Cartagena de Indias y la Leyenda Negra
Escribo a la vuelta de un viaje a Cartagena de Indias (o de Occidente), a cuyas puertas, frente al muelle de los Pegasos, existe una escultura de Cervantes rememorando el escrito por el que nuestro gran escritor solicitó ocupar el oficio de contador de galeras en 1590. Hay quien relaciona esta petición con el hecho de que Pedro Bravo de Acuña, que había combatido como él en Lepanto, fuera nombrado por entonces Gobernador de Cartagena, pero este nombramiento data de tres años más tarde y no hay evidencia de que Cervantes estuviera relacionado con él. Más bien, la demanda parece fruto del examen de la relación de puestos vacantes en ultramar que circulaba periódicamente por la corte de Madrid.
Mi buen amigo el expresidente colombiano Belisario Betancur ha relatado la huella que esta petición burocrática de Cervantes dejó en la literatura hispanoamericana a través de diversas hazañas de realismo mágico que lo sitúan a él mismo en Cartagena; al Quijote o a Sancho en América, en una tercera salida que el relato de Cide Hamete dejó abierta —al no certificar la muerte del caballero—, y hasta al propio Miguel, preso de los encantos de la mulata Piedad, subyugado por la placidez de la vida en el trópico e incapaz de escribir una línea válida o de legarla a la posteridad por haberse extraviado o por haber sido utilizado el papel para encender el fuego por su amante mulata. Esto habría ocurrido en Popayán, en una esquina de cuya Plaza Mayor se encontraría el cuerpo del "payanés manchego", enterrado "bajo el vuelo de alguna golondrina atrasada."
Pero aquí solo deseo escribir acerca de la historia del atractivo que ejerció Cartagena sobre los colonizadores españoles, y de la sucesión de intentos de invasión por parte de corsarios ingleses y por las marinas estatales francesa e inglesa a lo largo de dos siglos y medio, sin que nunca lograran capturarla y establecerse en ella de forma duradera, en paralelo con el esfuerzo de fortificación llevado a cabo por la corona española tratando de corregir el carácter vulnerable de este enclave estratégico, observado tras cada invasión.
En primer lugar hay que decir que el atractivo inicial del enclave no fue otro que la costumbre inveterada practicada por los indios Zenú de enterrar a sus ancestros principales rodeados de joyas de oro y piedras preciosas, lo que, tras descubrir sus enterramientos, despertó la ambición de enriquecimiento de los conquistadores-aventureros españoles por saquear las tumbas de esta civilización casi milenaria. El hecho se encuentra muy bien documentado en el Museo del oro Sinú de Cartagena, cuya visita es obligada (complementada con el de Bogotá).
Esto solo puede producir escándalo en quienes sostienen beatíficamente que el motivo principal de la conquista española fue la evangelización de aquellas tierras. La expansión europea por el resto del globo —iniciada por portugueses y españoles— nunca tuvo esa finalidad, como tampoco la había tenido la invasión del Mediterráneo occidental por los vikingos y normandos, las cruzadas cristianas por el Mediterráneo oriental, o la consolidación evolutiva de los imperios territoriales con que se fraguaron los grandes estados modernos a partir de la dinastías patrimoniales que lograron poner fin a la larga y cruenta lucha entre más de quinientos señores guerreros durante el último medio milenio de la Edad media, hasta conseguir reducir a la décima parte la nómina de soberanos europeos en el año 1500. Y algo parecido había ocurrido antes con la expansión del imperio marítimo ateniense, las conquistas de Alejandro o el imperio romano, hecho posible por el tesoro de los Ptolomeos que Cleopatra entregó a Julio César, o con la caída de ese imperio a manos de las tribus germánicas que edificaron la Europa altomedieval.
Esto es, el impulso de la expansión colonial europea no fue otro que la ambición de soberanos y colonizadores. La acción de estos últimos se vio multiplicada por la trilogía a la que Jared Diamon denominó Armas, gérmenes y acero, pero especialmente por los segundos, ya que probablemente la acción más mortífera en el nuevo continente se debió a los excrementos de los equinos que acompañaron a los conquistadores —y a los gérmenes que ellos mismos diseminaron involuntariamente, mucho más que al ejercicio voluntario de la guerra—, ya que la inmunización de la población de Eurasia frente a este tipo de bacterias se debió a la cohabitación permanente con grandes mamíferos, cosa que no había ocurrido en América.
A continuación, la subordinación de la civilización conquistada por la conquistadora, principalmente a través de la encomienda y más tarde por la formación de haciendas, debió de producir la pérdida de vitalidad demográfica de la primera —acentuando el efecto de la disolución de sus formas organizativas—, solo compensada por la aportación de población esclava y por la mayor capacidad de reproducción de los mestizos, negros, zambos y mulatos (herederos de la inmunización, tras la mezcla genética). Cabe decir que Cartagena fue el principal centro de llegada y comercio de esclavos en toda la América española.
El éxito de la conquista española no pudo por menos que despertar la ambición de los estados europeos emergentes. Sin embargo, lo que sorprende todavía hoy a los historiadores es la continuidad y regularidad del tráfico intercontinental durante casi trescientos años —con escasos sobresaltos— de las flotas de Indias que partían de Cartagena y atravesaban regularmente el Atlántico, y de las que conectaban anualmente América con Filipinas y el extremo Oriente a través del Galeón de Manila. Ningún país a lo largo de la historia ha logrado semejante hazaña. No hay que defender lo indefendible para enaltecer este fenómeno histórico, sin complejos.
Ciertamente, los tres mayores sobresaltos han dejado su huella en la ciudad de Cartagena. El primero ocurrió tras la alocada decisión de Felipe II de enfrentarse al mismo tiempo a los sublevados flamencos y a Inglaterra alegando razones de herejía. La maniobra de diversión de Sir Francis Drake, siguiendo órdenes de su reina, consistió en entrar a saco en Cartagena, completamente desprotegida, y aposentarse en el centro mismo de la ciudad en 1586, ocupando la mejor casa colonial que todavía se conserva (véanse mis fotografías).
Aunque la toma de la ciudad no duró más que dos meses, puso de manifiesto la vulnerabilidad de la ciudad por todos sus costados, probablemente fruto del exceso de confianza en el poderío de España, pese a que ya había sido saqueada dos veces por los franceses: en 1544 por Roberto Baal y en 1569 por Martín de Cote (aunque John Hawkins había intentado bloquearla un año antes que Drake, pero tuvo que desistir). A su gran bahía —equiparable a la de "Cartagena de Oriente", en el Mediterráneo, como las diferenció Juan de la Cosa—, se entraba por una inmensa apertura, denominada "Boca Grande", absolutamente indefendible, especialmente porque su flota de resguardo consistía simplemente en dos galeras y una galeaza (esta última no navegable). Como ha señalado Phillip Williams, el dominio marítimo occidental pasó de España a Inglaterra y Holanda al desplazarse del Mediterráneo al Atlántico, en donde la galera a remos no servía y sí la pericia en el manejo del galeón y la vela.
En cambio, la fuerza del imperio español consistió en la firme voluntad de asentamiento y permanencia, frente a la del imperio británico, especializado en mantener un rosario de puertos, depósitos, escalas e islotes a lo largo del globo para facilitar los intercambios comerciales, como señaló David Landes. El mismo año del ataque de Drake llegaron a la ciudad los ingenieros Tejada y Antonelli para fortificarla, construyendo a la larga el mejor recinto amurallado conservado todavía hoy en América, además de proteger la bahía con varios fuertes, que defendían las entradas de Bocagrande y Bocachica. Conviene pasearse por encima de sus murallas y baluartes para percibir el efecto disuasorio que aquello debió de significar para cualquier intento de asalto, que era precisamente la especialidad inglesa. El propio Drake desistió de intentarlo de nuevo diez años más tarde, tras sus fracasos en Canarias y Puerto Rico, para ir a asaltar Panamá y acabar muriendo en Portobelo. En cambio, quien sí lo logró durante tres meses fue el francés Barón de Pointis en 1597, el mismo año en que Antonelli presentó su plan completo de fortificaciones, que todavía no eran más que un proyecto.
La capacidad de defensa de la ciudad fue puesta a prueba finalmente en 1741 por la impresionante flota de 186 navíos, 23 600 hombres y 2000 cañones del Almirante inglés sir Edward Vernon, frente a los 3 600 hombres y 6 navíos disponibles para su defensa. La gran entrada de Bocagrande ya había quedado obstruida por la acumulación de arena y la gran cantidad de navíos hundidos. La entrada de la flota inglesa se produjo por Bocachica, mucho mejor defendida por el castillo de San Luis, que cayó tras fuerte resistencia. Igualmente sucedió con la batería de San José y el fuerte Santa Cruz de Castillogrande, sin que los intentos de hundir los navíos defensivos lograra impedir la entrada de los atacantes en la bahía. El comandante Blas de Lezo organizó la resistencia final en el castillo de San Felipe de Barajas, construido inicialmente en 1657 en lo alto del cerro que domina la ciudad por la parte interior. La batalla por la toma del castillo y de la ciudad recuerdan las grandes hazañas de las defensas de Malta y Famagusta en el Mediterráneo dos siglos antes. Con la peculiaridad de que la larga permanencia de los atacantes embarcados en los galeones producía ahora la extensión de las epidemias y el transcurso del tiempo era la mejor arma defensiva, administrada sabiamente por el comandante guipuzcoano, lo que acabaría obligando a los atacantes a abandonar el asedio al llegar la temporada de lluvias.
De la voluntad de permanencia del imperio español en Cartagena da buena idea la ingente tarea de fortalecimiento completo del castillo de San Felipe, terminada en 1798. En caso de derrota, una impresionante red de túneles subterráneos habría permitido minarlo y destruir a las fuerzas ocupantes. Se realizó además la escollera submarina de Bocagrande, que cerró definitivamente el paso de navíos sin impedir la renovación del agua de la Bahía. El genial ingeniero Antonio de Arévalo llevó a cabo estas y otras obras de defensa, especialmente hidráulica, que convirtieron a Cartagena en una plaza definitivamente inexpugnable. Contemplar todo esto hoy, tras su restauración, permite comprobar que solo trece años antes de la primera declaración de independencia España contemplaba su presencia en América como algo definitivo. Sin embargo, el imperio no era otra cosa que uno de los frutos inicialmente más logrados del Antiguo Régimen y perecería con él. Pero no a manos de los adversarios exteriores sino de los vientos de libertad que impulsaron la acción de los libertadores, la mayoría de ellos criollos, hijos de españoles.