Contra la miseria del parlamentarismo
Cuando la Constitución Española de 1978 cumple cuarenta años, se multiplican las tribunas de opinión que ejercitan la memoria individual y colectiva sobre estas impresionantes cuatro décadas de España. Cómo éramos, cómo hemos sido, cómo somos, cómo hemos llegado a serlo.
Constitucionalista, de formación y de generación. Así me vengo definiendo desde que fundí mi interés apasionado por los trepidantes acontecimientos que jalonaron la Transición, durante mi adolescencia y primera juventud, y mi empeño en el estudio del Derecho Constitucional, a cuya enseñanza y exégesis dediqué los mejores años de mi actividad profesional. El cultivo del parlamentarismo era -y fue, en este contexto- el epítome de lo mejor de la consolidación de la democracia y su posterior desarrollo. Pero, en lo personal, el parlamentarismo fue también el motor de mi propia admiración, e incluso de mi aproximación a la actividad política.
Todavía hoy me es difícil describir la emoción -sí, aquel sentimiento legítimo, de sentirme honrado por el privilegio de ver realizado un sueño- cuando, en marzo de 2000, conseguí por primera vez un escaño en el Congreso.
Intentando hacerme cargo de la entidad y la historia de esa institución que encarna la representación de la soberanía popular (art. 1.2 CE), cada vez que actué e intervine en el Congreso de los Diputados me esforcé por no decepcionar la expectativa generada por quienes allí estamos un tiempo que no dura siempre. Desempeñando, por cierto, una tarea basada en un fragilísimo y siempre provisional vínculo de confianza con la ciudadanía. Consciente de que, mientras dure, se espera de nosotros que hagamos lo que debemos, en la mejor medida de nuestra capacidad, de modo ejemplar.
Por ello me duele tanto el síndrome del rufianismo que apuntala la miseria del parlamentarismo (si es que se me permite parafrasear aquí a Proudhon). Porque ese síndrome describe la degradación insondable a que ciertos personajes parecen querer conducir a la institución parlamentaria para reducirla a su nivel -en otras palabras: a escombros-. Y porque la miseria del parlamentarismo que miserabiliza los comportamientos políticos en aquella institución que debería ser ejemplar deriva en una imparable secuencia de miseria de la democracia.
Es también cierto, sin embargo, que para acertar a explicarse lo que nos está pasando no es requisito imprescindible haber sido diputado/a ni haber dedicado una vida a leer, estudiar y escribir acerca de los Parlamentos. Cualquiera puede intuir que, para actuar como Rufián, sólo hacen falta premisas cuya lesividad no puede nunca descontarse: empezando por la falta de respeto por la imagen de uno mismo (en este caso, por sí mismo), condición sine qua non para faltarse el respeto a la institución, y a los demás (de hecho, a todos los demás). Y, a partir de ahí, perdido ya cualquier sentido del respeto por uno mismo y los demás (y por la institución) el continuado derroche de estilo faltón, grosero y dolosamente ofensivo e insultante en cada puesta en escena del que el rufianismo hace gala, requiere una disposición para la disrupción del discurso y de la argumentación que no están tampoco al alcance de todos los paladares: así, la parafernalia, el attrezzo, la escenificación y la brutalidad, carente de freno ni escrúpulo.
Cómo no, el derecho parlamentario provee también algunas herramientas útiles para prevenir y corregir los excesos más intolerables (arts.16, 21.3 y 99 a 106 del Reglamento del Congreso de los Diputados). En especial, el art.103 RCD prevé la llamada al orden del diputado/a que profiera "conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o de sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad", "cuando en sus discursos faltaren a lo establecido para la buena marcha de las deliberaciones", "cuando con interrupciones de cualquier otra forma alteren el orden de las sesiones", y "cuando (retirada la palabra) pretendiere continuar haciendo uso de ella". El art.104 prevé la sanción del diputado/a que hubiese sido advertido tres veces, incluyendo su expulsión ejecutiva del Pleno por parte de la Presidencia en ejercicio de sus potestades de aseguramiento del orden interior en la Cámara.
Nada hay, sin embargo, tan efectivo (y necesario) como actuar -aquí, ahora-, en la mejor defensa de nuestra capacidad de vivir y convivir en una sociedad democrática, que tanto nos costó conseguir hace cuarenta años. No es preciso remontarse a ninguna idealizada ensoñación de la oratoria de parlamentos pretéritos. El parlamentarismo de estos años ha conocido también maestros de la palabra: de Óscar Alzaga a Peces Barba, pasando por la revelación de Solchaga, Tamames o Solé Tura, por mentar sólo ejemplos en las constituyentes... Era (ergo sigue siendo) posible marcar la diferencia política sin cargar la tinta un ápice en la ofensa personal.
Y para combatir el actual estado de postración del debate que ya se asoma a la miseria del parlamentarismo, nada habrá tan efectivo (y necesario) como que la ciudadanía defienda la democracia frente a los tribunos de la plebe que quieren acabar con ella difuminando la tenue línea que aun hoy separa la política trocada en teatro e impostura de aquélla que la asemeja a un circo de payasos y fieras.
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