Cuando al arte romano le saltaban chispas
En los últimos trajines decimonónicos, el arte romano le dio a Europa un calambrazo y fue redescubriendo a toda prisa bronces, marfiles, camafeos y demás en las domus de Pompeya. Aquel rosario inacabable de objetos que los arqueólogos extraían de Italia mal que bien, viajaron merced a la galvanoplastia en el espacio y el tiempo por el brote de coleccionismo severo que padecieron sires y consejeros, como Sir Ph. C. Owen en Londres, que vivían y reivindicaban el arte ante la invasión tecnológica.
Por estos lares, el coleccionismo vivo e incontenible, por ejemplo, del Marqués de Casa Laiglesia y de don José Casado del Alisal, generosos donantes, hizo que en España se aliasen la descarga eléctrica y el propio niño Baco. A golpes de luz, eso sí. Porque la galvanoplastia no fue otra cosa que el proceso y resultado de la deposición de una capa metálica sobre otra superficie mediante la aplicación de electricidad a un medio líquido.
Dicen los historiadores que los rusos se convirtieron en los maestros galvanoplásticos por excelencia gracias al amparo del zar Nicolás I, pero que nosotros, de nuevo, en pleno arrebato cultural de Cánovas del Castillo y del ministro Conde de Toreno... nos pusimos sin embargo a la cola de Europa: "nuestras producciones carecen de esa elegancia de formas, de esos perfiles y contornos bellos que siempre atraen al consumidor y más en este siglo de refinamiento en los goces más triviales", según reza el Preámbulo del Real Decreto de 31 de octubre de 1849. Al Gobierno no le dolían prendas admitir que aquí éramos capaces hasta de desbaratar incluso el método galvánico. Por eso nos dedicamos a adquirir en pleno regeneracionismo antigüedades sin número que reproducían, por ejemplo, en la planta parisina de Charles Christofle.
Desde que Luigi Galvani hizo "brincar" a una rana en plena ilustración, lejos de la voracidad del turisteo de Aranjuez, y Alessandro Volta se pusiese definitivamente las pilas, el "hada electricidad" o "fuego del cielo", verdadera fuerza a distancia, popularizó la técnica de la galvanoplastia, la fabricación eléctrica de piezas metálicas que resultaban ser absolutamente fieles al modelo original, sin daño alguno para este. Se trataba, en definitiva, de un procedimiento electroquímico que permitía mediante el replicado de reproducciones históricas que el público las contemplase en museos y colecciones de todo el mundo. El facsímil metálico pronto se puso de moda entre los burgueses de la Europa de Victor Hugo, Balzac y Pérez Galdós, y el realismo con retrogusto barroqueño y posbaudeleriano se impuso como el corsé o el polisón de nardos.
A Europa, decíamos, le dio una fiebre de combinación de pasado romano y futuro "eléctrico" recién inventado porque en esas contradicciones de lo antiguo y lo moderno siguió moviéndose a lo largo de su historia hasta las dos guerras mundiales. Y el museo comenzó a desarrollar una actividad frenética y facsimilar contra el olvido de la Roma clásica: era moderno en la técnica, pero con la vanguardia estética de un Praxíteles o un Pausanias. Así que empezó la febril y fabril reproducción "eléctrica" de los objetos desenterrados en las excavaciones arqueológicas entre 1880 y 1915, en plena explosión de la segunda revolución industrial. Que todo consistía entonces en la correspondencia dialéctica entre el Partenón ofrecido por Londres para el Casón del Retiro y las chispas y los rayos hacedores de copas, ampollas, páteras y vasos de la apoteosis de Homero. El Hada Electricidad obró el milagro y el Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, bajo el lema "Hagamos una excursión alrededor del mundo", abrió sus puertas en 1881 para la educación y el disfrute popular de las obras clásicas por abrumadora acumulación.
Es la época de las exposiciones universales, que arrancan con la celebrada en Londres en 1851, organizadas en Europa primero y más tarde en todo Occidente, gracias a la expansión del ferrocarril y el telégrafo, que legitimaban las primeras velocidades del hombre frenético, que es lo mismo que decir moderno. El Romanticismo se dio cuenta de su esquizofrenia hacia la mitad del siglo: al sentimiento trágico de la existencia y a la mirada medieval le adelantaron por la derecha el progreso y los avances tecnológicos. Así, apareció el movimiento Arts & Crafts, propugnado por John Ruskin, con William Morris como máximo exponente, que reclamó la categoría de arte para la cerámica y la ebanistería. Expertos de la época como Juan Facundo Riaño, que hacía gala de mucho pensamiento plástico-histórico, escribieron en un catálogo expositivo publicado por el South Kensington Museum de Londres en 1872 que en nuestro país ese arte se podía hallar incluso después de la caída del Imperio Romano, en tiempo de la monarquía visigoda: el asunto estaba en encontrarlo.
De modo que Riaño fue adquiriendo durante cuatro años numerosas piezas fabricadas con el método galvanoplástico para el futuro Museo de Reproducciones Artísticas, hasta que terminó de recibir objetos en 1915 porque no cabían más. Básicamente. Y porque las modas, cuando son tan exquisitas y burguesas, no van más allá del cuarto de siglo. Entre lotes de orfebrería romana altoimperial y metopas con centauros y lapitas, en aquella España de la Belle Époque se hizo un cambio de siglo con la bisagra de imaginación. "Tesoros eléctricos" recoge precisamente el otoño del romanticismo, en el que confluyen el interés por el pasado, el gusto por las artes aplicadas, los avances tecnológicos y el desarrollo urbano y humano de la ciudad, que en eso se resume su cotidianidad bifronte, complementaria y hasta bipolar.
Gracias a las no muy respetuosas excavaciones en la lava, decíamos, las colecciones halladas en Pompeya en 1748 y aún antes en Herculano, donde hacia 1710 se encontraron valiosos tesoros escultóricos, los arqueólogos y buscadores de tesoros surtieron de piezas de arte antiguo a los museos a través réplicas prodigiosas, y así empezaron a limpiarles el polvo sin ningún riesgo de rotura al Fauno danzante o al Doríforo de Policleto. Fueron apareciendo las grandes lucernas que quemaron un tiempo aceites aromáticos, los lampadarios para sepulcros con fantasma y penate, todo tipo de ajuares domésticos, sillas, cráteras, vasos de plata o argentum potorium de los togados muy gourmet a lo Charles Laughton en Espartaco, cántaros y escifos, soperas, fuentes con motivos vegetales, copas de vino en las que libaban los poetas y sus musas de carne mortal, comensales dados tanto a la gula como a la conversación, etc. Y los tesoros de Hildesheim y Bernay se replicaron sin cesar en grandes plantas y empresas dedicadas a la orfebrería y galvanoplastia, que es la cuadratura del círculo del XIX; como la manufacturera británica Elkington, que establecieron alianzas muy beneficiosas con museos.
En este "épater le burgueois" de la Antigüedad, el dominus romano exhibía ante sus comensales recostados en los klinés y los triclinium la vajilla de oro, plata y "múrrina", signos de estatus, y llegaba a repetirse la cena –la comissatio– si los convidados no se habían solazado lo suficiente, si bien el convite siempre era amenizado por un rex convivi y el trajín de esclavos sirviendo. Poco habían cambiado las cosas en los estertores del siglo XIX, con sus cafetines menudos y bohemios mirando hacia los balcones de los duques, aquel palacete en la Castellana del Plan Castro con toda esa utilería de lujo grecorromano brillando en su interior y su tráfago de mayordomía venida de provincias a servirle a Dios y a usted...
Esa nostalgia por el ornato que el hombre decimonónico y noventayochista sintió ante la frialdad y austeridad de la segunda revolución industrial –abismo de fealdad, decían– explica aquel virulento boom del ornamento que ha ordenado y racionalizado con esta formidable exposición Alberto Campano Lorenzo, bajo la creativa dirección de María Bolaños en el Museo Nacional de Escultura. Porque al final se trata de aquello que escribió Alois Rigel hacia 1900, de dejar claro que las artes decorativas eran el dominio del estilo por excelencia: el arte tenía que ser tan utilitario como una jofaina por la mañana. Lo cierto es que los historiadores y arqueólogos pueden llegar a un estado tan compulsivo y acumulador como el tesorero de un partido político, así que todas estas pequeñas obras de arte, hijas de la electricidad, después de ser adquiridas masivamente durante años... acabaron olvidadas en sótanos o vendidas como atrezo a estudios cinematográficos para alguna película capitoné de Edgar Neville con Conchita Montes.
*La exposición "Tesoros eléctricos" puede visitarse en el Museo Nacional de Escultura hasta el 11 de marzo, en Valladolid.