Conformismo o rebelión
Entre marzo y abril han florecido los movimientos de protesta contra el cambio climático, desde “Fridays for Future” hasta “Extinction Rebellion” que han movilizado con distinta fortuna a estudiantes y jóvenes. En más de 1209 ciudades en 92 países, millones de jóvenes trabajaron para salir a las calles los viernes, en manifestaciones y acciones públicas. Se extiende la conciencia sobre la defensa de una actitud más consecuente contra el calentamiento global y un planteamiento mucho más crítico ante la situación de emergencia planetaria: Los efectos de esta crisis son devastadores, tanto por el aumento de niveles intolerables de consumo de energías procedentes del carbono, como por la erosión y pérdidas de agua y deforestación, que se están consumando ahora mismo ante nuestros ojos. Este proceso, además, cuenta con el apoyo o tolerancia de algunos gobiernos europeos unidos a los nuevos fanáticos de la destrucción; se reproduce por todas partes, en el Amazonas, Alaska, la Antártida o en la ribera del Mediterráneo, por citar unos cuantos de los lugares en mayor riesgo.
La Semana Internacional de la Rebelión Contra la Extinción, se celebró en un centenar de países, con el horizonte de la campaña 2020 de rebelión por el clima; en España, se saldó con acciones en media docena de ciudades organizadas por el movimiento Extinción Rebelión. La fragmentación de actuaciones y la diversidad de movimientos muestran a las claras que en nuestro país no hay una política común coherente con un programa de acciones públicas concertadas. Entre el separatismo, el animalismo, los toros, la caza y otras preocupaciones, tan legítimas como parciales, que están últimamente tan de moda, el planeta se extingue sin apenas proyectos integrales sobre la capacidad de defender la vida, que es claramente nuestra primera prioridad como españoles. Los políticos ibéricos manejan los datos para maquillar las circunstancias mediante discursos “buenistas” y propuestas “tecnológicas”, haciendo olvidar que hay medidas inaplazables, esas que, por cierto, tanto coste electoral tienen para los regidores locales que las aplican.
Las ciudades de todos los tamaños son vitales para acometer estas batallas estratégicas porque los gobiernos se han otorgado ya muchas indulgencias en la larga dejación de la que adolece nuestro país en la lucha democrática contra el cambio del clima. A los equipos de la corrupción conservadora, local y autonómica, estatal y a la carta blanca de Rajoy en su retraso cómplice se debe atribuir parte de la responsabilidad por no sofocar o mitigar los daños ambientales. España sigue indecisa. A esta pusilanimidad se han unido los parcos resultados reales de las elecciones generales en materia climática. Pocos representantes ecologistas, pocos ambientalistas, pocos políticos comprometidos y pocos programas realizados o realizables. Una pena que sigan las dispersiones políticas y electorales de EQUO y la división flagrante de las fuerzas democráticas, denunciadas por Greenpeace España cuando los debates en RTVE, con las inteligentes pancartas que rezaban “Candidatos ¿la crisis climática para cuándo?” o la tremenda sentencia de que “Vuestro silencio nos está costando la vida y el planeta”.
La autosatisfacción se pega a cualquiera con la conciencia tranquila. Ni las dramáticas llamadas de Harrison Ford, Leonardo di Caprio o Greta Thunberg, parecen conmover a la gente. El precario Gobierno de hace un año, del socialista Pedro Sánchez, propuso al menos los ejes de algunas reformas que todavía parecen milagrosas, o complacientes. Sobre todo, tras el período de corrupción y entrega indefensa a las compañías eléctricas, como el autoconsumo sin trabas, el anteproyecto de ley del cambio climático, el PNIEC, la estrategia para una transición justa y la derogación del impuesto al sol, que constituyen compromisos y declaraciones de principios que no se deben infravalorar, pero que no hay manera de que se plasmen en hechos. Con tanta inestabilidad política, tan corto alcance de miras ambientales y, sobre todo, con tantos intereses en dar alas al modelo del carbón y los combustibles fósiles, continuamos posponiendo la implantación de medidas realmente efectivas para superar las carencias actuales, seguimos tan obsesionados con la “unidad de la patria” en lugar de asegurar la defensa de la península ibérica, los ríos y costas sin fronteras, y sus ecosistemas vitales.
El Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) 2021-2030 se entregó a la UE en febrero de 2019. En él se definen los objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, de penetración de energías renovables y de eficiencia energética. También se determinan allí las líneas de actuación y la ruta que, según los modelos utilizados, sería la más adecuada y eficiente, lo que obligaría a maximizar las oportunidades y beneficios para la economía, el empleo, la salud y el medio ambiente; así como habría que minimizar los costes y respetando las necesidades de adecuación a los sectores más intensivos en CO2. Mientras se aprueba y se pone en marcha este plan, que podría calificarse de emergencia dado el tiempo transcurrido y las ocasiones perdidas de frenar el deterioro medio-ambiental, ¿podemos esperar tranquilamente? La respuesta es, rotundamente, NO.
Las ciudades han de acometer, extender, concertar y coordinar mejores redes de rebelión contra la extinción del planeta. Los ciudadanos tienen evidentes obligaciones individuales y responsabilidades colectivas. Pero sus representantes políticos también: y no se pueden dejar solo al albur de la ciudadanía las denuncias, los cortes de calles o accesos. Este es un problema más serio que no se resuelve únicamente llamando la atención, bloqueando el acceso a Marble Arch en Londres o a Repsol en Madrid. Afecta al desarrollo sostenible, al carbón asturiano o polaco, al petróleo de las dictaduras y a las geo-estrategias de los diversos locos que nos gobiernan. Tanta buena gente preocupada por el clima debe dar paso a una ciudadanía que gobierne localmente el cambio global. y eso hay que hacerlo sin esperar más, desde las ciudades. Los alcaldes desarrollistas son mucho más dañinos que lo fueron en el pasado. Ahora, sus decisiones hunden nuestro futuro.
En las elecciones del 26 de mayo, las ciudades deben optar con decisión por elegir alcaldesas y alcaldes comprometidos con la defensa del clima, con el aire, el agua, el silencio y la lucha radical contra la contaminación. Líderes autonómicos consecuentes con el clima y euro-parlamentarios decentes para las políticas de Europa y su aportación al balance energético y contra el calentamiento global.
En España seguimos sin cambiar o minimizar los efectos perversos del modelo productivo inmobiliario, turístico y de transporte por carretera. El discurso político es una vergüenza nacional e internacional. Los candidatos deben despejar su cabeza de banalidades y preocuparse por la igualdad, la lucha contra el cambio climático y la transición justa a una sociedad menos precaria. Todo lo demás son pamplinas para seguir hablando de eutanasia y de sus efectos en el cielo, eso sí, suicidándonos en la catástrofe ambiental basada en el consumo imparable de la tierra.