De la hipocresía cultural y otras imposiciones tradicionales: ¿Quién protege a la mujer del prejuicio?
Este martes por la noche, el Senado de Alabama (EEUU) aprobó una de las leyes sobre el aborto más controvertidas de Norteamérica, sobre todo en mitad de las discusiones que los movimientos #MeToo y #TimeUp sobre el derecho a la mujer sobre su cuerpo. La nueva ley prohíbe el aborto desde todo punto de vista inclusive cuando sea producto de una violación. Alabama se convirtió con esta decisión en uno de los dieciséis estados que este año han restringido los derechos de la mujer a decidir sobre su cuerpo y sobre todo, en convertir la capacidad reproductiva en un hecho legal. Las regulaciones de la normativa — denominada “ley del latido” — prohíben la interrupción del embarazo luego de escucharse — por medios médicos — el latido del corazón del feto, lo que suele ocurrir alrededor de la sexta semana de gestación. Por supuesto, la salud mental y emocional de la mujer no se encuentra en discusión.
La posibilidad del aborto, siempre tendrá repercusiones en la mujer, no importa si la ley lo aprueba o sea parte del entramado legal que intenta regular y restringir los derechos de la mujer. Lo recuerdo, mientras escucho el relato de mi amiga C. y su traumática experiencia al intentar practicarse un aborto terapéutico debido a un severo cuadro de lupus. Tiene los ojos llenos de lágrimas, luego de leer la noticia sobre la nueva ley estadounidense. Desde la pantalla del Skype me cuenta su historia con la voz temblorosa, entre la rabia y el miedo. “El aborto me salvó la vida”, me explica. El suyo no sólo se trataba de un embarazo de alto riesgo sino, además, de un cuadro médico que puso en peligro su vida y estuvo a punto de provocarle la muerte. Aun así y a pesar de vivir en un país en el que aborto es un derecho legal, mi amiga tuvo que enfrentarse a la indiferencia de un sistema obsoleto, retrógrado y moralista que asume a la mujer — y su condición física — como una mera percepción sobre su capacidad para concebir. Entre lágrimas, me cuenta todos los obstáculos que debió atravesar y vencer para lograr ayuda médica y finalmente, el procedimiento que al final le salvó la vida.
— Tenía apenas seis semanas y todos los análisis médicos dejaban claro que llevar adelante el embarazo afectaría mis riñones y otros órganos mayores — me explica — pero a pesar de eso, la mayoría de los médicos insistieron en no brindarme ayuda por “respeto al niño”.
El lupus es un padecimiento autoinmune que provoca que el cuerpo humano produzca anticuerpos dirigidos contra células y tejidos sanos. El resultado son daños masivos y lesiones inflamatorias a múltiples órganos. El embarazo no sólo podría empeorar el cuadro sino además agravar de manera definitiva los síntomas. Cuando mi amiga esgrimió su diagnóstico como causa para un aborto, no sólo recibió todo tipo de respuestas evasivas sino que incluso un médico insistió en que su deber “era morir para traer una nueva vida al mundo”. Una y otra vez, acudió a hospitales y consultas privadas, sin recibir otra respuesta que sermones morales y religiosos destinados a “convencerla” de continuar el embarazo, a pesar de su cada vez más crítico estado médico. Nunca tuvo acceso directo a los exámenes médicos que necesitaba para llevar a cabo el procedimiento — un laboratorista se negó a entregar los resultados de pruebas sanguíneas una vez que supo cuál era el motivo por el que mi amiga se los practicaba — y tampoco, ayuda ginecológica y psicológica. Por último, mi amiga debió recurrir a la ley para lograr obtener ayuda médica. A pesar de eso, sólo logró realizarlo casi al final del término legal para la interrupción del embarazo. Más de un año después de la experiencia, continúa sufriendo de graves secuelas físicas ocasionadas por el corto período de embarazo que tuvo que sobrellevar. A pesar de eso, no ha recibido ningún tipo de terapia ni mucho menos, apoyo psicológico: la mayoría de los expertos de su país continúan juzgando al aborto como “crimen” y que por lo tanto, se niegan a prestar apoyo y sostén psiquiátrico para casos semejantes.
Por supuesto, el caso de mi amiga no es un caso único: el aborto es un tema que debe atravesar la durísima percepción de la moral tradicional y sobre todo, el peso del machismo. Hay un juicio moral inmediato, una serie de pareceres éticos y morales que aparentemente, no admiten ningún tipo de excepción o justificación. Para buena parte de la sociedad, la palabra “aborto” remite a un crimen inquietante, a una decisión inadmisible que cuestiona incluso la identidad de la mujer, mucho más aún su rol social. Según ese criterio, para una mujer el aborto no debería ser una opción y la mera discusión de la posibilidad se plantea como una situación ética confusa, turbia y la mayoría de las veces inadmisible. Para la gran mayoría de las personas, el aborto no es una perspectiva sobre los derechos reproductivos femeninos, sino un concepto moral sin réplica alguna al que la mujer debe someterse sin titubeos ni tampoco, objeciones al respecto.
Claro está, hablamos de una sociedad obsesionada con la maternidad y la abnegación femenina como atributos ideales. Una percepción sujeta a cierta idea de sacrificio en la que se insiste como un modelo de conducta necesario. De manera que, el hecho una mujer no desee ser madre o que intente interrumpir el embarazo, plantea una polémica basada en confusas percepciones morales que pocas veces tiene un sentido concreto y que no incluyen la noción sobre la necesidad de la capacidad de decisión efectiva de la mujer sobre su cuerpo. Porque el aborto es un derecho de elección. Duro, doloroso pero que pertenece por completo a la mujer. O esa debería ser la opción más evidente. No obstante, no lo es: el aborto parece caer en esa grieta entre la presunción de la moralidad sugerida de un sistema legal que la mayoría de las veces la infantiliza el rol y la identidad femenina. Preocupa que la mayoría de las discusiones sobre el aborto no incluyan aspectos de vital importancia como la salud física y mental de la mujer y las consecuencias inmediatas que puede sufrir durante un proceso de gestación no deseado. La diatriba casi siempre parece insistir en ese sesgo esencialmente en ese juicio de valor inconcluso y religioso que dictamina la decisión incluso antes del análisis. La maternidad convertida en una contraposición y una lucha de la sociedad y la interpretación cultural con el cuerpo de la mujer como escenario.
El aborto es un hecho traumático que amerita atención médica especializada y sobre todo, brindar sustrato legal a la decisión efectiva de una mujer sobre su cuerpo. No obstante, son pocos los gobiernos del mundo que deciden legislar para asegurar las condiciones médicas, psiquiátricas y ginecológicas mínimas que la protejan. Una buena parte de las sociedades occidentales consideran el aborto como un crimen que debe ser castigado sin atenuantes. La estadística indica que en el 85% de los países del mundo el aborto es considerado no sólo un delito penal, sino que condena a la madre a penas mayores de diez años de prisión en caso de cometerlo. No obstante, al revisar el porcentaje en protección de madres en riesgo, los números muestran una realidad descarnada: solo el 25% de los países poseen leyes que brindan seguridad social y económica a mujeres con embarazos no deseados. ¿En que momento la salud reproductiva y ginecológica deja de tener relevancia en contraposición a las leyes que protegen al bebé que se engendra? ¿Por qué los derechos de la mujer sobre su cuerpo parecen sometidos a todo tipo de limitaciones y el peso de un conservadurismo con reflejo legal tan determinante? ¿Hasta qué punto casos como el de mi amiga C. reflejan el hecho que la legislación sobre el aborto sigue siendo una combinación de regulaciones subjetivas que se atienen a una opinión ética sin verdadera validez legal?
La filósofa Simone Veil — promotora de la primera ley que impulsó el aborto legal en Francia — solía decir que la capacidad de la mujer para concebir debe ser tan respetada como un derecho inalienable y eso, por supuesto, incluye la decisión eventual de interrumpir el embarazo cuando la mujer lo considere necesario. No se trata de una afrenta a la ética ni tampoco a la sensibilidad pública, sino de una comprensión muy clara sobre el control que todo ciudadano debe tener sobre su cuerpo. Una forma de asumir la individualidad como un elemento indispensable de justicia y equidad, pero sobre todo, un derecho inalienable que todo estado debe reconocer de manera absoluta.