El cáncer se me hizo más llevadero que la amenaza del coronavirus
Ahora ni siquiera puedo apoyarme en la amabilidad de los desconocidos. De hecho, más de la mitad de los desconocidos de la calle intentan matarme.
El año pasado, cuando publiqué en Facebook que me habían diagnosticado cáncer de páncreas en estadio II, mi familia, mis amigos, mis excompañeros de trabajo e incluso amigos de amigos me enviaron mensajes de apoyo y ánimo. Y falta que me hacía.
Solo podía pensar en Steve Jobs y Patrick Swayze, que murieron de cáncer antes de cumplir los 60 años. Solo una de cada 20 personas sigue viva cinco años después de que le diagnostiquen este cáncer. A mis 63 años y recientemente jubilado, tenía la esperanza de viajar y pasar tiempo de calidad con mi esposa, Laura, y con nuestras hijas adultas. Temía que esos sueños no llegaran a hacerse realidad.
Tras un año con problemas de estómago, me hicieron una resonancia y me detectaron un tumor que, a la luz de la biopsia, resultó ser maligno. El siguiente mes estuvo repleto de visitas de especialistas, análisis de sangre, resonancias e inmunoterapia, hasta que llegó la hora del bisturí. El cirujano me extirpó medio páncreas, el bazo y los ganglios linfáticos de entre ambos órganos. Laura esperó las cinco horas de cirugía acompañada de sus mejores amigos y yo me desperté rodeado de flores, sonrisas y un osito de peluche.
No existía cura, pero mi médico programó seis meses de quimioterapia. Cada dos semanas, permanecía seis horas en una silla viendo cómo entraba gota a gota de esa sustancia química por un tubo conectado a una arteria de mi cuello. Me mareaba. Acababa la sesión tan sensible al frío que necesitaba llevar guantes para coger cualquier cosa del frigorífico.
Entre cada tratamiento, sufría náuseas, estreñimiento y calambres. Los médicos me dieron dos indicaciones para paliar mis síntomas y aumentar mis probabilidades de supervivencia: bebe mucha agua y haz muchísimo ejercicio.
Empecé a nadar, a ir en bici, a levantar pesas y a hacer yoga. Practicaba tai chi y meditaba en el parque del barrio. Súmale a eso mis visitas semanales al loquero y a la clínica de acupuntura, dos pilares de mi “equipo”. Mis amigos me acompañaban al centro de infusiones intravenosas y me sostenían la mano. El 11 de marzo de este año, me dijeron tras una resonancia que estaba libre de cáncer.
Pero en la misma visita en la que me dieron esta buena noticia, mi oncóloga me advirtió sobre los peligros que supone el coronavirus para mí. Sin el bazo, que es el órgano que fabrica los glóbulos blancos que combaten las infecciones, mi sistema inmune había quedado permanentemente debilitado. Me dijeron que lo mejor, en mi caso, era autoconfinarme. A la semana siguiente empezó oficialmente el confinamiento en Washington, D.C..
Pan comido, pensé. Iba a ser una tontería en comparación con el cáncer. Podía vivir un tiempo aislado y poniéndome mascarilla. Desde que me operaron, cada vez que me invitaban a una fiesta, preguntaba si había alguien enfermo. Si la respuesta era sí, declinaba la invitación.
Cuando daba paseos o iba en bici, me tranquilizaba ver que la mayoría de la gente llevaba mascarilla. Me sentía más seguro. A medida que la tasa de mortalidad de la pandemia descendió, me animé a comer en restaurantes de nuevo, pero en la terraza.
En poco tiempo, Washington D.C. empezó a reabrir todo, la gente interpretó que ya no había virus y muchos volvieron a su vida normal.
Ahora, en mis paseos diarios, ni la mitad de las personas con las que me cruzo llevan mascarilla. Cuando me cruzo con alguien sin mascarilla mirando tranquilamente su iPhone, tengo que invadir la calzada para apartarme. Cuando voy en bici, muchos ciclistas vestidos como si estuvieran en el Tour de Francia me adelantan resoplando sin mascarilla. En el súper, muchas personas ya no respetan la distancia de seguridad, seguramente embobadas con sus vídeos de TikTok.
Necesito nuevos protocolos para mantenerme a salvo.
Al final llamé al sustituto de mi oncóloga (que estaba de baja por maternidad) para pedir consejo. Según me dijo, no hay una estrategia nacional oficial. Empezó a contarme sus dramas: sus propios hijos, muy a su pesar, insisten en seguir yendo a la piscina con los amigos. Y algo más preocupante: me dijo que cada vez hay más pacientes sin historial de cáncer muriendo por complicaciones derivadas del coronavirus.
Hay 16,9 millones de supervivientes de cáncer en Estados Unidos, pero nadie nos tiene en cuenta. El único consejo que me pudo dar fue que extremara las precauciones de cualquier forma que se me ocurriera. Genial. Si tomo una mala decisión y contraigo el coronavirus, será culpa mía.
Fue entonces cuando me di cuenta de que la vida es más sencilla con cáncer que con coronavirus. Cuando tenía cáncer, había unas pautas bien marcadas que debía seguir. Con el coronavirus, no tengo ese GPS. Los únicos consejos que me dan los médicos son que me lave las manos y que me ponga mascarilla. Ahora ni siquiera puedo apoyarme en la amabilidad de los desconocidos. De hecho, más de la mitad de los desconocidos de la calle intentan matarme.
Después de haber superado un cáncer con bajísima tasa de supervivencia, no me hace ilusión morir por un virus que nadie vio venir, así que he tenido que poner mi seguridad exclusivamente en mis manos.
He redoblado las precauciones y sigo consejos de seguridad que las propias autoridades dicen que no son necesarios, como frotar con alcohol todo lo que compro y lavar bien las frutas y verduras en el fregadero. Compro mascarillas con triple filtro todas las semanas y le añado un filtro de café y un papel de cocina. No puedo volver a comer en un restaurante hasta que no se desarrolle la vacuna. Tengo que dar por hecho que todo el mundo es portador y he dejado de ir en bici. Cuando salgo de casa, compruebo que llevo dos cosas en los bolsillos: las llaves y el desinfectante. Y con eso tampoco es suficiente.
La semana pasada, Laura fue a la consulta del dentista, donde aseguran que toman todas las medidas de precaución necesarias para evitar que los pacientes estén expuestos al virus. Cuatro días después, llamaron para avisar de que la higienista bucodental que había atendido a mi mujer tenía síntomas de coronavirus. Ahora, la persona a la que más quiero, la que duerme en mi cama, puede ser el mayor peligro para mí.
Tras 10 días de nervios, el dentista llamó para confirmar que la higienista había dado positivo. Laura no tiene ningún síntoma, pero su médico quiere hacerle la prueba. Y ese es el limbo en el que voy a vivir hasta que se desarrolle una vacuna.
No hay manifestaciones a favor de la mascarilla, y si las hubiera, no podría ir. En vez de eso, he empezado a bombardear por Twitter a los diputados para que propongan una estrategia sanitaria coherente contra el coronavirus.
Lo más irritante es saber que todo esto se podía haber evitado. Los epidemiólogos llevan desde la ‘gripe española’ de 1918 trazando planes de actuación ante pandemias, pero la forma en que Trump ha manejado esta pandemia hace que vivamos en un continuo estado de terror. Ahora soy yo quien manda apoyo y ánimo por Facebook a las personas que han perdido a sus seres queridos a causa de la Covid-19.
Y no hace falta ni explicar por qué votaré a Biden este otoño.
Este postlo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.