El caso Watergate explicado para quien nunca se ha preocupado por el caso Watergate
Se cumplen 50 años de la detención de cinco personas acusadas de robar y espiar en las oficinas demócratas de Washington. El inicio del fin del presidente Nixon.
La historia empezó con una noticia de portada, pero tampoco especialmente detallada. “Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser un antiguo empleado de la CIA, fueron detenidos ayer sábado, a las 2.30 horas de la madrugada, cuando intentaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan elaborado para espiar las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en Washington”, decía. Apareció publicada el 18 de junio de 1972 en el diario The Washington Post, firmada por su clásico reportero policial, Alfred E. Lewis, y no causó mucha estridencia en sus primeras horas.
A toro pasado es fácil entender que eso fue donde no se sabía nada de nada, claro, porque en la Casa Blanca sí, sí debieron escucharse muchos puñetazos sobre la mesa y muchas maldiciones con aquella nota de sucesos. Difícil esperar, por truculento que fuera el robo, que tras él vendría el mayor escándalo político de la historia reciente de Estados Unidos, la mayor debacle de un presidente, el mayor éxito periodístico que se recuerda. Watergate se llamaba el edificio del robo. Watergate se ha llamado ya siempre al escándalo, a las filtraciones, a la capacidad supervisora de la prensa.
Hoy hace 50 años que comenzó un largo camino que, dos años más tarde, acabaría con la primera y única dimisión de un mandatario de EEUU, el republicano Richard Nixon, meses en los que se fueron acumulando las evidencias y la vergüenza, con cada reportaje de los míticos Bob Woodward y Carl Bernstein -o Robert Redford y Dustin Hoffman, tal fue la simbiosis- y con las comisiones que vinieron después. La política en Washington ya nunca fue igual, y tampoco el periodismo.
Estas son las claves de un caso mítico, archipublicado y llevado a la gran pantalla, la leyenda de cómo se puede pedir cuentas al poder y de cómo quien la hace en política la paga.
El robo en el Watergate
El Watergate se llama así por el complejo de edificios en el que estaba situada en 1972 la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata en Washington, que contaba con oficinas, pisos particulares y hasta un hotel. Pasada la medianoche del 17 de junio, sábado, cinco hombres entraron las oficinas de la formación. Querían robar documentos y colocar micrófonos e intervenir los teléfonos de los progresistas. Espiarlos, en una palabra.
Bernard Barker, Eugenio Martínez, Frank Sturgis, Virgilio González y James W. McCord Jr. tenían orígenes muy variados: entre ellos había ladrones, pero también agentes antiguos de la Inteligencia de EEUU o del FBI o de la policía metropolitana. O sea, eran más que ladrones. El hecho de que uno de ellos se señalase como antiguo trabajador de la CIA fue el primer dato que hacía presagiar que tras la acción de unos rateros había algo más.
Fueron llamados los fontaneros, porque una vez detenidos declararon: “Si nos contrataron para evitar filtraciones, es que somos fontaneros”. Los habían reclutado, como se supo más adelante, Howard Hunt y Gordon Liddy, dos hombres vinculados al Comité de Reeleccción del presidente Nixon, un equipo formado por militantes del Partido Republicano creado por el mandatario y que trabajada en todos los frentes para que ganase las elecciones del noviembre siguiente.
Pero para saber eso debieron pasar muchos días. Aún estamos en esa noche tibia. Uno de los escasos vigilantes del Watergate, Frank Wills, detecta una puerta abierta y luz que se filtra en el aparcamiento. Un error de los ladrones que dio la voz de alarma. El empleado -afroamericano, siempre de turno de noche, a 80 dólares la semana- llamó a la Policía y los primeros agentes se presentaron poco después, ridículamente vestidos de hippies, porque estaban trabajando de incógnito en un caso y eran los que se encontraban más cerca. Frente al complejo, un grupo de asesores republicanos vigilaba los pasos de sus amigos los ladrones pero no vieron necesario alertar del grupo de hippies. Mal. Fueron su ruina.
Los agentes vieron las oficinas saqueadas y procedieron a la detención de los cinco sospechosos. Portaban dinero, guantes, bolsas, cables, dispositivos de escucha, herramientas. A comisaría. Los cinco cantaron que eran anticomunistas y por eso se la tenían jurada a los demócratas, en un país que no tenía tan lejos la caza de brujas y el macartismo.
El problema es que el último de los identificados, James McCord, era consejero de seguridad de la CIA y coordinador de seguridad de la campaña de reelección del presidente Nixon. Los testimonios de prensa recopilados en estos días de aniversario dan cuenta de la “sorpresa”, “angustia” y “estupefacción” que se vivió en la comisaría de Washington en la que acabaron y cómo empezaron a recibirse presiones, nadie sabía de donde, pero de muy alto.
Entra la prensa
El Washington Post publicó desde el primer día informaciones al respecto, pero a un nivel discreto. Era grande, pero no el medio potentísimo que es hoy, ni sabía aún por dónde tirar en sus indagaciones. Se habían puesto a oler desde dos secciones, Local y Nacional, hasta que sus informadores se coincidieron en pistas y unieron fuerzas. Bernstein y Woodward se pusieron mano a mano a buscar qué relación tenían estos ladrones con los llamados hombres del presidente, la guardia pretoriana de Nixon.
Woodward comenzó a investigar el caso ese mismo día, el 17 de junio, cuando fue a los juzgados para seguir la audiencia preliminar de los detenidos. Los reporteros, ya juntos, descubrieron días después que uno de los capturados pertenecía a la campaña de Nixon y encontraron mayores conexiones con los funcionarios cercanos al entonces presidente.
En una rueda de prensa celebrada el 22 de junio, Nixon ya empezó a eludir su responsabilidad en “ese particular incidente” -recuerda al “ese señor del que usted me habla”- y, como se supo mucho después, su gente empezó a comprar el silencio de los detenidos con mucho dinero. El 1 de julio se produjo la primera dimisión, la el jefe de campaña de Nixon, John Mitchell, presentó su dimisión “ante la insistencia de su esposa”. Para entonces, Bernstein estaba investigando la “conexión Miami” de los detenidos, con parte del dinero incautado por la policía, que procedía de donaciones privadas que servían para sufragar los gastos de la reelección del presidente republicano, y cuyo reparto había supervisado el dimitido Mitchell.
El trabajo de los dos periodistas -coordinados y examinados por Barry Sussman, el jefe de Local y Harry Rosenfeld, el de Nacional, dos de los héroes olvidados de este caso- hoy se estudia en todas las facultades de periodismo del mundo, porque fue arduo, preciso, con una variedad de documentos y fuentes que apabulla. No se podía dejar ni un cabo suelto cuando estaba en juego la Casa Blanca. Tarea lenta, pera segura, que generaba una angustia que se deja ver bien en la película de Alan J. Pakula.
No fue hasta septiembre del 72 cuando comenzaron a publicar verdaderos bombazos. El día 21 sacaron el primero, el mayor: Nixon había dispuesto de un fondo secreto para espiar a los demócratas. Ya en octubre, documentos de la investigación policial les dieron la razón al afirmar que se trató de una estrategia de espionaje contra los demócratas que buscaba favorecer la reelección del presidente.
Bernstein y Woodward tuvieron centenares de fuentes pero entre ellas destaca “garganta profunda” -nombre escogido por una película porno del momento-, cuya identidad estuvo oculta durante 35 años. Sus corroboraciones les permitieron aclarar la información que obtenían durante la investigación. No fue tanto lo que les contaba, sino las pistas que les daba y las confirmaciones. Es mítico ese “sigue la pista del dinero” que tanto ayudó a los periodistas.
La relación entre los chicos del Post y su fuente era ciertamente de película de espías, por lo menos. Cada día, tras el cierre del diario, Bernstein y Woodward quedaban con algunos empleados del Comité para la Reelección del Presidente para intentar sonsacarles información. Dos de ellos, una contable y un responsable de control de finanzas, alertados por la dimensión que había adquirido el uso ilegal de fondos en la campaña, les daban datos muy importantes. Luego Woodward se encontraba con garganta profunda. Usaron diversos tipos de señales para reunirse, como colocar una bandera roja en el balcón de la casa de la fuente, y sus encuentros se celebraban de madrugada en un parking de Washington. No fue hasta 2005 cuando se supo que esta fuente era W. Mark Felt, director asociado del FBI.
La historiadora Kate Clarke le ha explicado a Efe que sin el periodismo, el Watergate se habría quedado en un suceso aparentemente menor sin consecuencias políticas.
De rositas... por un tiempo
Pese a la contundencia de las informaciones, siempre se mezclaba la dinámica de un avance, un retroceso, una duda, que hacía que Nixon siguiera adelante y, en noviembre, ganase de nuevo las elecciones. Su rival, el demócrata George McGovern, al que quiso espiar con todo este tinglado, nunca tuvo opciones de ganar, y le sacó 20 puntos. Es una de las preguntas sin respuesta de este caso: por qué se metió Nixon en semejante lío si tenía la reelección asegurada.
El conservador seguía en el Despacho Oval, pero con la prensa a diario informando de nuevos detalles sonrojantes. El mal viento le llegó a los dos meses de la reelección, en enero de 1973, cuando comenzó el juicio a los rateros. Todos se declararon culpables de allanamiento, pero uno, el exagente de la CIA, mandó luego una carta a la juez señalando que lo había hecho sólo porque lo habían amenazado y conminado a confesar ese delito. Habló de personalidades muy importantes.
La carta dio un giro inesperado a la cobertura del caso y, como diría Katharine Graham, la dueña del Post: “Toda la prensa apareció en masa, levantando literalmente las alfombras en busca de pistas. El Post ya no estaba solo”. Ella también superó todas las amenazas, extorsiones y presiones del poder y, apoyada por el director del rotativo, Ben Bradlee, aguantó viento y marea.
Una de las acusaciones que más se repetía es que Nixon grababa todas las llamadas que hacía en su despacho. Por eso, se creyó que podían estar registradas las órdenes y permisos a miembros de su equipo para proceder a escuchas como las del edificio Watergate. Esos comentarios se aceleraron desde abril del 73, cuando se produjeron varias renuncias forzosas de miembros del equipo de Nixon, cabezas de turco con los que la Admistración pensaba que todo quedaría en paz. Pero no. Los despedidos -que es lo que eran- hablaron, ya eran muchas las voces en ese sentido, así que el Tribunal Supremo estadounidense ordenó al presidente entregar las cintas secretas.
Era prioritario saber si Nixon sabía. El republicano primero se negó, luego entregó sólo parte de las grabaciones, pero al final le obligaron a dar todo el material. Y ahí estaban sus órdenes. A partir de ese momento, Nixon ya perdió el apoyo de los propios miembros del Partido Republicano, dispuestos a votar a favor de una solicitud del Congreso para iniciar un proceso de destitución o impeachment. Se inició, pero no se concluyó, porque el 8 de agosto, Nixon anunciaba su dimisión. “Nunca he sido un desertor. Es algo que aborrecen todos los instintos de mi cuerpo. Sin embargo, como presidente, debo anteponer los intereses de América”, dijo en un discurso televisado que es historia pura.
Su vicepresidente, Gerald Ford, asumió la presidencia de EEUU y un mes después de tomar posesión indultó a su antecesor quien, por tanto, nunca se enfrentó a cargos, nunca pagó ante los jueces lo que había hecho.
Los verdaderos hombres del presidente
En esta historia fueron claves los asesores políticos y altos cargos de la Casa Blanca que estuvieron detrás del Watergate. Los que lo llevaron a cabo y los que se revolvieron contra el jefe, al final. Algunos de ellos fueron el jefe de gabinete, Bob Haldeman; el exfiscal general y jefe de campaña, John Mitchell; y el asesor John Ehlrichman.
John Mitchell es considerado el “cerebro” de la operación. Fue quien dirigió el comité de reelección del presidente y quien controlaba entonces el desembolso de dinero para las operaciones que buscaban espiar a los demócratas para conseguir información, según recuerda el Post. Pasados dos días del robo, fue el primero en intentar alejar a Nixon de la opinión pública y en negar su responsabilidad tras lo encontrado en la sede demócrata. “No hay lugar en nuestra campaña, ni en el proceso electoral, para este tipo de actividad”, dijo, haciendo saltar precisamente todas las alertas porque, en ese instante, poco había. “Estas personas no estaban operando en nuestro nombre o con nuestro consentimiento”, añadió.
Aunque habían sido fieles al poder en medio del proceso, dejaron de serlo cuando se vieron acorralados y optaron por delatar. Howard Hunt, exagente de la CIA, y Gordon Liddy, ambos militantes de la campaña de reelección de Nixon, por ejemplo, fueron dos de ellos. Los acusaron de haber contratado a los hombres que ingresaron a la sede demócrata en la madrugada del sábado 17 de junio. Acabaron cantando y haciendo las cosas más fáciles a los investigadores, esos que con los años han contado su frustración de que sólo estos peces pequeños acabasen entre rejas. La prensa se llevó la pieza de caza mayor, el presidente, pero ni la justicia ni la policía vieron compensados sus esfuerzos.
John Dean es un hombre clave; era el abogado de la Casa Blanca durante el periodo de Nixon y en el año de las escuchas ascendió a responsable de las investigaciones sobre el papel de algunos funcionarios de la Casa Blanca en el Watergate. Años más tarde se supo que Dean se opuso a presentar informes falsos que negaran la participación de Nixon y sus funcionarios. El entonces presidente lo despidió, obviamente, pero fue Dean fue a testificar ante el Senado, destapando los esfuerzos de la Casa Blanca por ocultar su participación en el entramado. Otro hombre del presidente, pero que supo dejar de serlo a tiempo.
La caída en desgracia de Nixon y el proceso por el que se produjo supusieron un cambio de era en EEUU, que muchos historiadores señalan como el fin del sueño americano, del idilio con la democracia y el sistema. Dejó al aire la corrupción, lo peor del poder, la manipulación, y nunca se ha acabado de recomponer esa comunión. Los controles de seguridad son más férreos, el periodismo de investigación más vivo. Y todo por culpa de un presidente demasiado ambicioso.