Cuarenta años sin maldición política latina
"La representación proporcional, la división horizontal de poderes -entre presidente y Asamblea- y el federalismo descentralizado y bicameral son los sistemas políticos más eficientes porque la utilidad social es mayor cuando diferentes ganadores pueden satisfacer diferentes grupos de preferencias de los votantes, y cuando se asignan responsabilidades sobre distintos asuntos a instituciones diferenciadas, o se establecen incentivos para la cooperación multipartidista en orden a producir mayorías más amplias que las requeridas por los gobiernos unificados, siempre y cuando existan mecanismos que desincentiven o penalicen el bloqueo y el conflicto. Todo ello combinado en lo posible con elecciones no concurrentes en los distintos niveles, de modo que las agendas de las distintas elecciones puedan incluir haces de asuntos diferenciados."
Josep María Colomer Instituciones Políticas (síntesis: AE)
Los tiempos en que vivimos parecen haber olvidado la influencia que ejercen las características del sistema político de cada país sobre el bienestar de sus ciudadanos. La razón de esta anomalía puede encontrarse en las cuatro salvajadas que han dominado el mundo desde los años ochenta, que analicé en la entrada anterior de este blog, ya que, al imponerse a escala global sobre las decisiones adoptadas en los países individuales, han desdibujado la capacidad del sistema político nacional para controlar el destino de cada nación. Paradójicamente, esta evidencia parece estar dando fuerza a las pulsiones irracionales que pugnan por volver al aislamiento nacional, mientras que la única forma eficiente de hacer frente a la globalización salvaje y sin reglas consiste precisamente en articular bloques trasnacionales democráticos y poderosos —como la Unión Europea— capaces de hacer frente al interés desregulador de las grandes corporaciones. Ciertamente, la UE no se ha caracterizado en el pasado reciente por su capacidad para hacer frente a la hegemonía global norteamericana, pero eso puede cambiar y será el asunto de otra entrada.
Estos días conmemoramos el cuadragésimo aniversario de lo que en otro lugar he denominado la "vuelta del hijo pródigo", y muy especialmente de la adopción de la Regla fundamental que dio pié al sistema político del que disfrutamos desde entonces. Aunque veinte años no sean nada (y cuarenta años dos veces nada, según la unidad de medida del tango) cuarenta años equivalen a la mitad de la esperanza media de vida de los españoles, lo que puede significar poca cosa en relación con la historia de nuestra especie pero es suficiente para evaluar lo que ha acontecido desde entonces para el español medio. Aquí deseo centrarme en comparar la vida del español medio de hoy con la de los españoles de los dos siglos precedentes, siguiendo en esto el análisis de Colomer sobre la historia de los sistemas políticos.
¿Qué estrategia siguieron los países para llegar al sistema democrático? Colomer detecta tres modelos en la historia de la ampliación de los derechos de voto, hasta llegar al sufragio universal: el anglosajón, el latino y el alemán o nórdico. El primero buscó la estabilidad concediendo estos derechos primero sólo a los más ricos, ampliándolos después paulatinamente -con lo que logró evitar saltos bruscos hacia nuevas mayorías-, controlando al mismo tiempo el sistema de partidos y reduciéndolos a dos mediante la aplicación sistemática de sistemas electorales mayoritarios a una vuelta.
En el modelo alemán -extendido después a los países nórdicos-, fue la derecha la que lideró el proceso de generalización del derecho de voto, creando también de forma repentina un electorado masivo (racionalizando el proceso a través del idealismo jurídico). La estabilidad trató de conseguirse en este caso mediante una estrategia compleja basada en sistemas de mayoría relativa y segundas vueltas electorales (con sistema proporcional, en el caso de la República de Weimar), que abocaba a la formación de coaliciones multipartidarias. En el caso alemán, la estabilidad se reforzó además evitando el control directo del Canciller por el Parlamento y dejándolo en manos del Bundesrat, cuya composición dependía de los gobiernos de los Länder y del emperador. En el caso nórdico el salto hacia el sufragio universal con representación proporcional fue una estrategia defensiva de los conservadores agrarios para evitar ser desplazados definitivamente del poder por el rápido avance de liberales y socialistas, reteniendo siempre una parte del mismo.
En el modelo latino, en cambio, la derecha tradicional -generalmente antiliberal y antidemocrática- resistió los cambios hasta que el sistema se derrumbó y la oposición revolucionaria amplió de repente el electorado, mayoritariamente analfabeto, que resultó presa fácil para los mensajes políticos mesiánicos. Este segundo modelo no dio opción al gradualismo; los derechos se consideraron indivisibles, encontrando su fundamento, no en la utilidad social, sino en el iusnaturalismo encarnado en las correspondientes declaraciones de derechos, nacidas de las revoluciones (que remeda en parte el dogmatismo religioso). Como muchas de estas revoluciones produjeron caos, los movimientos pendulares y la interrupción periódica del proceso de edificación del nuevo sistema social resultaron inevitables, siguiendo el modelo de "desarrollo antagonista", descrito por Albert Hirschman, según el cual cada etapa comienza desde cero, arrasando todo lo anterior. A esto es a lo que denomino la "maldición política latina".
Además, en ausencia de una delimitación temprana de los derechos de propiedad, los mercados tardaron en desarrollarse y resultaron ineficientes. El fuerte peso de la producción agraria tradicional -cuyos intereses dominaron al sistema político y fueron reacios a todo cambio- frenó el crecimiento de la productividad, la acción distributiva autónoma del mercado y la propia capacidad del Estado para suministrar bienes públicos, debido a la insuficiencia fiscal endémica. Las oligarquías latinas no concedieron derechos de voto, como tampoco pagaron impuestos de buena gana, lo que explica también el minimalismo educativo y la lentitud en la expansión del sistema de bienestar. La acumulación periódica de malestar provocó movimientos pendulares que aumentaban la incertidumbre y la entropía del cambio e interrumpían la acumulación de capital. A ello se une la mayor incertidumbre de un sistema jurídico estrictamente civilista ("haga el Parlamento la ley, que yo haré el Reglamento", dijo Romanones), un sistema de valores particularista (familiar o clientelar), y la subordinación del sistema político respecto al económico, no mediante mecanismos universalistas, sino como vehículo de extracción y asignación de rentas particulares (con dirigentes locales caciquiles escasamente especializados en la función política, confundida con su poder económico), que impidió el diseño de estrategias para organizar partidos nacionales amplios. Los equilibrios fueron siempre inestables, con tendencia hacia la alternativa revolución-reacción (amenaza de guerra civil, o golpe de Estado permanente). La consolidación de democracias estables resultó lenta, porque requirió tiempo para olvidar los traumas y para crear tradiciones (o sea, valores) de concordia y convivencia pacíficas, como escribió Pérez Díaz.
Del impacto de las reglas políticas sobre el buen funcionamiento del sistema, entre los casos analizados por Colomer sobresalen el de Finlandia y el de la II República Española. Finlandia fue el primer país en introducir el sufragio universal para ambos sexos en 1905 y la amplia participación electoral en su sistema unicameral con representación proporcional permitió al país integrar a todas la minorías, hacer frente a la dominación zarista, sobrevivir en democracia a la revolución bolchevique y acceder a la independencia en 1919, gobernándose desde entonces mediante coaliciones multipartidarias.
En el polo opuesto se encuentra la España republicana, en donde una compleja regla mayoritaria otorgaba al ganador entre el 67% y el 80% de los escaños de cada distrito, aplastando a la minoría, independientemente de los votos conseguidos. En combinación con un mal aporcionamiento (gerrymandering) de escaños por distrito, el sistema permitía además, que el partido perdedor en votos se alzase con la victoria en escaños. Todo ello impulsó la polarización de los numerosos partidos en dos bloques, con predominio de las posiciones políticas extremas, que no eran las de los partidos con mayor apoyo electoral. La regla electoral aconsejó a los partidos afectados negativamente en cada elección adoptar una estrategia frentista para recuperar el poder, lo que contribuyó a polarizar en extremo el enfrentamiento político. Además, la no correspondencia entre mayoría de votos y de escaños, tanto en las elecciones de 1933 como en las de 1936, dio argumentos a los partidarios de rechazar los resultados electorales para encabezar sublevaciones armadas, lo que condujo a la Guerra Civil. Muchos golpes militares de Iberoamérica se dirigieron también contra presidentes débiles elegidos con reglas de mayoría relativa. De ahí lo de la "maldición latina".
El modelo británico, parlamentarista y de mayoría relativa es, para Colomer, origen de políticas de confrontación, con fuerte propensión a que el gobierno se vea capturado por las preferencias de intereses minoritarios y con alternancia periódica completa de partidos en el Gobierno, lo que implica mayor inestabilidad en las políticas públicas e incertidumbre para los planes a largo plazo de los actores privados. Este modelo mayoritario -o "de Westminster"-, maximiza la satisfacción de los electores ganadores. Bien es verdad que es el más consecuente con la democracia representativa, pues maximiza la identificación del elector con su representante y minimiza la capacidad de las burocracias de los partidos para la selección negativa de la clase política (en función del clientelismo interno) para atrincherarse en el poder.
En cambio, las democracias pluralistas con representación proporcional, como la de Holanda, maximizan la participación y minimizan el conflicto o violencia políticas -y la insatisfacción de los votantes perdedores-, lo que contribuye a distribuir mejor la satisfacción respecto al sistema político a lo largo del tiempo y favorece las estrategias políticas de reforma paso a paso, o incrementalistas, cuya mayor utilidad respecto a las estrategias radicales quedó demostrada en el siglo XX. Sin embargo, la votación en función de listas electorales otorga un poder desmesurado a las burocracias partidarias, por lo que en ausencia de mecanismos de corrección, como las vigentes actualmente en el sistema alemán, el sistema termina corrompiéndose.
Desde el punto de vista del cambio institucional en procesos de transición desde regímenes no democráticos hacia regímenes democráticos -y para llevar a cabo reformas profundas dentro de estos últimos- las instituciones pluralistas resultan habitualmente preferidas porque en tales contextos tanto los grupos incumbentes como los opositores tienden a minimizar el riesgo de verse excluidos del poder por períodos duraderos y a optimizar sus estrategias apoyando la mayor apertura e inclusividad de las reglas para garantizarse una mínima cuota de poder a largo plazo. La evidencia empírica demuestra que de las 123 tentativas de democratización o cambio institucional profundo registradas entre 1874 y 2000 sólo continúa existiendo el 42% de los diseños en que se adoptaron regímenes parlamentarios mayoritarios. En el caso de los regímenes presidenciales o semipresidencialistas, el nivel de supervivencia actual se eleva al 56%, mientras que los regímenes parlamentarios con representación proporcional sobreviven en un 69%.
Pues bien, hace cuarenta años la Constitución española rompió definitivamente con la maldición latina y adoptó las mejores prácticas de ordenación del sistema político conocidas hasta entonces. No es este el lugar para analizar el sistema político-jurídico que emanó de la misma, que he estudiado en el capítulo 5.2 de mi obra Modernización y Estado de bienestar en España. No me cabe la menor duda de que a estas alturas sería beneficioso introducir reformas que corrigiesen los defectos en que se ha incurrido e incorporasen las mejores prácticas observadas desde entonces, como yo mismo he propuesto en lo que se refiere a nuestro sistema electoral. Pero lo que está por completo fuera de lugar es tirar todo ese esfuerzo por la borda y pretender volver a sistemas antidemocráticos de ingrata memoria, que fueron la causa principal del atraso secular de España y de otros muchos países latinos.