Dar la batalla (cultural) en Cataluña
En las últimas fechas vengo leyendo tribunas en las que algunos de los más finos analistas se lamentan del alcance cultural del independentismo en Catalunya. De un modo más o menos directo, lo que estas lecturas vienen a decir es que no se puede hacer nada (ni siquiera política, y a eso iré en unas pocas líneas) contra un gobierno propagandístico que lleva años activando mecanismos psíquicos y culturales cotidianos a través del bombardeo mediático, las políticas educativas y la usurpación para la causa de personalidades prestigiosas y símbolos nacionales.
Reconozco mi sorpresa antes esta reacción, que juzgo un tanto resentida, por no decir inmadura. Me suena un poco a un "así no vale, ya no juego: te has infiltrado en la conciencia y el sentimiento de muchos catalanes, has logrado que el ansia de independencia pase a formar parte del sentido común y que el independentismo sea un rasgo de distinción social... ¡Así cualquiera!". Craso error, sencillamente porque las batallas culturales hay que darlas, no eliminarlas. Es lo primero que enseño a mis estudiantes de posgrado en consultoría política: con independencia de lo brillantes que sean la estrategia, el candidato o la propuesta programática, el bando que haya logrado colonizar el sentido común tendrá una ventaja difícil de remontar.
Prácticamente ninguna de las fuerzas políticas catalanas o estatales contrarias a la independencia parecen haber tenido en cuenta esta lección. Desde la oposición al independentismo nadie se está esforzando en gestar opinión pública. Concuerdo con que desde hace años, la Generalitat orquesta una suerte de propaganda de Estado capilarizada por medios de comunicación, instituciones y eminentes actores de la sociedad civil. Comparto la crítica sobre la dudosa legitimidad democrática de estos métodos. Pero nos guste o no, son modos de crear opinión pública, de dirigirse a la ciudadanía catalana para convertirla en protagonista de un devenir colectivo.
La oposición a la independencia, en cambio, se limita a denunciar las motivaciones espurias de los dirigentes del Govern (corrupción, avaricia financiera, egoísmo territorial...), así como su irresponsabilidad política a la luz de la frágil coyuntura política y financiera a nivel internacional. Es como si todos los días se limitasen a pasear un "tramabús" catalán: como pasó con el de Podemos, genera el mismo efecto irrisorio en los no convencidos, por más que reafirme a los críticos en su posición.
Plurinacionalidad y federalismo son hasta el momento las dos únicas propuestas alternativas sobre el tapete. Pero ninguna de ellas ha comenzado siquiera a librar la batalla cultural. No se les ha dado contenido ni se las ha teñido de expectativas. Ninguno de los dos conceptos suscita la imaginación de un futuro que justifique el cambio de postura de los partidarios de una República Catalana independiente. Antes bien, resulta evidente que es un mero negativo de la voluntad independentista, una oferta a la baja, un envite a chica.
Ya va siendo hora de dar contenido y color a esos conceptos, de explicar las ventajas que un estado federado catalán tendría para negociar bilateralmente con otros miembros de la federación, de promover el papel que tendría un Senado renovado como verdadera cámara territorial, y de negociar en torno a las competencias del autogobierno en materia de políticas públicas, servicios sociales y uso de la lengua y los símbolos nacionales. Ya es hora, también, de explicar cómo se reordenarían el resto de territorios del Estado, cuáles se constituirían como estados federados y a través de qué mecanismos.
El último ejemplo de la negligencia de las fuerzas estatales hacia la opinión pública es el reciente cambio de postura del PSOE en relación al 1 de octubre. En lo que sospecho fue un lapsus realista, Cristina Narbona reconoció que seguramente algo se acabaría celebrando ese día. Intencionadamente o por error, la primera fuerza de la oposición abandonaba el negacionismo que hasta entonces compartía con el PP. Sin embargo, el relato con el que enmarca ese probable acontecimiento no ha variado: se limitan a repetir que es un acto inconstitucional, luego ilegal y sin ningún efecto. ¿Acaso cree Cristina Narbona que si en efecto la consulta se va a celebrar, los que voten van a aceptar con melancólica resignación la absurda ilegalidad que habrán cometido? ¿No se dejarán más bien abrazar por el discurso celebratorio de una expresión de voluntad popular de la que con gusto se sentirán partícipes?
Hasta la fecha, solo hay un intento de enmarcar la consulta del 1-O en un relato distinto al de la desconexión. Proviene no sin conflicto de "los Comunes", y argumenta de este modo: lo que se dé en esa fatídica fecha será la expresión de la única mayoría sólida que existe hoy en Catalunya, la que quiere que se decida mediante un voto vinculante. Como con acierto explicaba Jorge Moruno en un texto reciente, lo que este marco intenta es cambiar el eje mediante el que se polariza la sociedad catalana: la cuestión no se dirimiría entre quienes quieren la independencia o permanecer en el Estado español, sino entre quienes creen que el pueblo catalán deber poder decidir o no.
Este frente interpretativo es aun tímido y, a la espera de que Podemos resuelva sus contradicción al respecto, no está del todo cohesionado. Pero al menos es un intento de generar una expectativa distinta sobre el mismo hecho, la ciertamente inexorable consulta de octubre, y de compensar su evidente falta de garantías para considerarla un referéndum legítimo. Es un intento, por tanto de dar la batalla cultural. Los demás ni siquiera lo han intentado. Ya va siendo hora. Ya llegan tarde.