Covid-19: la salud pública en tiempos populistas
La pandemia de Covid-19 no es un problema más. Su causa es política y tiene mucho que ver con nuestro modelo capitalista de hiperconsumo.
“…la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormida en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en alcobas, suelos, bodegas, pañuelos, papeles; que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”. Albert Camus.
La lucha contra el coronavirus se encuentra en trance de salir de las manos de la salud pública, de la política de salud y de la coordinación del sistema sanitario para convertirse en un mero instrumento populista de oposición política y de respuesta legitimadora del Gobierno.
Hasta ahora habíamos conjugado correctamente la respuesta a la epidemia en la complejidad de la democracia. La política ha seguido a la salud pública en su estrategia de contención y mitigación. Otra cosa ha sido la narrativa, entre la banalización y la dramatización, y sin la mesura, la confianza y la solidaridad requeridas. La reciente escalada epidémica y económica ha alterado este delicado equilibrio.
La eliminación del virus, que algunos más que proponer exigen, solo podría conseguirse con un encierro total y sin relaciones interpersonales durante tres meses, algo que saben es inviable. Por el contrario, se trata de hacer lo posible: reducir la velocidad de transmisión para garantizar el funcionamiento la sanidad pública preservando en lo fundamental la vida económica y social. De eso se trata cuando hablamos de la salud pública como medicina social.
Sin embargo, los presidentes de gobiernos europeos y cada presidente de comunidad autónoma se han visto obligados a tomar cartas ante la ampliación de la pandemia -y sobre todo de la infodemia- mediante un salto cualitativo hacia medidas cada vez más drásticas. Así, el modelo progresivo de contención y mitigación ha dado paso al modelo de aislamiento y confinamiento parcial, ampliado al conjunto del país, salvo en el modelo de dejar hacer de Gran Bretaña.
Estoy entre quienes piensan que en una democracia cada vez más compleja no hay certezas ni respuestas simples ni inmediatas a los retos globales. También de que las medidas de salud pública deben adecuarse al discurrir de la epidemia. No es igual ante los casos importados que ya en las zonas de transmisión local.
Por eso, la imposición de un aislamiento tan parcial como generalizado es efectista, pero posiblemente no tan efectivo. A veces es incluso contraproducente, pues crea una falsa sensación de confianza. Es mucho mejor intervenir de forma selectiva, persuadir y responsabilizar que imponer. He defendido y defiendo que la respuesta a la pandemia es de salud pública y sanitaria, pero también política, económica y de responsabilidad personal. Por eso la necesidad de graduar progresivamente las medidas de contención y mitigación que dictan la epidemiología y la salud pública, ambas tradicionalmente olvidadas, en este momento de la pandemia. Y por supuesto en el marco de la defensa de la sanidad pública como derecho ciudadano, y no como negocio. Por eso no pierdo la esperanza y espero que no nos doblegue el pánico ni el oportunismo.
Algunos, ya desde antiguo, solo confían en el ordeno y mando, y siguen, erre que erre, con el no se nos puede dejar solos. Otros, la mayoría, confiamos en la gente, en lo público y en el país. Somos adultos. Aquellos aprovechan las crisis para infundir el miedo y pescar en el río revuelto del malestar social y la desconfianza en lo público. Es llamativo lo mucho que le gusta al populismo autoritario manosear y manipular la inseguridad y el miedo. Venga de la crisis económica o de la epidemia. Y tratan con ello de convertir el malestar en desconfianza del otro, en crítica a todo lo público y en nostalgia de la autoridad. Una nostalgia identitaria de un pasado plácido, una comunidad homogénea y una convivencia perfecta que nunca existieron. Todo de la mano del hombre providencial y su puño de hierro. Sin embargo, no ofrecen nada para recuperar la seguridad social, la confianza política y la esperanza.
Por eso han aprovechado la oportunidad, por otra parte previsible, del paso de los casos importados a la trasmisión local comunitaria para cuestionar el relato de la contención, incluso de la reforzada y de la mitigación apenas apuntada, para lanzarse sin más a la exigencia de una escalada de medidas de separación y confinamiento generalizadas. Una cuarentena global indiferenciada y a veces incluso retrospectiva. A ello se suma la amplificación de la infodemia, que posee dinámica propia, y donde las redes han reforzado las teorías de la conspiración y las fake news, ganando la partida a la epidemia y sustituyendo la banalización y la exposición mediática iniciales por la inseguridad y la simplificación de la alarma, de la nostalgia las medidas definitivas y de la autoridad competente.
No ha ocurrido solamente en España. Cada país, con su cultura política, ha intentado liderar la respuesta cuando se ha roto la falsa seguridad eurocéntrica con el desbordamiento de la situación: primero en Italia, luego en España, Alemania, Francia, y el resto de Europa. Húngaros y austriacos, con la reiterada amenaza el cierre de fronteras para todo. Italianos, forzados a reverdecer la unidad nacional frente a Salvini. Franceses de la grandeur presidencial y el liderazgo europeo a alemanes como cancerberos de la ortodoxia. Y Gran Bretaña, al margen de todo.
En España resulta muy curioso que quienes más reprochaban el intervencionismo público y la descoordinación del modelo autonómico sanitario sean quienes, con una mano, se salen del tiesto desde sus gobiernos autonómicos para hacer oposición política y competir por el liderazgo-manipulación de la crisis, mientras con la otra exigen la aplicación de su particular lectura del modelo chino con la exigencia del estado de alarma. Todo ello frente a un Gobierno timorato, que según Casado se refugia en la ciencia, y sobre todo es cómplice de la epidemia por su apoyo a las movilizaciones insalubres del feminismo del 8M, que según ellos estaría detrás del repunte de la pandemia.
Otra vez el relato falso de una causa última. Un relato falso del 8M como acelerante de la epidemia equivalente en la recesión económica al plan Zapatero como determinante de la crisis, alimentado por el positivo de las ministras, como si los contagios de los diputados y dirigentes máximos de Vox y del PP fueran solo efectos colaterales, de diferente naturaleza. Se trataría de oponer la ciencia al liderazgo, en relación con el coronavirus, como la demostración más clara de que Casado también va a utilizar la pandemia en su pugilato con Abascal por el liderazgo de la derecha extrema y el decisionismo. Resulta entonces que sería la debilidad del Gobierno y la unilateralidad de las comunidades autónomas lo que ha llevado al confinamiento global y a la declaración del estado de alarma.
Y no es verdad. La transmisión comunitaria, primero en Italia, y la incapacidad de la Unión Europea para coordinar, dotar y reforzar la respuesta, ha puesto la pelota en el ámbito de los estados, que se han visto arrastrados a la recuperación angustiosa de la legitimación propia mediante la sobreactuación populista del estado de emergencia o alarma. En el camino se ha quedado la respuesta integradora de salud pública, sustituida por la policía sanitaria, y se ignora la complejidad democrática que requiere diálogo, coordinación y colaboración en la incertidumbre, sustituida por la simplificación nostálgica del autoritarismo. Sin embargo, las medidas de prevención, atención sanitaria y contención del virus tenían y tienen perfecta cabida en la ley de salud pública aprobada en 2011 y casi olvidada desde entonces. No es necesario limitar derechos, ni siquiera aparentarlo, con el estado de alarma o el estado de excepción. Basta y sobra con la salud pública, el liderazgo político y la responsabilidad ciudadana.
Se puede olvidar que tenemos un buen registro epidemiológico y una excelente comisión de alertas y emergencia sanitarias; que nuestro Consejo Interterritorial ha garantizado la coordinación de los servicios sanitarios autonómicos; que contamos con quizá una de las mejores sanidades públicas, con un gran grupo humano y unos recursos tecnológicos de calidad. Pero algunos solo confían en el ordeno y mando, cuando no en el palo y tente tieso, por eso aprovechan la crisis para infundir el miedo y pescar en el río revuelto del malestar social y la desconfianza en lo público. Son los mismos partidos conservadores que en la crisis alimentaria de la carne mechada consideraban más que suficiente la autorregulación de las empresas y la debilidad pública como garantía de calidad.
Más paradójico es aún la forzada compatibilidad entre el modelo autoritario de abordaje de la crisis y las propuestas liberalizadoras y de socialización de pérdidas del PP y de sus gobiernos autonómicos o del Ayuntamiento de Madrid.
Además, aprovechan la pandemia para lograr la paralización de cualquier medida de mayor compromiso laboral o fiscal mientras refuerzan sus propuestas de rebajas fiscales y veto a los cambios comprometidos por el Gobierno de coalición.
La declaración del estado de alarma y la centralización de decisiones no añade algo realmente sustancial en materia de recursos y coordinación, como no sean las sanciones, y tampoco será más eficaz. Corremos el riesgo de que, al calor de la pandemia, se imponga la manipulación del miedo y la estrategia de policía sanitaria frente a la salud pública. No es casual el linchamiento de Fernando Simón y la fórmula de la autoridad competente como sustituto. Se trata de sobreactuación mediática e infodemia.
Por otra parte, la declaración de estado de alarma también ha provocado reticencias autonómicas y el PP de Casado no ha tardado en pasar factura: para él, una respuesta tardía de un Gobierno irresponsable y sin liderazgo. Sin embargo, nadie le ha reprochado al PP que la mitad de los casos y la mayor trasmisión comunitaria en Madrid y la escasez de recursos humanos y materiales sea también fruto de su gestión sanitaria como Gobierno de la comunidad.
En definitiva, la ley de salud pública y las leyes de las comunidades autónomas tienen capacidad sobrada para regular con garantías las respuestas de contención, aislamiento o cierre que consideren necesarias las autoridades de salud pública. Con decisiones de emergencia como ésas últimas se desapodera a la salud pública moderna para reducirnos de nuevo a ser una mera policía sanitaria. Tan frustrante como probablemente inútil.
Hoy, el estado de alarma es el bálsamo de fierabrás que responde a una exigencia de máxima contundencia frente a la pandemia. Lo malo es que, como en El Quijote, lejos de curar, solo servirá al interés de los caballeros. Por eso mi crítica. Cuando vean que no hace milagros, pedirán el estado de excepción y la cabeza del Gobierno. Ahora que se cede a la aprobación del estado de alarma, ya empiezan diciendo que se hizo tarde y luego cuestionarán la ligereza de sus contenidos. Solo será de verdad si ellos lo aprueban y lo gobiernan. No es la epidemia. Se trata de quién tiene el poder. Ni antes era una gripe banal, ni ahora es una guerra total. Se trata de una pandemia que hay que reducir: por nosotros y sobre todo por los más vulnerables, tanto de aquí como también de los países empobrecidos. Lo fundamental es la prevención, la sanidad pública y nuestra responsabilidad. Somos adultos y no necesitamos imposiciones.
La pandemia de Covid-19 no es un problema más. Su causa es política y tiene mucho que ver con nuestro modelo capitalista de hiperconsumo. Su desarrollo y la forma de enfrentarlo también son políticos. Los modelos de respuesta técnica y política son muy amplios, van desde el dejar hacer hasta el autoritarismo. Cambiará la salud pública y cambiará la política. Nuestro mundo no será el mismo y parece que existe el riesgo de no vaya a ser tampoco mejor.