Cuando llega el frío
Los vigilantes de las cuestiones financieras vuelven a vaticinar un nuevo periodo de agujeros de más en el cinturón.
Incluso si las mesetas que rodean la cumbre del Teide se blanquean de nieve, el cielo de Tenerife invita a despojarse de la ropa sobrante y pasear sintiendo como el sol se tumba sobre la piel cual si fuera la novia siempre anhelada.
La misma sensación que percibo entre la negra lava y las “trincheras” de La Geria de Lanzarote, los bosques de La Palma (con los incendios últimos, todos los quesos son ahumados) o las dunas en las que ramonean las cabras de Fuerteventura.
El ligero tinto que en la más humilde casa de comidas se sirve en toscos vasos, regala sorbos de brisa salina y aromática (ante la malvasía ya se descubrió Shakespeare, ahorrándonos la reverencia).
Ahora les toca a los amables guanches sentir el mordisco del frío, aunque de un modo que no habían imaginado. La repentina quiebra de Thomas Cook (la legendaria agencia de viajes que expidió los billetes de Phileas Fogg) compromete la llegada de millones de turistas ingleses a las Islas, augura la cancelación de centenares de miles de estancias concertadas y deja en suspenso el cobro de las facturas acumuladas durante el verano.
Por su parte, Ryanair (sinónimo de simpatía en vuelo) juega a los chinos con el cierre de sus bases en el archipiélago, sosteniendo el puño cerrado ante la ansiedad de los operadores.
Demasiados empleos en juego; demasiadas esperanzas que se debilitan minuto a minuto; demasiada indiferencia por parte de quienes manejan los talonarios.
Me pregunto qué sentido de la responsabilidad cabe esperar de quienes han dejado a centenares de miles de viajeros sin billete de vuelta ni alojamiento en el que esperar una solución. Ni siquiera se han molestado en servirles una taza de té con la que engañar la frustración. Aunque se habrán reído con ganas si algún iluso ha pedido un whisky de malta con hielo para atemperar el cabreo.
La bancarrota de los trotamundos no parece un hecho aislado. Los vigilantes de las cuestiones financieras (que, claramente, no vigilan ni en nuestro nombre ni para nuestra seguridad) vuelven a vaticinar un nuevo periodo de agujeros de más en el cinturón.
Los augures romanos predecían el porvenir contemplando las vísceras de un ave destripada sobre el ara. Si el cuchillo respetaba el hígado y no salían las tripas manchadas de hiel, los vaticinios eran favorables. Más honrado me parece tal truco que las añagazas de los modernos profetas, que nos abofetean, nos culpan y nos condenan sin siquiera levantar la vista de sus platos decorados con pan de oro y cinismo.
Tras la patada en los cojones (qué fue si no) que supuso para el común de los mortales, no sólo la crisis motivada por hienas a las que nadie puso freno, sino la receta de austeridad impuesta por mortales poco comunes por lo desalmado y lo estúpido (a los que hemos tenido que sufrir en fotografías y vídeos, partidos de la risa sin que les afectara lo más mínimo que decidieran el estrangulamiento de Grecia, el descuartizamiento de Argentina o el asado a fuego lento de España y Portugal)... decía que, tras semejante puntapié, hemos tenido el privilegio de asistir a las enmiendas que los verdugos han emitido acerca de sus propias decisiones, reconociendo errores técnicos e ideológicos.
Eso sí, sin dimisiones ni correcciones del asesino método, que limpiar la basura es cosa de populistas.
Un buen amigo, poeta a tiempo completo y currante en lo que puede, me confesaba esta misma semana que cada aviso de recesión provoca en él el pánico:
En su honor, rescato este diálogo de Casona:
Rían los poetas si quieren; su lucidez desesperada los autoriza. Pero los demás, los que los leemos con agradecimiento y pasión, no podemos sino temblar por culpa de este nuevo frío que nos amenaza.
Dicen que uno de cada cien habitantes del planeta sale de semejantes tempestades con los bolsillos aún más llenos. Teniendo en cuenta todos los que terminan vacíos hasta de pelusas y de esperanza, no es difícil calcular la ética de tan selecta minoría.
Asco y lástima sentí la mañana en que, en un bar cercano al mercado, unos albañiles de contrato precario, poco sueldo y mucha jornada, celebraron la subida del índice bursatil cacareada por la televisión, convencidos de que la especulación con dinero ajeno era la base de su supervivencia.
Jamás en mi aldea se negó a un extraño acercar las manos a las brasas para deshelarlas, ni un tazón de caldo, por miserable que fuera, o un vaso de pitarra con que entonar el estómago y cercenar la soledad de los caminos en diciembre.
Hoy nos avisan que, en nombre de no se sabe qué idea de estabilidad, tenemos que estar preparados para entregar los tazones, las trébedes y las brasas del lar.
Y nos recuerdan que no es de buena educación quejarse en voz alta del frío que nos azota cuando aún octubre nos regala tardes templadas y ocres.
Hasta dueños del aire pretenden ser.