Comprendiendo el dolor. El necesario acercamiento entre profesionales y pacientes
"¿Cómo es posible que haya que humanizar lo que es de por sí naturalmente humano? ¿Dónde nos hemos perdido?".
Una sociedad que se sitúa al margen del dolor ajeno, a esa otredad del dolor, no avanza como tal. Sería pues una sociedad deficitaria en aspectos claves como la comunicación, el diálogo y la empatía.
Si nos remontamos al momento en que el hombre tuvo conciencia del dolor físico, se aprecia cómo ha tratado de averiguar los remedios que le ofrecía primero la naturaleza y luego la ciencia. Todo ello con el fin de encontrar una cura o un alivio. La necesidad de acercarse al problema del dolor ha sido una constante en todos los campos.
Aunque el dolor actúa como un mecanismo de defensa del cuerpo, ya en el siglo XVIII se produce el punto de inflexión en el tratamiento del dolor. Es decir, un intento de conocer mejor su activad para controlar el dolor que ha perdido su función natural (una alarma).
Cuando llegan fechas como la de este domingo 17 de octubre, el Día Mundial del Dolor, en una cadencia silenciosa que se intenta romper, surgen de nuevo las mismas preguntas y otras nuevas. En un intento de acercar esta realidad invisible no solo a los profesionales y pacientes que la conocen bien, sino a la sociedad en general.
No cabe duda de que los componentes sociales actúan y determinan que el dolor se viva de una manera distinta en unas sociedades que en otras.
A decir verdad, adentrarse un año más en este tema no es una tarea fácil. Porque lejos de indicar las cifras, en las definiciones y los datos sobre los afectados que ofrece, por ejemplo, la Sociedad Española del Dolor (SED), están las huellas que el dolor va dejando cada año en el cuerpo y mente de sus afectados. Unas que no todos conocen ante un dolor que no se ve, pero que al tiempo no cesa; y quizás por eso desconocen o no se aproximan al dolor.
Por todo ello es preciso contemplar al cuerpo no solo como una estructura biológica, sino también como un medio de comunicación. La finalidad: emprender cualquier acción terapéutica, y en esta debería subyacer una actitud moral de fondo. Alguien a quien no solo curar (cure) mediante una acción puramente terapéutica, también está el cuidado (care), a fin de lograr esas palabras mágicas para los pacientes: “Encontrar el ansiado alivio”.
El dolor no solo es un síntoma
Así pues, es preciso partir de la premisa de que el dolor es una realidad, no solo un síntoma o un mecanismo necesario de alarma. Además, cualquier dolor prolongado, ya sea benigno o maligno, es un sinsentido.
Desde hace demasiado tiempo su estudio se ha centrado en el plano puramente médico o farmacológico y no por ello de forma errónea. A menudo, y pensando en los pacientes, se infravalora la capacidad de estos para asimilar conceptos relativos al dolor.
Por ello, cabe destacar el magnífico trabajo de David Butler y Lorimer Moseley, Explain Pain, en el que se acude a ilustraciones, humor… para presentar al lector, a través de un lenguaje coloquial, claro y sencillo, los conocimientos más actuales que se han producido en el campo de la neurociencia y la neurofisiología del dolor.
Un libro que comenta la paciente Verónica Medina en su blog con una entrada que lleva por título, igualmente, Comprendiendo al dolor. Acertadamente expone que “comprender la fisiología del dolor cambia la manera de enfrentarse a él, pues se entiende el porqué de lo que te ocurre y te ayuda a perderle el miedo, ya que dolor y daño no van de la mano”.
Ahora bien, la actual definición de dolor de la IASP parece que se ha hecho eco de las nuevas corrientes de pensamiento filosófico o conciencia fenomenológica del dolor. De esta manera, introduce las nuevas y necesarias variables, no todas las deseables, pero es un importante avance. Ha abierto un camino en parte esperanzador, si lo que se pretende es conocer el dolor y al tiempo comprenderlo.
No cabe duda de que percibir el dolor atendiendo solo a los datos puramente físicos o anclándose en la perspectiva neurofisiológica resulta del todo insuficiente. Es preciso avanzar en la mejor compresión del dolor y, para ello, escuchar más de una voz.
¿Podemos comprender el dolor del otro? Es posible imaginarlo, interpretarlo, si bien no existen aún los medios para sentirlo como propio o cuantificarlo objetivamente.
La humanización del dolor
Se están dando pasos importantes en el lado de la humanización del dolor a la hora de su abordaje (Dimensiones en humanización de atención a persona con dolor crónico, Fundación Humans), aunque queda mucho por hacer.
En este camino comparto las preguntas que formula el doctor Javier Rascón: “¿Cómo es posible que haya que humanizar lo que es de por sí naturalmente humano? ¿Dónde nos hemos perdido? ¿Hemos creado un sistema que nos embrutece y nos aleja de lo que somos?” (Tiempo, espacio y presencia).
El problema, y lo conocen bien algunos pacientes, es que el dolor puede ser muy complejo. Así pues, el profesional que se enfrenta a él no debería encontrarse solo ante el único prisma que le brindan las historias clínicas y la farmacología. Asimismo, es de sobra conocido el componente sensorial, social, económico, fenomenológico (ético, ontológico) en torno al dolor, y la necesidad de estudiar la conciencia y las experiencias que existen a su alrededor.
Volvamos al inicio. ¿Cómo comprender el dolor?
Más allá de las conocidas pruebas y procedimientos a los que acuden sus especialistas, ¿qué se podría hacer? Algunas pautas fáciles de llevar a cabo son: examinar la mirada, escuchar mejor las palabras del paciente —que a veces por timidez o falta de tiempo se guarda en el bolsillo—, el brillo en los ojos o la sonrisa perdida; aquellas que permitan el acercamiento esperado al padecimiento del otro.
Con respecto a lo anterior, puede pensar el lector, que esto es una labor de los especialistas en salud mental. Cierto, si bien son pocas las unidades de dolor que cuentan con ellos, y sin duda se debe ir más allá.
Sobre todo se ha de trabajar en todos los aspectos, porque el conocimiento del dolor esta fuera de toda definición. No aparecerán en esta última: la memoria (que permite el reconocimiento), los afectos, las creencias, las distintas emociones, en especial una emoción aversiva o desagradable para quien lo percibe.
Profesionales y pacientes lo conocen, y cuando se soporta dolor no siempre es posible verbalizarlo correctamente, por lo que se termina acudiendo al cuerpo como única referencia.
Para algunos investigadores como el doctor Carlos Goicoechea, catedrático de Farmacología de la Universidad Rey Juan Carlos (Ciencias Básicas de la Salud), se ha convertido en un desafío comprender mejor al dolor. “Nos falta un marcador —en palabras suyas—, un biomarcador que permitiera valorar los cambios y poder predecir la existencia de más o menos “dolor” (siendo el dolor, aunque esto es “abrir un melón”, un concepto que deberíamos limitar a la experiencia humana).
Eso limita mucho las posibilidades de investigación, ya que no podemos saber, al no comunicarnos eficazmente con ellos, si los animales sienten el dolor de la misma manera que los humanos y, por ende, no podemos estar seguros de que estamos estudiando el mismo fenómeno”.
En la búsqueda de esa dimensión humana, que no sé cuándo la perdió la medicina, se ha de producir un cambio o formular una única pregunta: ¿Qué nos duele? Aunque se puede añadir otra: ¿Cómo nos duele?
Sufrimos de manera física, personal, emocional e intransferible, y da igual que sea un dolor neuropático, inflamatorio, reumatológico, etc. Más allá del proceso nociceptivo, y en su comprensión se conjugan dos variables a introducir: la empatía y la colaboración.
Al margen de las escalas orientativas que tratan de medir algo tan subjetivo y de difícil cuantificación como es un estímulo doloroso, existe la facultad de preguntar. Al mismo tiempo, es el momento de mejorar las técnicas de comunicación, abrir el diálogo, la confianza conforme avance el dolor y sus tratamientos. Y ante todo obviar los juicios morales impropios a la experiencia personal del dolor.
En ello son de agradecer las palabras de la doctora María Madariaga, que desarrolla su labor en la Unidad de Dolor del Hospital Universitario Infanta Sofía de Madrid, además de ser vocal y responsable de comunicación en la Sociedad Española de Dolor. Su objetivo: trabajar duro para que el dolor no se convierta en una “condena —en palabras suyas—, haciendo todo lo posible, en un esfuerzo titánico por reducirlo al mínimo posible”, y lo puedo atestiguar. La clave reside en “conocerlo mejor y tratar de reducirlo y aminorar sus consecuencias”, pero no acepta “que sea necesario que exista como enfermedad cuando se cronifica”. Lo que demuestra su deseo de escuchar al paciente.
En una sociedad paliativa, es decir, aquella que es discrepante con el dolor: “Reducir el tratamiento del dolor exclusivamente a los ámbitos de la medicación y la farmacia impide que el dolor se haga lenguaje e incluso crítica” (Byung-Chul Han, La sociedad paliativa, 2021).
¿No lanzamos ninguna protesta o crítica? ¿O lo hacemos con la palabra?
Pasó el momento de escuchar que se debe normalizar
Evitemos convertir a los dolores en mudos, relegados a los márgenes, porque en ese caso se mantendrán en un sinsentido y carentes de palabras.
Pasó el momento y el tiempo de justificar el dolor, o escuchar que se debe normalizar que te duela. ¿Hasta dónde? ¿Cuándo se dará el paso hacia su comprensión? Una de las mejores curas frente al mismo es su conocimiento en un sentido global, no limitado al único campo de la medicina.
Comprender el dolor como sociedad ha de convertirse en una búsqueda continua. Una que no esté guiada por el interés de sus enfermos crónicos, sino más bien en un objetivo compartido que nos guíe como sociedad. Ello requerirá, sin duda, de la atención de todos los sectores, que lejos de banalizar el sufrimiento o calificarlo como algo opcional, en una expresión poco afortunada y para otro contexto, vaya en una sola dirección.
Comprenderlo, aliviarlo, cuidar...
Esta última sería “curar el dolor”, pero es un reto que aún queda lejos. El más cercano es el de comprenderlo, aliviarlo, cuidar a quien sufre, y quizá llegue el momento, y con el esfuerzo de unos pocos, en que se haga realidad por el bien de muchos.
Si logramos lo anterior, es posible que alcancemos uno de los objetivos indisociables de cualquier sociedad moderna del bienestar.
Quienes están en primera línea, a lado del paciente, como Mª José de la Fuente, enfermera de la unidad de dolor de la Fundación Jiménez-Díaz de Madrid, señala que “convivir con él no es una tarea fácil. En muchos casos, afecta a todas las esferas de la vida (profesional, social, familiar…) y acaba por convertirse en el centro de todo de muchos de nuestros pacientes que lo sufren de una manera intensa y prolongada en el tiempo. En ocasiones, impidiendo vivir con normalidad y al ritmo que el dolor les marque”. E insiste en lo señalado, dolor es todo lo que dice el paciente que es.
Asimismo, recalca la importancia de avanzar en la humanización ante cualquier procedimiento, pues es preciso aprovechar “nuestra presencia continua —en palabras de Mª José— junto a los pacientes que atendemos, estableciendo una relación en la que la confianza es clave para poder escuchar, apoyar, ayudar…”.
Sensación más emoción
Por su parte, el doctor Goicoechea en su papel de investigador analiza la importancia de conocer y actuar sobre nuestro cerebro. A los pacientes de dolor crónico refractario y avanzado se les explica el problema de la sensibilización central, y que precisamente es en el cerebro donde se registra el dolor. Así recalca que aquel es “el procesador último del fenómeno doloroso”. Y atendiendo a la plasticidad del cerebro resulta preciso ir más allá en el laboratorio y reproducir algo tan importante como la parte emocional del dolor. Es decir, “las dos vertientes de este: sensación más emoción”.
Y la gran premisa, la necesidad de “un cambio —en palabras de Goicoechea— en el estado de opinión general del mundo biosanitario: el dolor es un síntoma, pero el dolor crónico también es una enfermedad en sí misma. A partir de esa aceptación, el enfoque para el estudio y el tratamiento del dolor debería cambiar y, además, como enfermedad, debería recibir más atención y más recursos por parte de las administraciones públicas, a todos los niveles, educativo, sanitario, económico y social”.
Para concluir, retomo las palabras que ha manifestado la doctora Madariaga al preguntarle sobre este tema, y lo complicado de actuar ante los mecanismos que hacen que el dolor se perpetúe. Sin duda no se ha de olvidar “el componente emocional que modifica nuestro cerebro, el aprendizaje traumático que lo condiciona, el sentimiento de indefensión que produce el dolor y está detrás de la ansiedad y de la depresión, que tarde o temprano acompaña al padecerlo”.
Si logramos entender aquello que subyace en lo anterior, como nos indica Madariaga, “estaríamos más cerca que nunca en el camino de comprender el dolor, y así ayudar a reducirlo el máximo posible”.
En definitiva, no se debería temer a nada en la vida, bueno al dolor, y lo mejor es tratar de comprenderlo.