Cómo nos engañó su majestad emérita
Si reflexionamos, cosa infrecuente en este país, nos daremos cuenta de que quien de verdad ha tenido ‘sentido de Estado’ ha sido el pueblo.
El viernes 27 de octubre de 1978, una vez amarrados todos los cabos sueltos para aprobar cuatro días más tarde, el 31, el texto definitivo de la Constitución Española, y superada la ‘enmienda republicana’ del PSOE, Felipe González zanjaba la cuestión de la legitimidad de Juan Carlos de Borbón como rey de España: “A partir de la Constitución, el rey ya no es el sucesor de Franco”.
Con parecidas palabras se pronunciarían durante los debates de aquellos días sobre la forma de monarquía parlamentaria del Estado la inmensa mayoría de los portavoces. Muy rotundo al respecto se mostraría Santiago Carrillo unos meses antes, el 5 de mayo, al comienzo de las deliberaciones de la Comisión Constitucional sobre el proyecto elaborado por los ‘siete ponentes’, que serían reconocidos posteriormente como los siete padres de la Constitución.
Dijo el histórico secretario general del PCE: “En el proceso de cambio hemos ido viendo que el Jefe del Estado ha sabido hacerse eco de las aspiraciones democráticas y ha asumido la concepción de una monarquía democrática y parlamentaria. La verdad es que el Jefe del Estado ha sido una pieza decisiva en el difícil equilibrio político establecido en este país, y lo sigue siendo. Si en las condiciones concretas de España pusiéramos sobre el tapete la cuestión de la República, correríamos una aventura catastrófica, en la que, seguro, no obtendríamos la república, pero perderíamos la democracia”.
Juan Carlos I (veo difícil que haya con el mismo nombre un II) vivió un permanente romance con los líderes políticos y con el pueblo. El 23 de febrero de 1981 revalidó las condiciones de su legitimidad: su intervención para desmontar el golpe de Estado, a pesar de los claroscuros propios de la situación que se vivía, con la ofensiva conjunta del terrorismo etarra y del terrorismo de extrema derecha y con los cuarteles convertidos en ollas a presión. Superado el trance de aquella noche triste que nos llenó de temor por el futuro, la Corona salió fortalecida.
El rey se había encaramado a los altares laicos del reconocimiento popular. La monarquía había dejado de ser definitivamente (bueno, definitivamente no, como estamos viendo) un tema de división política y nacional. Parecía del todo imposible que desde la Casa Real se pudiera algún día poner en peligro el premio gordo de la rueda de la fortuna.
Mirando hacia atrás desde hoy, los romanos, tan dados a las cábalas y con tantos ejemplos que nos han llegado a través de algunos cronistas quizás hubieran interpretado algunos presagios en forma de cuervos volando: el yate real se llama ‘Fortuna’; pero el velero en el que navegaba en las regatas, aunque fuera de un amigo, se llamaba ‘Bribón’.
De repente, un día se hace realidad el cuento de El rey desnudo. Sucedió poco a poco, porque al principio fueron los rumores sobre sus amoríos e infidelidades. Pero entre que si eran chismes, exageraciones malintencionadas, maniobras para desestabilizar la democracia… se fueron dejando pasar. Otros episodios, estos, comprobados, como las presiones del círculo de amistades de su majestad a un selecto grupo de empresarios para que le compraran ‘a escote’ un nuevo ‘Fortuna’, en realidad un fortunón, llegaron a la opinión pública. Al final Patrimonio Nacional se ‘incautó’ de la nave destinada al servicio de su majestad.
Había más rumores, como los relacionados con sus amistades con las monarquías petroleras, que algunos remontan al franquismo, cuando el dictador le encomendaría esta relación al entonces príncipe de España para tenerlo ocupado.
El encantamiento, que lo hubo, y duró muchos años, muchísimos, se rompió bruscamente y con estrépito y cristales rotos, como se rompe un espejo de un furioso puñetazo con guante de hierro. La línea divisoria entre el antes y el después no fue por un tropiezo cualquiera, banal, aunque también lo fuera: Cuando Juan Carlos I (le apeo el Don con efecto retroactivo) tropezó en la noche de un paraje de Boswana, a donde había ido para cazar elefantes acompañado de su querida, la ‘princesa’ Corina, y se rompe la cadera, se desencadena en la práctica la teoría del caos. Un grano de arena hace caer una montaña. Un ¡ay! en la selva provoca una tormenta en España. Las hélices de un avión, que traslada de urgencia a un anciano rey desnudo, en el sentido metafórico, ‘despierta’ de golpe a la opinión pública, que entra en modo combinado cachondeo-indignación.
Si reflexionamos, cosa infrecuente en este país, nos daremos cuenta de que quien de verdad ha tenido ‘sentido de Estado’ ha sido el pueblo, los ‘otros’, y no su majestad ya camino de emérita. Fue la gente, y también la clase política que guarda las esencias y la memoria y los secretos de la Transición la que por algo parecido a un sexto sentido protector del Estado perdonaba uno tras otros los deslices de un rey cada vez más desatado.
Lo vemos ahora, a posteriori. Asombrados aún por la enormidad de la ceguera colectiva. Se le consintieron, con la mirada baja llena de vergüenza ajena, sus ofensivos amoríos ya a pecho descubierto y a sólo unos cientos de metros de La Zarzuela, donde lloraba una reina humillada, ofendida y abandonada hasta por las feministas más sensatas. El exrey, rodeado de obispos y cardenales, seguía gozando del aura de timonel del tránsito de la dictadura a la democracia y de aquel 23-F, un ‘pronunciamiento’ fracasado, derrotado, que en cierta forma ahora vuelve como vuelve asimismo el espíritu de ETA, travestido, disfrazado, encubierto.
Tras ‘lo’ de Boswana, todo se aceleró. Y se pudo visualizar mejor el conjunto. La traca final, los 100 millones de dólares, 64.8 millones de euros, donados por el rey Faisal de Arabia Saudí y escondidos en una cuenta suiza, el regalo probablemente forzado, y ustedes me entienden, de la parte del león, o del elefante, a Corinna Larsen… tuvo un sentido finimundista: no eran solamente errores. Era, es, una cadena de engaños. El ‘caso Urdangarin’ no fue un hecho aislado. Fue acaso la punta del iceberg. Releídos los discursos sobre estos episodios no cabe la menor duda: la famosa campechanía del rey era en realidad una sofisticada careta del cinismo. Siempre me ha parecido que la campechanía de los poderosos equivale a la mala educación de los ciudadanos normales.
Tras el estallido de los tejemanejes de su yerno Iñaki Urdangarin vimos a un rey con cara de pesar decir en el discurso de Navidad de 2011 que “todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar”, “la justicia es igual para todos”, “cuando se producen conductas irregulares que no se ajustan a la legalidad o la ética es natural que la sociedad reaccione”.
Tras la tragedia de aquella madrugada aciaga del 13 de abril de 2012 en Boswana, pillado ‘in fraganti’ por la mala suerte, declaraba a la salida de la clínica: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”.
Era, empero, solo la primera parte de la segunda parte.
La abdicación fue anunciada el lunes 2 de junio de 2014 y se formalizó el 19, cumpliéndose los trámites con toda celeridad para tratar de parar la bola de nieve que se movía en zig zag. Felipe VI marcó distancias con su padre con claras demostraciones de repudio.
Pero Corinna Larsen, encarnando el papel de amante despechada, empezó a moverse y a ‘largar’. Un clásico de la ‘destrucción mutua asegurada’ de la ‘guerra fría’. En 2015 se había reunido en Londres con el comisario Villarejo, y salieron a relucir unas supuestas comisiones por el AVE. Juan Carlos la visita después en 2019 para tratar de desactivar la guerra abierta, y ahora se ha sabido que le regala por nada, por ‘amor’, 65 millones de euros de la famosa cuenta de ‘ahorros’ en Suiza que recibió del reino saudí 100 millones de dólares en 2008.
Sí. Duele el engaño, la mentirosa campechanía, el cinismo… Sin embargo siguen siendo ciertas aquellas palabras de Adolfo Suárez, Felipe González y Santiago Carrillo cuando se discutía la Constitución que quiso ser de la concordia y la esperanza. El rey Felipe VI tiene en sus manos en estos momentos el futuro de la monarquía parlamentaria española. Lo que haga en estas horas difíciles y su comportamiento ético y ejemplar, y a dónde mande a su padre, pero con fronteras por medio, serán factores decisivos.