Cine de coproducción para el confinamiento
Sorprende conocer que Madrid, su municipio, su entonces provincia y hoy comunidad autónoma, prestan sus paisajes y edificios para películas de todo tipo.
Es conocido que la puerta del Cuartel Conde Duque de Madrid, actual centro cultural municipal, sirvió de escenario para el almodovariano momento en que Carmen Maura es regada por un operario de la limpieza en La ley del deseo, al grito de “¡riégueme, rieguéme!”. Pero quizá no es tan conocido que ese antiguo cuartel, antes del rodaje de Pedro Almodóvar, sirvió en su día de decorado a producciones tan importantes como la oscarizada Patton o a El regreso de los siete magníficos, secuela del memorable western de John Sturges.
Sorprende conocer que Madrid, su municipio, su entonces provincia y hoy comunidad autónoma, prestan sus paisajes y edificios para películas de todo tipo. Así fuese el madrileño Hotel Palace convertido en la Casa Blanca para El viento y el león de John Milius. O en La Pedriza situar un búnker para la película de catástrofes ¿Hacia el fin del mundo? de Andrew Marton. O recrear en la madrileña Casa de Campo parte de la célebre batalla de Campanadas a medianoche de Orson Welles, y una divertida carrera en carro romano para Golfus de Roma de Richard Lester. O que en los estudios Sevilla Films de Madrid se construyese un decorado lleno de ratas para una de las célebres aventuras de James Bond 007, Desde Rusia con amor. También sorprende conocer que, en Colmenar Viejo, Arnold Schwarzenegger blandió la espada atlante en su primer día de rodaje en Cónan, el bárbaro, mientras que también allí Clint Eastwood hizo lo propio con el poncho al hombro, en su presentación en la city de White Rocks de La muerte tenía un precio.
A colación de la buena iniciativa de la Consejería de Turismo de Madrid de poder ver durante el confinamiento 80 películas gratis del catálogo de FlixOlé, rodadas en la región madrileña, tanto en los destinos Patrimonio Mundial, las villas históricas o los entornos naturales, es muy interesante recordar la forma de producir aquellas películas. Algunas de ellas, como Mi querida señorita de Jaime de Armiñán o El maestro de esgrima de Pedro Olea son de producción netamente española. Otras tienen nacionalidad extranjera, como El Zorro con Alain Delón, o El genio con Terence Hill. Y otras son coproducciones de España con otros países, como es el caso de La conjura de El Escorial de Antonio del Real.
Así, dentro de la oferta de coproducciones, podemos ver entre estas 80 películas, a Franco Nero protagonizar el Django de Corbucci, en La Pedriza y Colmenar Viejo; o a Cantinflas o Louis de Funes en Manzanares El Real, respectivamente en Don Quijote cabalga de nuevo y Delirios de grandeza. También a Charlton Heston autodirigirse en Marco Antonio y Cleopatra, junto a nuestra Carmen Sevilla, tanto en Aranjuez como en los madrileños Estudios Sevilla Films. Por cierto, que en esta última película, el genio de las maquetas, Emilio Ruíz del Río, convirtió el edificio del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en un palacio romano, antes de que fuese una universidad bostoniana en la también coproducción Mil gritos tiene la noche, y la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre en la serie La casa de papel.
Es curioso aquel sistema de coproducción con el que se hicieron tantas películas de los años sesenta y setenta del siglo pasado, con participación española y de otros países, que frecuentemente eran Italia, Alemania o Francia. Westerns, bélicas, comedias, dramas, terror… La fórmula era muy sencilla: cada país ponía una parte del gasto, actores y técnicos, y se quedaba con el mercado de su territorio, y el resto de ventas internacionales, a repartir, acudiendo a las diferentes ayudas o desgravaciones en cada nación. Por eso esos rodajes eran una auténtica Torre de Babel, con todos los actores hablando en su idioma cuando no se rodaba en inglés, hasta cinco lenguas en una misma secuencia en el rodaje de La muerte tenía un precio, ya que se doblaba todo después. Se contrataba a actores anglosajones de segunda fila o estrellas en horas bajas para encabezar reparto, mientras se americanizaban con pseudónimos los nombres de los europeos, a los que se pagaba menos de lo que declaraban las productoras. Y cuando había escenas de sexo, se rodaban dobles versiones, una con los actores con poca ropa, para el mercado español y poder pasar censura, y otra completamente desnudos para el mercado internacional. Aquellos tiempos en que había que ir a Perpiñán si se quería ver determinadas películas, ya se sabe.
Un sistema el de coproducción, que tenía sus peculiaridades, y sus trampas, como los productores que montaban oficina en el exterior y se auto-coproducían, o acreditar a técnicos de alguno de los países en la película, que en realidad no habían trabajado en la misma, para cubrir las cuotas. Y luego estaban los permisos de rodaje, que los daba el Ministerio de Información y Turismo, donde había que presentar copia del proyecto, mientras otra copia iba al Sindicato Nacional del Espectáculo, donde si se querían pasar todas las “trabas”, debían asignar papel a determinados actores, que no eran si no los vocales en la organización sindical vertical. Si se repasa los equipos de aquellas coproducciones, y también de los rodajes extranjeros en España, ciertos nombres españoles se repiten en todas las películas. Aún las actrices y actores españoles no habían conquistado los necesarios derechos que reivindicarían en su famosa y convulsa huelga de 1975.
Y de todo aquello, Madrid, ciudad y actual comunidad, fue testigo y decorado, en aquellas películas ambientadas en la Normandía belicosa, en el lejano oeste, o en un castillo remoto de los Cárpatos. En cualquier caso, el sistema de coproducción, vigente con ciertas diferencias, dio lugar a que España fuese la productora de películas tan memorables como Campanadas a medianoche o La muerte tenía un precio. Shakespeare y el far west, españolizados. Ya sólo por la curiosidad que generan, y por lo entretenidas que son, todas aquellas películas merecen ser recuperadas estos días de confinamiento.