(Breve) elegía y recuerdo de la canción del verano
¿Con qué canción recordaremos este verano de mascarillas y confinamientos?
Os acordáis: el verano era una canción. Toda España estaba de vacaciones mientras en la radio cada mediodía ensayaban la democracia: “vote ahora y elija su tema favorito”. A fuerza de repetirlos una y otra vez, acabamos por odiarlos: que si Los Diablos y un Rayo de sol, que si Tony Ronald y Help, que si Fórmula V y Eva María. Además del espejismo de ser europeos, el sufragio radiofónico tenía su recompensa aunque yo casi nunca tuviera suerte en el sorteo. Tampoco en eso me puedo quejar: un año conseguí un elepé con el himno de la Olimpiada de Tokio y otro tres rollos de papel pintado.
En el transistor, el verano siempre tenía un estribillo entre pegadizo y pegajoso, cargado de uúu, ohyeah y tararás. Con el tiempo supe que la receta del triunfo valía lo mismo para un pasodoble que para un pasacalle: un arranque potente, una melodía pegadiza, una letra ligera y tres minutos de cocción. El resultado debía ser tan complejo y perfecto como aquel izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, atrás, un, dos, tres de John y Charley, los hermanos que llegaron de una Holanda muy distinta a esa que nos regatea las ayudas comunitarias.
Una intensa campaña de promoción, que empezaba en abril y terminaba otoño, despejaba el camino hacia el éxito. Así venía siendo desde 1963, cuando las discográficas descubrieron una mina que todavía hoy parece inagotable.
Entre flores, fandanguillos y alegrías, España entera coreaba Vivaaaa en las piscinas, en las verbenas, en la multitud de festivales que florecieron desde Benidorm a Málaga, desde el Mediterráneo al Atlántico. Me lo dijo Pérez que estuvo en Mallorca y vio de cerca la bronca que Fraga Iribarne, el mentor del Spain is diferent, le echó a Alberto Cortez por cultivar un estilo tan insulso, pese a que Karina supiera sacarle el mismo rendimiento que Marisol a Tu nombre me sabe a yerba o Corazón contento.
Y todo un continente empobrecido, carcomido de historia y de mercado negro, de repente nos fue más familiar cuando un parisino cruzó Roncesvalles para enseñar los pasos del kazackov a los hijos de los que años antes habían gritado ¡Rusia es culpable! en la Plaza de Oriente. Émulo de Napoleón, Georgie Dann, que en realidad responde al nombre de Georges Mayer Dahan, conquistó la Piel de Toro batalla a batalla, meneo a meneo, desde Mi cafetal o La barbacoa a El negro no puede, pero mi favorita fue siempre El bimbó, que alguna tarde vuelvo a escuchar con la nostalgia de la rebelión.
A partir de ahí, el verano fue Babel. Todo se mezcló hasta confundirse: el pop y el rock, los bailables y el folklore, Rafaella Carrá y Gary Low, Mecano y Alaska, Bosé y Azúcar Moreno. Mientras la efeeme cambiaba el concurso por la fórmula, el videoclip, la auténtica star, mató a una televisión de la que ya habían desaparecido el playback y el cuerpo de baile. Los vinilos fueron a parar al cubo de la basura, grabábamos cedés con emepetrés para escuchar en la playa Macarena, Aserejé, Moving y Ave María, cuando serás mía. Nunca el futuro nos pareció más incierto. Así nos sorprendió el tiempo.
Ignoro cómo recordaremos este verano de 2020, entre amagos de confinamiento y oleadas del pesimismo. Todavía, en la alta noche, solo, con el vaso en la mano, pienso en mi vida y echo de menos aquellas madrugadas con la máquina de discos sonando en el bar y la radio desafiando tardes de un calor más llevadero que el de hoy. Como advirtió Gil de Biedma, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, aunque a veces, en mitad de cualquier atasco, antes o después de que salte una cuña de publicidad en Spotify, nos guste tanto una vieja canción.