Cuando el tatuaje se convierte en una identidad cultural
Ötzi, que vivió hace más de cinco mil años, tiene en su cuerpo sesenta y un tatuajes con diferentes formas geométricas.
Los amantes de Astérix y Obélix disfrutaron de lo lindo en el año 2013, cuando vio la luz la publicación del álbum número 35, titulado Astérix y los pictos. En esta ocasión los irreductibles galos entraron en contacto con esta confederación tribal que habitaba en la actual Escocia, al norte de los ríos Forth y Clyde.
El álbum evocaba una realidad histórica. Los romanos afincados en las islas británicas sufrieron las incursiones de estos descendientes de los caledonios en el siglo tercero. De hecho, fue su arrojo y belicosidad, en parte, las que les obligaron a levantar el famoso Muro de Adriano.
Fueron precisamente ellos, los descendientes de Rómulo, los que les bautizaron como pictos o picti, que literalmente significa los pintados. Su denominación se debía a los tatuajes de color azulado que cubrían su piel –generalmente los brazos– y que realizaban bien con carbón vegetal, bien con óxidos de hierro. Su finalidad no era otra que atemorizar al enemigo. Y vaya que si lo consiguieron.
Sin embargo, los pictos no fueron los primeros en recurrir a los grabados corporales. La evidencia más antigua que disponemos se remonta al neolítico. En 1991 en un glaciar de los Alpes austro-italianos se encontró una momia tatuada que fue bautizada como Ötzi –el hombre de hielo– y que se encuentra actualmente en el museo de la ciudad italiana de Bolzano.
Este hombre, que vivió hace más de cinco mil años, tiene en su cuerpo sesenta y un tatuajes con diferentes formas geométricas. Algunos de estos grabados se disponen en grupos con varias líneas paralelas, lo cual ha hecho pensar a los estudiosos que es posible que tuvieran un carácter terapéutico, una especie, de acupuntura prehistórica.
En la moda de los tatuajes, como en tantas otras cosas, los egipcios no fueron ajenos. Una de las momias grabadas más famosas es la de Amunet, una sacerdotisa de la diosa Hathor –diosa del amor y la fertilidad–, encontrada en la ciudad de Tebas. Esta momia lleva tatuados motivos geométricos, formados por líneas y puntos, que podrían considerarse símbolos de fertilidad.
Dos finalidades diametralmente distantes de la que el tatuaje ha gozado durante mucho tiempo en Japón. En este archipiélago asiático durante siglos fue un signo de identidad de la yakuza –la mafia nipona–.
Parece ser que el origen de esta curiosa asociación se encuentra fuera de sus fronteras. Fue en China, durante el siglo octavo, cuando surgió la costumbre de tatuar a los criminales como castigo y así poderlos identificar más fácilmente. Esta práctica se importó en el país del sol naciente durante la era Edo (1603-1868), tatuando a los delincuentes en los brazos.
A pesar de todo, el arte del tatuaje tuvo una de sus mayores cotas de aceptación en el pueblo polinesio, el cual tenía por costumbre realizar grabaciones epidérmicas a los niños y a medida que iban creciendo ampliar la zona anatómica tatuada, hasta que llegaba un momento en el que prácticamente se alcanzaba la totalidad del cuerpo.
Habitualmente los tatuajes polinésicos tenían formas geométricas y su propósito era múltiple, por una parte los maoríes los empleaban para amedrentar a los enemigos y, por otra, en las Islas Marquesas, su intención tenía connotaciones erótico-sexuales.
En los últimos años se ha observado una renovación del arte del tatuaje en Nueva Zelanda, como signo de identidad cultural. Allí se conoce como Ta moko la marca que se realiza de forma permanente en la cara y en el cuerpo.
Hace apenas unos días Nanaia Mahuta se convertía en la nueva ministra de Asuntos Exteriores de este país oceánico, siendo la primera mujer maorí en ocupar este puesto. Los rotativos de medio mundo nos mostraban su foto con el típico tatuaje maorí a nivel mentoniano.
Hasta aquí todo en orden. Sin embargo, las redes sociales se hacían eco muy poco tiempo después de las críticas desairadas de una escritora neozelandesa –Olivia Pierson– que calificaba estos tatuajes de “feos e incivilizados”.
La verdad es que no deja de ser, como poco, llamativo este tipo de desafortunados comentarios cuando proceden del país en el que por vez primera en el mundo se reconoció el derecho al sufragio femenino sin restricciones. Corría el año 1893 y Nueva Zelanda se encontraba en la vanguardia de la tolerancia e igualdad.