Cuidar la universidad para regenerar Madrid
El pasado miércoles 25 de abril, día de la dimisión de Cristina Cifuentes, un numeroso grupo de profesores/as y alumnos/as de las Universidades públicas madrileñas desarrollábamos, con gran éxito de público y mediático, la actividad 'Másteres en la Calle', organizada por la plataforma La Uni en la Calle, que había realizado masivas protestas en los años de la crisis en defensa de la Universidad pública.
Se trataba de mostrar a la ciudadanía, y a los medios, en qué consiste un máster y un trabajo de fin de máster (TFM), y que se trata de unos títulos y de unos trabajos muy serios, fruto de un gran esfuerzo por parte del alumnado (también económico, debido a las insoportables tasas que hay en la Comunidad de Madrid) y una importante aportación al conocimiento científico y académico en la región.
La iniciativa era muy crítica, no solo con los ataques externos recibidos por las Universidades públicas (recortes, precarización del profesorado, subida de tasas, falta de personal y de medios, deslealtad institucional de la CM, etc.), sino también con las malas prácticas internas de las propias universidades y contra la 'cultura' universitaria de la endogamia, el amiguismo, la opacidad y la creación de espacios internos (coloquialmente "chiringuitos") escasamente controlados (institutos y centros de investigación, cátedras extraordinarias, fundaciones, etc.). Asimismo, criticábamos la falta de contundencia de las autoridades académicas ante el caso Cifuentes, que han dejado a la comunidad universitaria en estado de indefensión.
Dentro de esta actividad reivindicativa, nos encontrábamos en la plaza de Ópera profesores/as y alumnos/as del Máster de Estudios Medievales de la UCM, y, tras haber expuesto las características (y problemas) que tiene el máster, y cuatro brillantes TFMs (gracias, Pilar, Iván, Adrián y Gonzalo), dialogábamos ante el público (unas 50 personas), y ante los curiosos que se paraban a escuchar, sobre algunas ideas básicas del mundo medieval, como el contemptu mundi (el desapego del mundo) o la vanidad de las cosas materiales y del poder, cuando, muy oportunamente, llegó la noticia de la dimisión de Cifuentes y la plaza estalló en un alborozado aplauso.
Muchos de nosotros, duchos en la mentalidad medieval, no pudimos dejar de apreciar una interna conexión, una cierta justicia escondida, entre nuestra reivindicación y la caída de Cifuentes. Y no solo porque la caída de Cifuentes, que pocas semanas antes estaba en la cúspide e incluso parecía capaz de suceder a Rajoy, era un claro ejemplo de la pequeñez, precariedad y gratuidad de las cosas del poder y de la gloria, sino porque resultaba muy significativa su coincidencia con nuestro humilde intento de dignificar la Universidad pública que ella tanto había contribuido a degradar e incluso humillar.
En aquel momento, éramos muy conscientes de que la vergonzosa –y despiadada por parte de sus enemigos internos– caída de Cifuentes suponía un punto de llegada de 25 años de degradación y corrupción de la vida política y de las instituciones públicas de la Comunidad de Madrid, y que había arrastrado a la Universidad también a una de sus mayores crisis de credibilidad de los últimos tiempos, tras años de agresiones, ninguneos, campañas de desprestigio y deslealtad institucional hacia ella. En las charlas que sobrevinieron una idea se repetía: no se puede caer más bajo; es imprescindible regenerar la vida política y la vida pública e institucional de la Comunidad de Madrid, y en ese proceso de regeneración debe ser imprescindible corregir, mejorar, y cuidar la Universidad pública, una institución que es pilar en la vida económica, social y cultural de nuestra región.
Ya sea ahora, aprovechando esta crisis de gobierno, ya sea dentro de un año, tras las próximas elecciones, si es que Ciudadanos se empeña, como parece, en seguir prolongando la agonía y la indignidad que atenaza la política de la región, es necesario un nuevo pacto social en nuestra Comunidad que inaugure un periodo de limpieza, de rehabilitación, de frescura, de cambio de modelo social, productivo y cultural que no solo llegue a las instituciones sino al tejido colectivo y a las personas particulares que no podemos seguir viviendo ya en este clima comunicativo y político de bochorno y degeneración.
Ese nuevo pacto social debe incluir como uno de sus puntos clave un cambio radical en el modo de tratar a la Universidad pública. Podremos discutir con tiempo y las formas adecuadas –sin las imposiciones que hasta ahora se querían forzar para la ley madrileña de Universidad (LEMES)– cuál es el mejor modelo para la instrucción superior y la investigación en nuestra región, pero para ello antes es imprescindible lograr unos mínimos que saquen a la Universidad pública de la UCI en la que la han metido.
Se trata de unas pocas medidas muy sencillas, para las cuales solo es necesario tener voluntad política: revertir los recortes presupuestarios y llegar a una cantidad de inversión homologable a la de nuestros países vecinos (1,2% del PIB, unos 2000 millones frente a los 850 actuales); eliminar la precariedad del profesorado y asegurar unas condiciones de trabajo dignas, también para los miembros del PAS (en cuya formación y especialización hay que hacer un gran esfuerzo); reducir sustancialmente las tasas, hasta llegar a las cantidades anteriores a la crisis; evitar las injerencias políticas que degradan la autonomía universitaria; mantener la lealtad institucional, por ejemplo, en el pago inmediato, sin más dilaciones y triquiñuelas legales, de las sentencias perdidas por la CM, o en la implementación de campañas de difusión y prestigio del bagaje cultural, patrimonial, científico, etc., de nuestras universidades (¿por qué no hacer que nuestros rectores rindan cuentas en el pleno de la Asamblea de Madrid en sesiones seguidas por la televisión de la región? ¿Por qué no utilizar este medio de comunicación para difundir la labor y el patrimonio de nuestras universidades? Etc.).
Se trataría, en resumidas cuentas, simplemente de tratar a nuestra Universidad con el cuidado que se merece un componente fundamental de nuestro saber, de nuestros afectos y de nuestra memoria colectiva. A veces pienso que lo que se ha hecho con la Universidad pública en Madrid es como si alguien, una autoridad para más escarnio, entrara en el Prado y se liara a cuchilladas con los cuadros allí expuestos.
Pero cuidar la Universidad pública no es solo la obligación de las autoridades políticas de la región sino también, y sobre todo, de la propia comunidad universitaria, que debe eliminar ya de raíz de su seno cualquier atisbo de las malas prácticas administrativas y académicas que han llevado a esta crisis singular.
La comunidad universitaria, empezando por sus autoridades académicas, las máximas responsables, debe superar una cultura, heredada del franquismo, que la lleva a la endogamia y el enchufismo de índole caciquil, a la creación de pequeños centros de poder y de corrupción de baja intensidad, y a la opacidad y falta de rigor administrativo en algunos de sus procedimientos de selección y de promoción, etc.
He de decir que, desde mi punto de vista, algo, quizás bastante, se ha mejorado en los últimos años en estos aspectos, gracias a una paulatina toma de conciencia y de rechazo a estas prácticas. Pero creo también que aún hay mucho que mejorar y corregir, y que ello pasa por asumir de manera personal y colectiva el máximo rigor y la máxima rectitud en nuestra actividad cotidiana. Si no somos capaces de cuidarnos, y respetarnos como comunidad, ¿con qué legitimidad podemos exigir que nos cuiden y nos respeten desde fuera?
Nuestra responsabilidad es grande, porque sin una Universidad mejor, que recupere su papel protagonista en la vida económica, social y cultural de la región, no será posible regenerar la Comunidad de Madrid, sacarla del hediondo pozo en la que la han sumido políticos y empresarios corruptos y otras gentes de mal vivir.