Cuando dejamos de ser jóvenes
Todos, en alguna que otra ocasión, hemos soñado con volver otra vez a la juventud, con volver de nuevo a ese paraíso perdido.
A menudo utilizamos la palabra juventud para diferenciar, para trazar una línea. A un lado están los jóvenes, y al otro los adultos. Y en algún lugar, todavía en proceso de maduración, están los niños.
Se habla de un término que se aferra a unas connotaciones eminentemente físicas, a una cuestión de tiempo. Se cumplen años y, de un modo irremediable e irrenunciable, tarde o temprano se abandona ese páramo idílico e inespecífico llamado juventud para cruzar el estrecho que te adentra directamente al bosque espeso. A la hora de la verdad. A la edad adulta. Donde los errores se pagan y las penas dejan de ser un simulacro para ser una cruda realidad. Se habla de la juventud como de una isla paradisíaca que abandonamos en algún momento de nuestra vida y que jamás volvemos a encontrar. Todos, en alguna que otra ocasión, hemos soñado con volver otra vez a ser jóvenes, con volver de nuevo a ese paraíso perdido.
Pero en el fondo todos sabemos que hacerse mayor no es tan sencillo como cumplir años, ¿verdad que no? Es como una sensación que todos tenemos en la punta de la lengua. Y esto debería ser una buena noticia. Uno puede ser joven con cuarenta años y mayor con treinta y dos. Esa línea que separa al joven del adulto no existe en un momento del tiempo concreto, en realidad es un estado mental, y es de ese estado del que me gustaría hablar. Porque, y esto es algo en lo que creo firmemente, de él va a depender lo que seremos en un futuro, las decisiones que tomaremos y los caminos por los que transitaremos.
Para mí, el momento concreto en el que uno deja de ser joven es cuando deja de pensar que tiene “toda la vida por delante” y empieza a pensar que ante él no hay más que una terrorífica cuenta atrás que te dirige directamente hacia un pozo sin fondo, hacia el agujero más sombrío, profundo y desconocido de la humanidad. Ese es el momento crucial. Y por alguna razón no suele tenerse la menor idea de cuándo ni por qué se presenta, solo que está ahí, en algún lugar de todos nosotros, esperándonos, como una marca de identidad humana que se activa y se hace visible antes o después.
Dejar de pensar que se tiene toda la vida por delante es dejar de soñar de verdad, es ponerse barreras y es hacer de las responsabilidades obligaciones, del trabajo una condena, de los cumpleaños una losa de mármol, es perder la sonrisa fácil y dejar que el “deber” nos invada por completo arrinconando al “querer” hasta el cuarto más olvidado de nuestra alma. Es tomarse las cosas demasiado en serio y dejar de ser inocente para empezar a sentirse culpable. Incluso, si se me permite el atrevimiento, dejar de divertirse para empezar a aburrirse. Eso es hacerse mayor, y eso es lo que todos temen.
Si bien es cierto que todo sería más sencillo si alguien nos explicase alguna vez de qué va todo esto, ¿no es así? Pero lamentablemente no es el caso, así que somos nosotros los que debemos tomar una decisión. Una decisión personal que empieza por hacerse una sola pregunta: ¿qué es lo que yo quiero en realidad?
Os preguntaréis por qué os cuento todo esto, y mi respuesta es sencilla, nunca es tarde para luchar por nuestros sueños, nunca es demasiado tarde para volver a sentir que se tiene toda la vida por delante. Para quitarse el miedo a equivocarse y empezar a hacer y a ser quien realmente se es.
Yo escribí mi primera novela después de haber dejado inacabados muchos borradores, después de haberme levantado de la silla un millón de veces antes siquiera de haber escrito una sola letra. Yo escribí mi primera novela solo cuando dejé de pensar que perdía el tiempo, cuando dejé de pensar en si alguien la publicaría o no, en si a alguien le gustaría o no. Yo escribí mi primera novela cuando me olvidé de los años que tenía y empecé de nuevo a sentir aquello de tener toda la vida por delante, a respirar otra vez esa libertad, a olvidarme de la cuenta atrás y a dejar que los días, las tardes y los veranos fuesen otra vez interminables. Y fue entonces cuando empecé a disfrutar realmente con lo que hacía porque eso era precisamente lo que quería hacer, y no lo que debía.
De esta forma publiqué mi primera novela y solo unos pocos meses después publiqué la segunda, La chica del semáforo y el hombre del coche. Luego llegó la editorial Planeta, se interesó por ella y ahora la novela se puede comprar en todas las librerías del país. Lo que quiero decir con todo esto no es otra cosa que, a veces, lo imposible es justo lo que ocurre, y el verdadero éxito está en aprender a disfrutar del camino, no de esa parada llamada “fin de trayecto”.
Muchas veces me acuerdo, casi como si estuviese preso de una vieja adicción, cuando dejé ser joven y empecé a sentirme mayor. Y entonces vuelvo a empezar, ¿qué es lo que yo quiero en realidad?
Yo lo que quiero en realidad es no dejar nunca de soñar.
Cada día es único, una nueva oportunidad, y cada mañana me digo que la voy a aprovechar.
La cuestión ahora es, ¿qué vas a hacer tú?