. Que no estás, no eres. No eres comprensible. Asimilable. Transitas al borde de lo que la sociedad es y sobre todo, asume como verdadero y real.
Ninguna mujer escapa antes o después a esa mirada de reprobación social. Por ser fuerte, por decidir tener ideas propias, por construir su vida a la medida de sus aspiraciones. Por ese motivo, no tengo duda que todas las mujeres de mi generación se cuestionan sobre el hecho de la obligatoriedad del deber familiar, acerca del hecho de asumir que todos tenemos un papel que cumplir dentro de la cultura en que nacimos. Y que de una y otra manera, hemos comprendido que necesitamos opciones, cientos de ellas y no sólo la perspectiva vulnerable, abierta a interpretación y, sobre todo, ligeramente resquebrajada sobre el deber ser. Que avanzamos contra la corriente, que abrimos las puertas que se suponen deberían mantenerse cerradas. Una generación que aspira a crear y creer que la vida es mucho más que un tópico tradicional. Un nuevo concepto de lo femenino donde nada falta ni sobra, sino que se elabora a sí misma como una nueva visión de la identidad de la mujer.