Circulen, aquí no ha pasado nada
Si hubiera que elegir a un ganador, que no lo ha habido, el que más cerca ha estado de colgarse la medalla ha sido Pablo Iglesias.
Es todo tan repetitivo, vivimos un bucle tan tedioso, que genera todo menos sorpresa que el debate electoral en el que, teóricamente, se iba a decidir la suerte de las elecciones generales del 10-N haya sido el más prescindible de los muchos que se han celebrado en los últimos cuatro años. Sirva un dato: en el futuro habrá que recurrir a la palabra ”adoquín” si se aspira a recordarlo. Ese ha sido el nivel.
La única sensación que ha generado el debate ha sido la de cansancio: un síntoma general de la sociedad española. El debate sí nos ha representado a todos. Casi tres horas de intercambio de flojos reproches acaban noqueando a cualquiera, sobre todo cuando el ‘combate’ empieza a unas horas en las que la mayoría de esa tan manoseada “España que madruga” ya debería estar metiéndose en la cama.
Si la clave de cualquier debate electoral consiste en designar un vencedor, el celebrado por la Academia de la Televisión se queda en unas monótonas tablas. Todo fue calcado a los que se celebraron el pasado abril: un Albert Rivera hiperexcitado convertido en una suerte de vendedor ambulante que lo mismo saca de su carretilla un adoquín que un folio de proporciones mastodónticas que un mapa de la Polinesia. El líder de Ciudadanos ha conseguido, eso sí, que cualquiera de sus intervenciones se esperen con el estómago contraído: no por lo que proponga, no por el ahínco con el defienda sus postulados, sino por la quincallería que es capaz de mostrar por minuto. Sacar un adoquín recogido en Barcelona para defender la convivencia es, cuanto menos, chusco. Si pretendía conseguir un voto más después del debate tendrá que convencer al perrito Lucas.
De Pedro Sánchez se esperaba que brillase en su papel de fajador: se preveía que irían todos contra él y, como buena repetición de lo ya visto, fueron todos contra él. Su estrategia de hundir la mirada en los papeles cuando le hablaba el resto de candidatos ha provocado una sensación de displicencia que, sinceramente, se podría haber ahorrado. Sólo en el momento en el que ha salido en defensa de la Memoria Histórica ha aparecido el Sánchez con músculo y bagaje político. El resto ha consistido en aguantar las acometidas de todos contra él. Al menos en ese aspecto no ha salido mal parado. Nadie recordará su minuto de oro. Si acaso su endurecimiento en la postura sobre Cataluña —recuperar el delito de referéndum ilegal o extraditar a Puigdemont— y en el reparto de ministerios antes de los comicios.
Si hubiera que elegir a un ganador, que no lo ha habido, el que más cerca ha estado de colgarse la medalla ha sido Pablo Iglesias. Sin duda es el mejor orador de todos los que estaban en el plató, y el que probablemente defienda sus ideales con más convicción. Sin embargo, no ha aprovechado la posibilidad de enfrentarse al líder del partido ultraderechista Vox cuando ha normalizado la xenofobia y el racismo ofreciendo datos falsos sin el menor rubor. De Pedro Sánchez se podría esperar alguna réplica, pero a Pablo Iglesias se le exige.
Pablo Casado, mucho más cómodo en su papel de hombre moderado, ha hecho exactamente lo que se esperaba de él: las encuestas le sonríen, el crecimiento de escaños del PP es incuestionable y, a priori, tenía mucho que ganar y poco que perder. No ha arriesgado un ápice porque no lo necesitaba. Sin embargo, con todo el viento soplando a su favor, podría haber haber sido más combativo no con Pedro Sánchez (ni falta que le hace), sino con Vox, el único partido que, a estas alturas, le puede arañar votos.
En fin, ha sido todo tan descafeinado, tan inane, que incluso los moderadores —excelentes Vicente Vallés y, sobre todo, Ana Blanco— se las veían y se las deseaban buscando a alguien que quisiera intervenir. La desgana de un país como síntoma político.
Sobre el líder del partido de ultraderecha nada que decir más que esto.