Consumidores frente a ciudadanos digitales
De modo imperceptible pero constante, la tecnología digital ha ido introduciéndose en nuestras vidas. De igual manera, a lo largo de los últimos meses hemos asistido a una paulatina eclosión de los debates sobre distintos aspectos relacionados con la regulación y efectos del uso de la tecnología en actividades sociales y económicas. Difícilmente habrá pasado un sólo día del año en que en nuestro medio escrito generalista favorito, sea el que sea, no haya aparecido, un artículo de opinión sobre, por ejemplo, las actividades de empresas tecnológicas, el impacto de la automatización en el trabajo, la necesidad de eliminar brecha digital o la importancia de la ciberseguridad.
Una de las cuestiones centrales del debate tecnológico es cuál ha de ser el eje en torno al cual han de girar los esfuerzos regulatorios de los gobiernos e instituciones. En la cuestión, se configura una trinchera que separa dos bandos irreconciliables, cuyas diferencias crecen con el tiempo. De un lado, la primacía del desarrollo económico y el consumidor. De otro, la preeminencia del crecimiento social y el ciudadano. Podemos apreciar indicios de la existencia de las dos aproximaciones enfrentadas en su visión de la digitalización en cada una de las batallas que se libran en el mundo digital.
Fijémonos primero en el cada vez más ubicuo acceso móvil a Internet. Tras la histórica multa impuesta por la Comisión Europea a Google por presuntas prácticas monopolísticas en la distribución de Android a fabricantes, la empresa americana cerraba su alegato anunciando su decisión de apelar por considerar que su modelo de negocio es beneficioso para los consumidores. Mientras, se silenciaba cómo la presencia de Android en el 80% de los dispositivos móviles inteligentes de Europa ha contribuido a mantener en el tiempo que Google sea quien ofrezca prácticamente en exclusiva a los ciudadanos las respuestas a sus búsquedas en Internet, condicionando decisivamente de este modo su visión del mundo y opiniones.
El caso de las burbujas informativas que se crean entre los usuarios de Facebook ha tenido también una presencia constante a lo largo del año. La manipulación mediante la propagación de desinformación sólo es posible en un entorno en que se acepte, de entrada, dejar de ser ciudadano y pasar a ser un mero consumidor, ser considerado objeto para una segmentación publicitaria a cambio de recibir noticias de nuestro entorno. Como bien describe Jordi Minguell, lo sucedido alrededor de Facebook no es más que una consecuencia de comportarse como consumidores en los espacios que debemos actuar como ciudadanos. La consecuencia, de la que cada vez hay más evidencias, es un empobrecimiento de los debates públicos argumentados y el auge los extremismos populistas, como ha sucedido con el caso del Brexit o las elecciones presidenciales USA.
Existirían ejemplos en todas las esferas de nuestras vidas de nuestra aceptación de actuar como consumidores en cualquier ámbito, incluidas las más íntimas como los afectos. No obstante, en ningún lugar se manifiesta más que en el uso de los servicios de la (mal) llamada economía colaborativa. Los efectos de nuestro beneficio inmediato como consumidores de los servicios de alojamiento (no tan) ocasional o de entrega a domicilio de comidas comienza a tener impacto visible, respectivamente, en el encarecimiento de la vivienda o el aumento de la precariedad laboral. Efectos también perjudiciales sobre la movilidad en las ciudades están empezando a emerger como consecuencia de la adopción de los servicios tipo UberPop o Lyft.
El comportamiento como consumidor antes que como ciudadanos no sólo guía nuestro uso de los servicios digitales. Basta ver nuestra actitud al respecto del consumo de energía y sus efectos sobre el cambio climático. De este último caso, debemos tomar las lecciones para el uso de los servicios digitales. La falta de moderación en el consumo de la energía a lo largo del siglo XX, incentivada por su progresivo abaratamiento nos ha llevado a la emergencia climática global en la que estamos. No debiéramos permitir que sucediera que el desaforado uso de los servicios digitales condujera a la destrucción de un modelo de sociedad que, con luces y sombras, mantiene un equilibrio entre crecimiento económico y desarrollo social.
La solución al nudo gordiano de consumidores frente a ciudadanos digitales no es el neoludismo, sino en un uso inteligente de la tecnología. En su reciente obra "La locura del solucionismo tecnológico", Evgeny Morozov presenta ejemplos de ejercicios tecnológicos de diseño adversativo (adversarial design) que sirven para mostrar los efectos de nuestro consumo de energía sobre nuestro entorno climático inmediato (e.g. provocar con sensores la marchitación de nuestras plantas de hogar superados ciertos umbrales de consumo de energía). Ejercicios similares podrían realizarse para mostrar el consumo excesivo de servicios digitales sobre nuestro bienestar inmediato, bien reales o simulados (e,g. decrecer nuestros ahorros mediante una donación si hacemos un uso desproporcionado de compras en plataformas de Internet en relación a la realizada en comercios minoristas).
Los poderes públicos podrán mitigar las consecuencias indeseadas de la digitalización, que siempre existirán en algún grado. Sin embargo, no podemos escondernos tras los gobiernos para huir de nuestra propia responsabilidad. Como bien recordaba recientemente Douglas Rushkoff, "nadie nos obliga a utilizar la tecnología de una forma tan antisocial y atomizada. Basta con que no nos convirtamos en los consumidores y perfiles individuales que quieren nuestros dispositivos y plataformas; recordemos que el ser humano verdaderamente evolucionado no opta por una salida individual". En la integración de la tecnología digital en nuestras vidas, nuestra visión a largo plazo como ciudadanos ha de prevalecer sobre nuestra faceta cortoplacista de consumidores.