Corren malos tiempos para la paciencia
En unas horas llegará un mensajero a mi casa con el último libro del tres veces Pulitzer Thomas Friedman. Lo compré esta mañana en Amazon. La operación me llevó menos de un minuto porque opté por pulsar el botón de "comprar en un click". Hasta que llegue, me entretendré viendo otro capítulo de TheSinner en Netflix. Pulsaré el botón de "Omitir Introducción", pero le diré que no a la propuesta de continuar con el siguiente capítulo una vez terminado este, eso creo.
Desear algo y disponer de ello de manera casi inmediata es difícil de rechazar. ¿Para qué esperar si puedo disfrutarlo ya?
Esta afirmación que desde un punto de vista hedonista resulta incuestionable, ha sido, sin embargo, puesta en cuestión a lo largo de la historia, desde la religión, la filosofía y más recientemente la psicología.
Todos los grandes cultos predican las virtudes de la paciencia. El Antiguo Testamento, por ejemplo, en su libro Proverbios, recoge esta cita: "Más vale ser paciente que valiente. Más vale dominarse a sí mismo que conquistar ciudades". Resulta lógico que desde los púlpitos se exhorte a desdeñar las prisas y abrazar la templanza, básicamente porque todas las religiones propugnan la reflexión como método de entrar en contacto con sus divinidades.
La filosofía, por su parte, también ha abordado la importancia de dominar las pulsiones internas. Sirvan estos ejemplos: en la Grecia Clásica el estoicismo defendía la necesidad de tener una vida contenida. Siglos después, Kant enunciaba este aforismo: "La paciencia en la fortaleza del débil". Rousseau decía "La paciencia es amarga, pero su fruto dulce". Nietzsche, a su vez, proponía "Ver, pensar y hablar con calma". En un momento más contemporáneo, en el año 1947, el laureado Rafael Sánchez Ferlosio escribía en la revista Alférez: "Anda muy escasa la virtud de la paciencia".
Despotricar, por tanto, contra el modo en que la sociedad actual abraza la inmediatez no es nada original.
Detengámonos ahora con más interés en el tratamiento que da la psicología a la actitud de urgencia, por su vigencia y, sobre todo, por su base científica.
En los últimos 50 años se han llevado a cabo numerosos estudios para poner de manifiesto qué consecuencias tiene sobre la persona el ritmo con el que aborda las tareas cotidianas.
Quizás la investigación más emblemática que se conoce es la que llevó a cabo el profesor de Stanford Walter Mischel a finales de la década de 1960. Seguro que lo recuerdan. A unos niños de entre 3 y 6 años se les dio a elegir entre tomarse un dulce en ese momento o esperar 15 minutos y recibir dos. El autor hizo un seguimiento de los niños durante 20 años y concluyó que aquellos que demoraron la gratificación habían tenido más éxito académico.
Ya en nuestro siglo, los estudios realizados coinciden al identificar dos tipos de beneficios asociados a la paciencia. En primer lugar, los individuos con una actitud más serena, menos dados a la urgencia, muestran una marcada inclinación hacia la cooperación y la empatía. Es decir, son capaces de interiorizar mejor cómo se sienten los demás y ofrecer ayuda allá donde haga falta, por lo que desarrollan relaciones de mayor calidad.
En segundo lugar, estos mismos sujetos más tranquilos se benefician de disfrutar de una estabilidad emocional mayor, menor propensión a la depresión y a las emociones negativas.
Las secuelas de vivir bajo un estado de urgencia, de aquí y ahora, pueden extenderse a otras circunstancias vitales. La principal consecuencia de la inmediatez es que no deja espacio a la reflexión. Comprar tan rápido mi libro del principio no me ha permitido ver otras opciones que me ofrece Amazon y que pueden ser más interesantes. Saltar de un capítulo a otro de mi serie de Netflix, cercena el espacio necesario para analizar y poner en orden lo que acabo de terminar de ver.
Todos los días nos enfrentamos a situaciones que nos obligan a reflexionar: qué camisa me pongo, qué como hoy, quedo o no quedo con Juan, qué veo en la tele. En muchos casos son situaciones intrascendentes que no nos traerán grandes males si las abordáramos de manera impulsiva.
No obstante, hay otros momentos en la vida que sí exigen detenerse un tiempo, como dicen los toreros son instantes de parar, templar y mandar. Se trata de situaciones que van a marcar una parte de nuestra vida o toda ella, que van a implicar a otras personas o que pueden hacernos llevar la cruz del arrepentimiento durante años. Hablamos, por ejemplo, de elegir una carrera, hacer una inversión importante, tener hijos con alguien en concreto, o realizar una práctica deportiva de riesgo.
Actuar con paciencia permite disponer de un espacio de análisis que ubica al actor en el camino correcto hacia su objetivo. Un estudio suficiente de los antecedentes y probables consecuencias de cualquier iniciativa no solo genera una dulce sensación de seguridad, sino que, y más importante, empodera a la persona como ideólogo de sus actos.
Cualquier acción viene siempre precedida de una decisión y esta de un análisis, superficial, casi inexistente o más profundo. Cuando una persona toma una decisión impulsiva, impaciente, irreflexiva es porque alguien la está tomando por ella.