#CuéntaloTambién
Existen políticas de gran valentía que, conociendo su exposición pública, se atrevieron a dar el paso de contarnos las violencias sexuales que sufrieron en la niñez o en la adolescencia. Yo estuve pensando en las mías, porque no hay mujer que no tenga.
Pensé en el exhibicionista que en el recreo del instituto esperaba en la puerta a las chicas para enseñarles su polla y salir corriendo. En el que se masturbaba en el pasaje que unía dos calles. En el profesional masajista que durante una sesión empezó a manosearme las tetas. Y, especialmente, en el hombre que una noche me siguió hasta cogerme del brazo y forcejear, teniendo que parar cuando otro hombre que pasaba en moto empezó a chillarle. Y no publiqué ninguna porque no me parecían graves. No tan graves como las que leía de Isabel Lozano, de Marian Campello o de otras tantas mujeres en la red.
Las mujeres vivimos desde que nacemos muchas más violencias que los hombres por razones patriarcales, y son tantas que las tenemos como parte normalizada de nuestras –corajosas- vidas. Tantas como para ya no categorizarlas entre graves o muy graves. Tampoco entre graves o leves, sino que algunas ni tan siquiera son consideradas: no son violencias, son lo de siempre.
Bajo esta óptica se entiende que para estimar a una mujer como violada, haya tenido que estar molida a palos. A través de esta mirada se comprende que, aquella noche en la que un desconocido persigue hasta terminar cogiendo del brazo y forcejea con una mujer, lo que verdaderamente haga entrar en pánico sea el contacto físico, porque la persecución termina sumando una más de un número ya indeterminado.
El neomachismo enseña que forcejear es pasarse de la raya de la violencia cotidiana aceptada y aguantada por las mujeres día tras día, para después decirnos que es de histéricas considerar como violación estar rodeada de cinco hombres sin que te hayan golpeado.
Recuerdo que mi amiga Regina se llama Regina no porque intuyesen su arrolladora fortaleza, sino en honor a aquella mujer de su pueblo a quien su marido mató a golpes en plena calle cuando ella intentaba escapar de su casa.
Nos hicieron del ámbito doméstico no porque nuestros vientres diesen a luz y por naturaleza nos perteneciese ese espacio, sino porque en él nos podían asesinar, acosar, insultar y violar con mayor facilidad. Y ahora que somos también de las calles, tienen que saber que no nos vamos a conformar tan solo con honrar a nuestras hijas con más nombres de mártires. Eso se acabó.