Brasil está a punto de mostrar al mundo cómo colapsa una democracia moderna
El presidente de ultraderecha Jair Bolsonaro es una amenaza para la democracia y un modelo de autoritarismo que líderes de todo el mundo quieren seguir.
RÍO DE JANEIRO (BRASIL) — 1 de abril de 1964. Los tanques entran a Río de Janeiro por la mañana, algunos procedentes del estado vecino de Minas Gerais, otros desde São Paulo. La capital de Brasil es desde hace unos años Brasilia, la nueva ciudad planificada del interior del país, pero Río sigue siendo el centro efectivo del poder y, en algún lugar de la ciudad, el presidente João Goulart trata de aferrarse a ese poder.
Goulart, un político de izquierdas que se convirtió en presidente en 1961, llevaba unos días pegado al teléfono hablando con un oficial militar, el general Amaury Kruel. El general esperaba evitar la caída del gobierno de Brasil pidiendo a Jango, como se conocía a Goulart en Brasil, que despidiera a importante oficiales de izquierda e instituyera una serie de reformas que agradarían tanto a los militares como al grupo centrista del Congreso que se oponía al giro de Goulart hacia la izquierda.
Pero Goulart se negó. Y los militares se alzaron.
A la mañana siguiente, Goulart ya había huido a Porto Alegre. Unos días después, estaba en Uruguay. La democracia de Brasil se había derrumbado.
Cinco décadas después, la tarde del 28 de octubre de 2018, miembros de las fuerzas armadas de Brasil volvían a marchar por las calles de Río. Los jeeps verdes del ejército pitaban y daban fogonazos con las luces; los soldados, subidos encima, ondeaban banderas brasileñas mientras las masas celebraban su llegada.
Esta vez, en cambio, las fuerzas armadas no salían a las calles para derrocar a un presidente, sino para alabarlo. Jair Bolsonaro, congresista federal y ex capitán de la armada, acababa de ganar las elecciones para convertirse en el 38º presidente de Brasil.
Militares brasileros desfilan por las calles de Río festejando el triunfo de Bolsonaro y la gente los vitorea. Qué pesadilla. pic.twitter.com/hh1gAiHA0r
— Diego Iglesias (@IglesiasDiego) October 29, 2018
"Qué pesadilla", tuiteaba el periodista argentino Diego Iglesias ante tal escena.
Bolsonaro, cuya presidencia ha comenzado con una ceremonia inaugural el día de Año Nuevo en Brasilia, ha alabado en numerosas ocasiones la dictadura militar de Brasil, que finalizó en 1985 dando paso a una nueva democracia. La llegada al poder de Bolsonaro comparte muchas semejanzas con el régimen militar: Bolsonaro se ha aprovechado del descontento y el hastío generalizados hacia un establishment político incompetente y corrupto, de la ferviente oposición a un partido de izquierdas que llevaba más de una década en el poder, de una crisis económica de la que Brasil apenas empieza a salir, y del incremento de los delitos con violencia.
Y aunque él achaca su auge a una revolución "populista", su base de votantes es más bien similar a la que antaño apoyó a los capitanes golpistas: altas élites financieras, sectores de la población dispuestos a vender los derechos y la vida de los pobres y marginados por su propia seguridad y prosperidad económica, y partidos y políticos tradicionales que en su momento se cruzaron de brazos y ahora se niegan a reconocer su propio papel en la creación del monstruo.
Como entonces hicieron las fuerzas armadas, Bolsonaro ha amenazado a sus oponentes políticos de izquierdas con violencia y cárcel. Ha prometido llevar a cabo una "limpieza [política] nunca antes vista en Brasil", y ha amenazado a los medios que informen desfavorablemente sobre él. Su vicepresidente es un antiguo general del ejército que, en una entrevista con la edición brasileña del HuffPost, no descartó una vuelta al régimen militar y propuso que la nueva administración reescriba la Constitución del país.
Este fenómeno no es exclusivamente brasileño. Países de todo el mundo, desde Hungría a Turquía, pasando por Filipinas, se han encomendado a líderes ruidosos que prometen renovaciones instantáneas y soluciones milagrosas bajo la bandera de un "populismo" nativista de derechas. Y aunque a los medios les encanta la palabra populista, los votantes de base que apoyan a estos candidatos suelen ser las grandes élites de la nación.
Cada cita electoral se ha convertido, de algún modo, en un referéndum sobre el estado de la democracia global en su conjunto. Y cada victoria de una figura antidemocrática de derechas va allanando el camino a un candidato similar para las elecciones de otro país.
No obstante, de todo este grupo, Bolsonaro parece ser la mayor amenaza para una democracia importante. La de Brasil es la cuarta mayor del mundo, y la mayor en Latinoamérica por población. Si muere, esta vez no será a manos de las fuerzas armadas. Será ella misma la que dé el paso.
"Ha habido muy, muy pocos golpes militares en Latinoamérica en los últimos 35 años", explica Steven Levitsky, científico político de la Universidad de Harvard y autor de How Democracies Die. "Por ello, al mismo tiempo que veo complicado el aumento de apoyo público a un golpe militar, veo mucho más probable que la democracia brasileña muera a manos de un líder electo".
Brasil está a punto de demostrar al mundo cómo una democracia moderna se resquebraja.
'La democracia no ha cumplido'
Todavía era temprano para tomarme una cerveza cuando me crucé con el primer vendedor de cervejas heladas por la Avenida Paulista de São Paulo en un día de verano brasileño a finales de noviembre.
Esta calle, que divide uno de los barrios más ricos de la ciudad, estaba cerrada por ser día festivo, los escaparates anunciaban descuentos por el Black Friday, y un árbol de Navidad gigante en uno de los centros comerciales anunciaba que las navidades estaban a la vuelta de la esquina. Tanto locales como turistas echaban un vistazo a los puestos de artesanías, y por los altavoces se oía música pop para las personas que hacían yoga en la calle.
Aparte de los esporádicos grafitis políticos en farolas o en la acera, apenas había signos de que a lo largo de 2018 los brasileños habían llenado la Avenida Paulista en repetidas ocasiones para manifestarse a favor o en contra de Bolsonaro.
Fue ahí, en julio, donde la gente de São Paulo llevó a cabo la mayor protesta de mujeres en la historia de Brasil, que animaban a votar por otro candidato, teniendo en cuenta el historial de declaraciones racistas, sexistas y homófobas de Bolsonaro. "Ele Nāo", gritaban. "Él no".
Fue ahí también donde los partidarios de Bolsonaro se manifestaron a mediados de octubre para impulsarle hacia una mayoría que se le había escapado de las manos en la primera vuelta electoral. Durante esa manifestación, Bolsonaro, que había sido apuñalado en un acto de campaña en septiembre, comunicó a las masas por teléfono móvil que, como presidente, perseguiría la financiación a los grupos y medios en defensa de los derechos humanos. Prometió dar dos opciones a su oponente —el ex alcalde de São Paulo Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), de izquierdas— y a los principales activistas de izquierdas: "O dejarlo o entrar en la cárcel".
Era finales de noviembre y "todo parece normal", me dijo un amigo, "hasta que ves las noticias".
Al igual que Trump, Bolsonaro es una criatura de la podredumbre de las instituciones democráticas de su país, asentada antes de que el personaje entrara en acción.
En Brasil, el poder siempre ha estado concentrado en la élite blanca y pudiente; las tasas de alfabetismo y educación siguen siendo bajas, especialmente entre los pobres; las fuerzas policiales, supermilitarizadas y mal entrenadas, siguen matando a grandes cantidades de ciudadanos pobres (sobre todo negros); y la vuelta a la democracia ha estado marcada por un década de inestabilidad económica e hiperinflación que ha perpetuado las desigualdades sociales, raciales y salariales.
Aun así, Brasil se ha presentado en las últimas décadas como un ejemplo brillante de aquello a lo que la democracia latinoamericana podría aspirar algún día. El expresidente Fernando Henrique Cardoso estabilizó la economía a principios de los 2000, luego el presidente de izquierdas Luiz Inácio Lula da Silva, un agitador de clase trabajadora, ejerció el cargo durante un periodo de rápido crecimiento que hizo que la economía de Brasil superara el ritmo de las de Francia y Reino Unido.
Según datos del gobierno de da Silva, los programas de bienestar social ayudaron a unos 30 millones de brasileños a salir de la pobreza, las acciones políticas incrementaron el acceso a la educación, la salud y el empleo de negros, mujeres, pobres e indígenas. Los delitos violentos bajaron a niveles mínimos. Cuando da Silva dejó el Gobierno en 2010, su índice de aprobación se acercaba al 90%. Parecía que, por fin, Brasil funcionaba.
¿Funcionaba? En 2010, Tiririca, un payaso brasileño, anunció que se presentaba al Congreso por São Paulo y lanzó una campaña en la que parodiaba el sistema político brasileño. "Pior do que está não fica, vote no Tiririca", decía, o: "Como la cosa no puede empeorar, vote a Tiririca". El cómico satirizó la corrupción endémica en la política brasileña, prometiendo que él "enriquecería a todas las familias brasileñas, especialmente a la mía".
Luego ganó, y esa victoria, en retrospectiva, podría ser la señal de un descontento acechante que pronto explotaría Bolsonaro.
Brasil ya era uno de los países más desiguales en cuestión de distribución salarial y, aunque los pobres se beneficiaron indudablemente de las políticas del Partido de los Trabajadores —entre ellas, un aumento del salario mínimo—, la gran mayoría de los logros económicos conseguidos por da Silva fueron a parar al 1% de la población más rica de Brasil. Así que, aunque la nueva clase media-baja ganó más de lo que nunca tuvo, los obscenos niveles de desigualdad económica en Brasil posiblemente llegaron incluso a crecer durante los años buenos. Los delitos violentos se habían reducido, pero no a niveles propios de una democracia desarrollada: incluso antes de la crisis económica, Brasil tenía a más de una docena de las 50 ciudades más violentas del planeta.
Y las cosas empeoraron: la economía se derrumbó en 2013, dejando sin trabajo a millones de personas, y llevando de vuelta a la pobreza a otros tantos millones. En 2014, una investigación de lavado de dinero pasó a convertirse en la mayor investigación sobre corrupción política del mundo. La operación Lava Jato (lavado de coches) ha implicado a cientos de políticos, entre ellos da Silva y el presidente saliente Michel Temer, del centrista Movimiento Democrático Brasileño. Los delitos con violencia se han disparado: ha habido más de 60.000 homicidios cada año en los dos últimos. La presidenta Dilma Rousseff, sucesora de da Silva nombrada por él mismo, fue destituida en 2016. Da Silva fue condenado por lavado de dinero en 2017 y encarcelado en 2018; Temer se ha librado por poco de ir a juicio por acusaciones de sobornos.
En comparación con sus homólogos del resto de Latinoamérica, los brasileños siempre han demostrado un nivel bajo de apoyo a la democracia. Ese apoyo se ha debilitado aún más durante las crisis: en 2017, sólo el 32% de los brasileños respondió positivamente cuando el Latinobarómetro, que lleva a cabo sondeos en la región, les preguntó si estaban de acuerdo en que "la democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno". Ninguna nación latinoamericana más mostró tan poco apoyo a la democracia, mientras que otros sondeos desvelaron que casi dos tercios de los brasileños habían perdido su fe en los partidos políticos, en la presidencia y en el Congreso. Más de la mitad de los brasileños dice que apoyaría un estilo de gobierno más autoritario si "solucionara problemas".
"Si preguntas a la gente de la calle si les preocupa lo que Bolsonaro puede significar para la democracia, no es que estén particularmente inquietos", afirma Oliver Stuenkel, experto en ciencias políticas de la Fundación Getúlio Vargas de São Paulo.
"La democracia no ha cumplido con lo que muchos esperábamos", dice.
Gran parte de la culpa por el clamor popular que ha aupado a Bolsonaro ha recaído sobre el Partido de los Trabajadores (PT). Y una buena parte de ese criticismo es legítimo: da Silva y el PT llegaron al poder por algo parecido a una esperanza revolucionaria, por la creencia de "que podrían usar su poder en Brasil para beneficiar a los pobres, sin dañar a (de hecho, con ayuda de) los ricos", como escribió en 2016 el ensayista británico Perry Anderson.
Cuando Rousseff fue destituida en 2016, para alegría sobre todo de millones de brasileños de clase media y alta que marcharon en las calles pidiendo su salida, el partido ya había adoptado una política de austeridad económica y se había metido en ese tipo de corrupción que alienó a muchos de sus simpatizantes de clase obrera.
Además de su habitual base de élites, la contrarrevolución en Brasil podría contar ahora con ganar algo de apoyo de los votantes naturales del PT. Bolsonaro atrajo apoyos de todo el espectro político y social, incluso de los votantes pobres y negros, algunos de los cuales se verían afectados por sus políticas más represivas. Los sondeos antes de las elecciones daban la victoria a Bolsonaro por delante de Haddad entre los votantes negros y mestizos y entre las mujeres ―y también se llevó una parte sorprendentemente amplia de los votos de los brasileños LGBTQ― pese a su racismo, a su sexismo y a su homofobia.
"Aunque fuera racista, seguiría votando por él", comentó al HuffPost Brasil antes de las elecciones Marcelo Amador Pereira, un hombre negro que vive en São Paulo y perdió su trabajo durante el Gobierno de Rousseff. "Porque él va en contra del PT, y no aceptaré de ningún modo lo que el PT hizo a Brasil".
El fracaso de la élite, y la aquiescencia
Pero hay un problema si se explica el auge de Bolsonaro simplemente como una revuelta populista, ya que su principal fuente de apoyos no viene precisamente de los pobres y las clases trabajadoras que antes apoyaban con devoción al Partido de los Trabajadores, sino de las mismas élites contra las que el propio Bolsonaro se manfiestó, que no han asumido en absoluto la responsabilidad de crear las circunstancias propicias que hicieron posible su ascenso.
La salud de una democracia depende del apoyo mutuo a una serie de reglas básicas, pero después de las elecciones de 2014, el establishment brasileño de centroderecha empezó a ignorar este antiguo consenso. El Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) cuestionó los resultados de la ajustada reelección de Rousseff, dando oxígeno a las teorías de la conspiración de algunos sectores en redes que decían que la presidenta del Partido de los Trabajadores se había beneficiado de un fraude electoral.
Dos años después, los partidos centristas trataron de destituirla a través de un impeachment que parecía, más que una forma de responsabilizar a Rousseff, una oportunidad para el establishment brasileño de hacerse con el poder a través de una cruzada bastante loca que en las urnas no podrían ganar, y una oportunidad para protegerse del escrutinio público y judicial mientras tanto. Para otros derechistas, entre ellos Bolsonaro, era simplemente una oportunidad de librar a Brasil de un Gobierno de izquierdas que, según ellos, había programado una guerra contra "Dios, la familia y el pueblo brasileño".
La operación Lava Jato se vio desde el principio como un avance positivo para la democracia brasileña, como un esfuerzo para eliminar del sistema político la corrupción que campa a sus anchas. Pero ahora resulta innegable, incluso para los defensores de la investigación, que también tuvo un papel a la hora de debilitar la democracia en vez de fortalecerla.
"Uno de los resultados no deseados del caso Lava Jato, de esta confrontación a la corrupción, es una polarización extrema del debate público en Brasil", sostiene Bruno Brandão, director de Transparencia Internacional en Brasil. "También desacreditó al sistema y a la clase política. Y, aún más preocupante, desacreditó al propio sistema democrático".
La polarización no es sólo consecuencia de la investigación sobre corrupción; tanto a izquierdas como a derechas, los partidos con políticos implicados llevan años tratando de desautorizar la investigación. Temer trató continuamente de frenarla; el Congreso intentó parar una nueva legislación anticorrupción en mitad de la noche; da Silva y el PT la tacharon de intento de la élite por destruir a la izquierda, lo cual no es completamente cierto, dado que un buen número de políticos de otros partidos también fueron a la cárcel por este caso.
Pero los propios investigadores también contribuyeron a socavar la credibilidad de su causa y, por extensión, de la democracia. El juez Sergio Moro, que encabezó la investigación Lava Jato, fue responsable de la condena de da Silva, que iba liderando los sondeos presidenciales antes de que se le impidiera presentarse por el caso de corrupción.
Moro se considera desde hace años apolítico, pero su persecución de da Silva adquirió un cariz de fanatismo. La condena fue criticada por descuidada y legalmente cuestionable por expertos legales brasileños, y el momento en el que Moro reveló ciertos datos —llamadas telefónicas pinchadas entre Rousseff y da Silva, publicadas en 2016 en mitad de su impeachment; testimonios de acusación a da Silva, Haddad y al PT por trapicheos, desvelados la víspera de las elecciones— da indicios de que el juez inclinó la balanza de la investigación y, quizás, de las elecciones. (En noviembre, Moro aceptó el puesto de ministro de Justicia con Bolsonaro.)
Mientras tanto, las élites y los medios brasileños subestimaron la fuerza del auge anti-establishment que estaba teniendo lugar, o la dinámica que empezaba a supurar. En los dos últimos años, varios observadores y periodistas políticos brasileños me garantizaron no sólo que Bolsonaro no ganaría, sino que no podía. Cuando no lo ignoraban directamente, lo trataban como una atracción de feria; estaban seguros de que sus peores y más provocativas declaraciones serían suficientes para convencer a los brasileños de que era demasiado radical y reaccionario.
Bajo la superficie, Bolsonaro y sus simpatizantes se aprovecharon de las redes sociales, ampliando su mensaje a través de Facebook, Twitter y WhatsApp ―la red social más popular en Brasil―, explotando la existente desconfianza de los principales medios de Brasil y la utilidad de esas redes sociales para difundir noticias sin base y fabricadas de la nada.
Los miembros de la élite mediática y política estaban seguros de que, con da Silva y el PT aparentemente desacreditados, surgiría una figura del establishment moderada, de centroizquierda o centroderecha. Pero los brasileños dejaron claro su hartazgo del establishment centrista: mientras que el PT ganó más escaños que ningún otro partido en las elecciones al Congreso, el centroderecha se llevó un chasco en la primera vuelta de la votación. El cinismo, la corrupción y la defensa de políticas económicas impopulares con Temer habían dejado un vacío en la derecha, y entonces vino Bolsonaro a llenar ese vacío.
Bolsonaro hizo uso de la corrupción como una porra contra el PT desde el principio, convirtiendo sus vínculos con Lava Jato en un ataque sin cuartel contra su legitimidad y su derecho a existir. La izquierda, según sugería Bolsonaro en su web, quería "importar ideologías que destruyen nuestra identidad" como brasileños. Con esto apelaba a los movimientos evangélicos y conservadores (cada vez mayores), así como a segmentos de las clases medias que se oponían al liberalismo social de la izquierda, y que influyeron (para mal) en el esfuerzo por avanzar en los derechos civiles de brasileños pobres, LGBTQ y negros.
Que Bolsonaro había adoptado una postura anticorrupción meramente como una táctica de campaña —como hizo Trump— era evidente antes incluso de que llegara al poder. El hijo de Bolsonaro, Flávio, ya está siendo cuestionado por un posible caso de corrupción y pese a prometer que entre sus ministros no habría ningún condenado por corrupción, Bolsonaro ha nombrado al menos a siete personas que han estado o están implicadas en estos escándalos, según The Intercept. Entre ellos, su jefe de gabinete y ministro de finanzas, Paulo Guedes, un economista educado en la Universidad de Chicago defensor del mercado libre, cuyos vínculos con Bolsonaro durante la campaña dieron a las élites empresarias las garantías que necesitaban para adular a ese supuesto "populista".
Como en el caso de Trump, el ataque de Bolsonaro a la corrupción iba más allá de la hipocresía. Era un llamamiento a la raza superior o Herrenvolk —ventajas para la clase dominante, con prohibición o marginación del resto— y la oratoria demagógica sobre corrupción se adaptó a otros temas más amplios, como la contaminación de la identidad brasileña por las clases más bajas del país.
A lo largo de la historia, como escribió Hannah Arendt, los totalitaristas han dependido de una coalición entre la élite y la muchedumbre. En Brasil, como en el resto del mundo, el auge de un nuevo autoritarismo requería el consentimiento de una clase aristocrática reticente a aceptar la culpa de cualquiera de los males sistémicos a los que se enfrentaba el país. Y aunque la mayoría de los medios fueron generosos con la atención que prestaron a la gente normal que apoyaba a Bolsonaro, resulta más significativo el hecho de que sus niveles de apoyo aumenten a medida que se sube la escalera de ingresos, gracias a las élites que comparten con él su rechazo a la izquierda y que han apoyado de buen grado a un fascista con tal de frustrarla.
En cualquier caso, los peores males que Bolsonaro puede infligir estarán reservados para la población más vulnerable de Brasil. Las élites, como siempre, están exentas del dolor que pueden causar.
'Bolsonaro puede hacer cosas que Trump no puede'
Si te parece que todo esto se parece sorprendentemente a lo que ocurrió en Estados Unidos, no es casualidad. Para su ascenso al poder, Bolsonaro se ha fijado en la subida de Trump, cuya victoria se construyó sobre años de erosión democrática.
Trump también fue, simplemente, un síntoma de una enfermedad mayor, producto de la menguante fe de los americanos en sus instituciones democráticas. Y Bolsonaro adoptó muchas de las estrategias de Trump: él también incitó a la violencia contra los críticos, apeló a miedos nativistas y racistas y sugirió que si perdía, sería por culpa de los chanchullos de sus rivales políticos. También pidió la encarcelación no sólo de su oponente, sino de activistas que trabajaban en la izquierda. Apuntó a la sociedad civil, sugiriendo que las organizaciones no gubernamentales y grupos de derechos humanos deberían ser suprimidos. Prometió dar incluso más manga ancha a las fuerzas policiales para matar con más libertad y tachó a los medios de agentes de las fake news que se dedican a proteger al establishment corrupto.
La campaña de Bolsonaro, como la de Trump, se basó en lanzar ideas cada vez más absurdas y antidemocráticas, a menudo filtradas a través de su hijo Flávio, un congresista que actuó de facto como el gurú en redes sociales de Bolsonaro. Flávio y el candidato a vicepresidente, el general Antonio Hamilton Mourão, aludieron a ideas a cuál más radical —como, por ejemplo, cerrar el Congreso si era necesario—, que iban seguidas de una suavización por parte de Bolsonaro padre si un periodista le preguntaba por las mismas o si generaban demasiado escrutinio.
Esta estrategia, deliberadamente o no, tiene el efecto de hacer que Bolsonaro parezca más moderado de lo que lo es, desplazando los temas importantes por los que está siendo evaluado. Un Bolsonaro que hace todo salvo cerrar el Congreso, reescribir la Constitución o restablecer el régimen militar empieza a parecer un demócrata comprometido.
Pero hay una diferencia clave entre Bolsonaro y Trump, y es que la peor versión del primero tendrá efectos mucho más dañinos sobre la democracia brasileña en comparación con lo que Trump ha hecho, o podría hacer, en Estados Unidos.
"Bolsonaro puede hacer cosas en Brasil, potencialmente, que Trump no puede", asegura Levitsky, "porque las instituciones brasileñas no son ni de lejos tan fuertes como las de Estados Unidos".
Los nombramientos de ministros de Bolsonaro incluyen a más ex oficiales militares que cualquier otro gobierno civil desde el final de la dictadura. Ha nombrado a ministros que usan la misma retórica paranoide y "antiglobalista" que se hizo habitual desde los primeros días del Gobierno de Trump.
Bolsonaro y su ministro de Educación, Ricardo Vélez Rodríguez, apoyan el movimiento Escolas sem Partido (Escuelas sin partido), un método antiguo radical para evitar que las escuelas públicas y universidades "adoctrinen" a estudiantes con ideologías políticas de izquierdas. Unos días después de las elecciones se informó de que algunas universidades habían sufrido redadas para sacar todos los libros sobre fascismo, y de que los profesores y otros académicos que se habían opuesto al nuevo presidente y lo habían descrito como fascista estaban siendo acosados.
Bolsonaro también ha enviado señales de que seguirá con sus amenazas de incautar tierras indígenas para abrirlas a intereses mineros y agrarios; ha dihco que Brasil debería "integrar" a sus tribus indígenas —incluso a las que viven en reservas protegidas y a los pueblos aislados— en la sociedad brasileña en contra de su voluntad.
Es posible que Bolsonaro gobierne como un verdadero autócrata, que podría aprovecharse de cualquier pequeña crisis para consolidar el poder y apartar la democracia en un solo acto. Podría cerrar el Congreso; podría criminalizar al Partido de los Trabajadores y a otros partidos y movimientos de izquierdas; podría criminalizar a los que disienten, a los que protestan y a la prensa libre.
Lo más probable es que gobierne de una forma similar a Trump, atacando a la prensa, a los oponentes políticos y a las instituciones democráticas con una descarga constante de criticismo que erosione aún más la credibilidad de sus simpatizantes y del público en general, y que tenga un efecto escalofriante sobre la oposición legítima. Bolsonaro se refiere a casi toda la izquierda política como "comunismo", y ha dicho que su movimiento pretende impedir que las "ideologías extranjeras" se abran paso en Brasil. Más que una dictadura pura y dura, el régimen de Bolsonaro podría llegar a parecerse a la purga anti-izquierdas más fea de la historia estadounidense.
"Suena a macartismo", comenta Alexandre Padilha, miembro de alto rango del Partido de los Trabajadores que trabajó para el Gobierno de da Silva. Bolsonaro "odia todo lo que es izquierda en Brasil, y cree que, básicamente, debería ser eliminado".
La derecha utiliza estos miedos y la retórica que les ha inspirado como una fuente de humor. El día antes de la investidura, Carlos Bolsonaro ―concejal de Río e hijo del presidente― publicó en Twitter un vídeo de su padre celebrando los asesinatos policiales y llamando "maricas" a sus oponentes.
"La izquierda está llorando", dijo con sorna.
A esquerdalha chora! 😂😂😂 pic.twitter.com/YwhUCAajzy
— Carlos Bolsonaro (@CarlosBolsonaro) December 29, 2018
En los Estados Unidos, los continuos ataques de Trump han tenido efectos negativos en cómo los estadounidenses ven sus decisiones, la prensa y otras instituciones democráticas, y su retórica ha envalentonado a racistas y ultranacionalistas blancos y ha contribuido de forma potencial al aumento de los delitos violentos contra minorías raciales, étnicas y religiosas.
La violencia política ya es sorprendentemente común en Brasil: en 2018, la edil de Río de Janeiro Marielle Franco fue asesinada cuando salía de un acto político, y 28 candidatos fueron asesinados sólo durante el periodo electoral de 2016. La insistencia de Bolsonaro en que sus partidararios ataquen a los políticos del PT podría tener consecuencias mortales.
Su gente ya ha pillado la idea: en los días antes de las elecciones, los votantes de Bolsonaro destruyeron con orgullo homenajes a Marielle Franco en Río y en los mítines del entonces candidato empezaron a surgir símbolos del ultranacionalismo americano, entre ellos la bandera de Kekistan, el país mítico creado y adorado por los tipos de la alt-right en foros de internet. La noche de las elecciones, sus seguidores ondearon banderitas para conmemorar al ex coronel del ejército que llevó a cabo el programa de tortura de la dictadura militar.
Los brasileños LGBTQ, que ya sufren altos índices de violencia, también temen que la oposición agresiva de Bolsonaro a sus derechos dé a sus simpatizantes licencia para aumentar aún más los ataques contra ellos. La retórica de Bolsonaro sobre la policía y la seguridad pública ya ha envalentonado a algunos de los oficiales más estrictos de las fuerzas policiales de Brasil, según cuentan los locales.
En São Paulo, un joven escritor negro que vive en una favela a las afueras de la ciudad me dijo que había sido detenido por la Policía cinco veces en las tres primeras semanas después de las elecciones, normalmente cuando volvía del trabajo a su casa, por su barrio. En Río, el mes pasado circularon vídeos de dos hombres tumbados en la calle, muertos a disparos, antes de que los agentes de Policía que los habían matado tiraran sus cuerpos a la parte trasera de una camioneta. La Policía de Brasil mató a más de 4200 personas el año pasado y sólo en el estado de Río fueron responsables de uno de cada cinco homicidios. Es probable que Bolsonaro haga a las fuerzas policiales incluso más mortíferas.
En esto, tendrá aliados tanto dentro como fuera de la política. Los brasileños apoyan abrumadoramente la acción agresiva de la Policía y, en medio de una epidemia de crímenes violentos, cada vez más políticos adoptan también estas posturas radicales. Wilson Witzel, próximo gobernador de Río de Janeiro, ha dicho que el estado "cavará tumbas" para los cadáveres de los presuntos delincuentes que mate la Policía. El recién elegido gobernador de São Paulo, João Doria, un político que se unió a Bolsonaro durante la campaña, ha adoptado una retórica similar en lo que se refiere a proteger a los agentes acusados de asesinato.
Las instituciones brasileñas pueden proteger su democracia como conjunto. Pero incluso en el mejor de los casos, el Brasil de Bolsonaro se convertirá casi seguro en un lugar todavía menos democrático para quienes sufren más violencia y opresión, ya sea por parte del estado o no.
Un modelo del 'iliberalismo más atroz'
"¿De dónde eres?", me preguntó una mujer en São Paulo cuando el ascensor de nuestro hotel llegó a la segunda planta.
Cuando le respondí que vivía en Washington, D.C., sonrió y se giró hacia su hijo. En portugués, le dijo que era del mismo sitio que Trump.
"Todo el mundo de aquí quiere irse allí", comentó. "Todos dicen cosas malas de él, pero todo el mundo quiere irse allí".
Para muchos brasileños que apoyan a Bolsonaro, el caos que ha sembrado Trump y las amenazas que plantea a los principios de la democracia de Estados Unidos no son nada de lo que preocuparse. Al fin y al cabo, la economía de Estados Unidos va bien y Trump es, según ellos, responsable de esto. Es un outsider que entró en escena para agitar el sistema, pero el establishment todavía no ha aprendido a lidiar con él.
Últimamente han ido apareciendo otras figuras similares a Bolsonaro. En Uruguay ya hay un candidato presidencial advenedizo que se presenta como la versión de Bolsonaro en su país; en Argentina, que se enfrenta a los mismos problemas económicos y de corrupción que asolan Brasil, pronto podrían surgir candidatos parecidos.
"La derecha política no lo ha hecho bien en Latinoamérica en las últimas décadas", opina Levitsky. "Así que los políticos de derecha están buscando una nueva fórmula, y puede que esta sea la fórmula, la del iliberalismo más atroz. Si aparentemente resulta exitosa, se reproducirá una y otra vez".
Bolsonaro no es el primer político autoritario de derechas que pone en riesgo una nación democrática. Y tampoco será el último.
"Tenemos a Bolsonaro porque tenemos a Trump", señala Stuenkel. "No habríamos visto la misma dinámica aquí si en Estados Unidos no hubiera ocurrido lo que ocurrió en 2016. Creo que ha inspirado a mucha gente que básicamente ha aprendido de Trump".
"Y, del mismo modo", prosigue, "creo que los países vecinos de Latinoamérica también aprenderán de Bolsonaro".
Diego Iraheta, del HuffPost Brasil, ha colaborado en este reportaje.