Qué pasa cuando el jefe de la lucha anticorrupción resulta ser un poco corrupto
Sergio Moro, el juez estrella que condenó a Lula da Silva y lideró la lucha contra el mayor caso de corrupción del mundo, es ahora protagonista de su propio escándalo.
Unos minutos antes de las 5 de la tarde, hace unos cuantos domingos, Leandro Demori miraba fijamente a su ordenador mientras se preparaba para dar la mayor exclusiva de su vida. Demori, director ejecutivo de The Intercept Brasil, y su pequeño equipo de reporteros llevaban semanas leyéndose atentamente las más de mil páginas de documentos que una fuente anónima había filtrado a su medio.
Los documentos desmenuzaban mensajes de texto y otras conversaciones entre fiscales y jueces que habían llevado a cabo y supervisado la Operación Lava Jato, el escándalo masivo de corrupción política que en los últimos cuatro años ha implicado a cientos de políticos, ha hecho tambalear los cimientos del sistema político democrático de Brasil, e incluso ha llevado a un popular expresidente a prisión.
Demori y su equipo estaban a punto de sacar a la luz un potencial caso de corrupción dentro de la operación, en el que se incluyen posibles pruebas de colusión inapropiada entre los fiscales y el juez estrella al mando de los mayores casos. Demori sabía que las revelaciones desatarían una tormenta de furia dentro del Gobierno derechista de Brasil y también entre los partidos y activistas de izquierdas. Había mucho en juego. The Intercept no sólo estaba apuntando hacia otra figura política más que había hecho algo mal en un país lleno de gente así. Apuntaba a una de las personas más populares y poderosas de la historia moderna de Brasil: Sergio Moro, el juez federal que había encabezado la Operación Lava Jato desde el principio.
El caso era apenas una rutinaria investigación de lavado de dinero cuando Moro, un juez federal poco conocido de la ciudad sureña de Curitiba, lo asumió en 2014. Su nombre en portugués, Operação Lava Jato [lavado de coches], viene del hecho de que el escándalo inicial surgió en un lavadero de coches. Pero en los siguientes cuatro años, bajo la batuta de Moro, creció hasta convertirse en el mayor escándalo de corrupción política a nivel mundial. Lava Jato ha implicado a casi 200 políticos, entre ellos múltiples presidentes y algunos de los mayores magnates de negocios de Brasil, y además confirmó lo que muchos brasileños de a pie sospechaban desde hace tiempo: que su Gobierno seguía un sistema basado en el ‘si quieres algo, pagas por ello’, perpetuado por políticos que sólo piensan en sus intereses personales y que hacen uso de la autocontratación sin pudor alguno. Para los brasileños, hartos de la corrupción endémica, Moro se convirtió en un superhéroe e incluso apareció en las portadas de grandes revistas y en protestas a nivel nacional.
Moro no sólo había hecho entrar en vereda a los políticos corruptos. También se había negado a mostrar lealtad a las élites brasileñas, y nunca se achantó, ni siquiera frente a los políticos más poderosos de Brasil. En julio de 2017, Moro condenó a nueve años y medio de cárcel a Luiz Inácio Lula da Silva —presidente de Brasil por el Partido de los Trabajadores (PT) hasta 2011 y con un porcentaje de aprobación del 80%— por corrupción pasiva y blanqueo de dinero, mandando aparentemente el mensaje a los brasileños de que nadie se libra de la justicia.
Los brasileños prácticamente pidieron a Moro que se presentara a las elecciones de 2018, y los primeros sondeos incluso sugirieron que podía ganar. The New York Times lo bautizó como “la cara del ajuste de cuentas a la clase dirigente de Brasil”. Las organizaciones contra la corrupción premiaron a Moro y el caso Lava Jato. El Departamento de Justicia estadounidense, citando la condena a da Silva, señaló que la investigación de Moro había puesto a Brasil “al frente de la lucha anticorrupción, tanto a nivel nacional como internacional”.
No todo el mundo estaba convencido de esto. La izquierda vio en Moro, que se describía a sí mismo como apolítico, como el rostro de una conspiración de la élite para destruir a da Silva y al Partido de los Trabajadores. Y cuando Moro accedió a su cargo actual de ministro de Justicia en el Gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro, el autoritario racista, sexista y homófobo que exprimió el sentimiento anti-PT en las elecciones de octubre, fue difícil ignorar las circunstancias que llevaron a Moro a su nuevo puesto de poder: la condena de da Silva —y su consiguiente prohibición de presentarse a las elecciones, pese a encabezar las encuestas— había allanado el camino a la victoria de Bolsonaro. Moro parecía ingenuo en el mejor de los casos; cobarde y oportunista, en el peor.
Cuando Demori y The Intercept Brasil publicaron su noticia, desataron una avalancha de críticas. Dentro de esa mina de documentos, los reporteros habían descubierto “discusiones internas altamente controvertidas, politizadas y de dudosa legalidad” sobre casos relacionados con la Operación Lava Jato. La serie de tres artículos, publicados en portugués y traducidos al inglés, incluía afirmaciones explosivas: Moro y los fiscales detrás de Lava Jato habían incurrido en “graves ofensas, comportamiento poco ético y engaño sistemático” a lo largo de la investigación, especialmente en el caso contra da Silva.
Las revelaciones, contaba The Intercept en su primera exclusiva, daban credibilidad a las acusaciones de la izquierda de que el caso contra da Silva había sido una caza de brujas para impedirle volver a ser presidente. Incluso para quienes no crean que este sea el caso, el reportaje ofrecía la imagen de un juez con exceso de celo cuyo esfuerzo por llevar a las élites políticas ante la justicia de una forma nunca antes vista parecía haberlo subvertido él mismo. Pese a que él alegara que da Silva y otros políticos estaban pervirtiendo Brasil en beneficio propio, Moro había hecho aparentemente lo mismo, de forma que había socavado su democracia y abierto sus puertas a una toma de poder autoritaria.
La reputación de Moro está ahora mismo hecha jirones. Una semana después de que The Intercept publicara su exclusiva, un medio conservador que había defendido la causa de Moro llevaba en portada un busto escultórico agrietado con su cara y el titular “DESMORONANDO”.
La firma de Moro en el Gobierno actual parece estar también al borde del acantilado.
“El mayor impacto sería un escenario en el que el Tribunal Supremo diga que las sentencias emitidas por Moro son nulas”, sostiene Mauricio Santoro, politólogo de la Universidad Estatal de Río de Janerio.
“Eso podría ocurrir con Lula”, afirma Santoro.
Existen diferencias significativas entre el sistema legal brasileño y el español, pero si hay algo en lo que coinciden es en la dependencia de jueces imparciales. Se supone que la persona que viste la toga no va a tomar parte ni de un lado ni de otro, ni les va a ayudar a conformar su estrategia legal o a sumar esfuerzos para ganarse el apoyo del público.
No obstante, parece que eso es justo lo que hizo Moro.
La primera ronda de historias de The Intercept exponía conversaciones entre Moro y Deltan Dallagnol, el fiscal jefe en el caso de da Silva, que mostraban a ambos aparentemente coordinando estrategias legales y mediáticas en un esfuerzo por asegurarse la condena del expresidente junto con el apoyo popular y de los medios. La información del reportaje sugiere que esa coordinación puede haber influido directamente en el caso. En otro chat, Dallagnol le dice a Moro que cree que el caso contra da Silva es flojo, y Moro le dice que presione. El juez recomienda al fiscal cuándo presentar su alegato, ridiculiza la estrategia de defensa de da Silva y aconseja a Dallagnol que siga formando a una fiscal del caso porque cree que ella no está lo suficientemente capacitada. Al final, Dallagnol la aparta directamente del caso.
Los informes muestran a un juez y a un fiscal burlando con descaro las bases éticas legales, como poco.
“Los mensajes cruzan una línea”, asegura Matthew Taylor, profesor de la Universidad Americana especializado en el sistema legal de Brasil. “La idea básica de un sistema judicial es tener una tríada en la que el juez permanezca equidistante a ambas partes. Si hubiera signos de que Moro conversó directamente con la defensa de Lula, me imagino que los fiscales se quejarían”.
Para la izquierda brasileña, nada de esto es nuevo. Durante sus ocho años como presidente, da Silva propició un boom económico y utilizó la riqueza resultante para implementar políticas redistributivas en un intento por mitigar la pobreza extrema y abordar la inconmensurable tasa de desigualdad salarial en Brasil. Dilma Rousseff, la sucesora elegida a dedo por el propio da Silva, ganó dos elecciones más en 2010 y 2014, dando al PT un control electoral sin igual desde la vuelta de Brasil a la democracia tres décadas atrás. Pero en 2014, la economía colapsó, igual que la popularidad de Rousseff, y los políticos centristas que cuestionaban la victoria de Rousseff comenzaron una cruzada para derrotarla por todos los medios.
En 2016 la sometieron a un impeachment, presumiblemente porque había manipulado fondos presupuestarios para ocultar el alcance del drama económico en Brasil. No obstante, utilizaron la tapadera de la corrupción y otras fechorías, aunque los tentáculos de Lava Jato no habían alcanzado a la presidenta. (Más de 100 de los legisladores que votaron por su destitución, incluido el presidente de la Cámara Baja de Brasil, han estado vinculados a escándalos.)
Tres semanas después, en una intensa rueda de prensa en Curitiba, el equipo de Lava Jato anunció una letanía de cargos contra da Silva, incluso que se había beneficiado ilegalmente de una reforma de 800.000 dólares de un piso en la playa. Era el principio de un proceso que le llevaría a su condena en julio.
Para la izquierda, la historia era clara: si los centristas no podían derrotar al PT en las urnas, utilizarían mecanismos legales, entre ellos el caso Lava Jato, para criminalizar al partido. Durante el juicio de da Silva, su equipo legal apuntó a serias deficiencias en el caso contra el expresidente, entre ellas la incapacidad de demostrar incluso que Lula fuera propietario del piso en cuestión. También plantearon su preocupación por las inadecuadas filtraciones de Moro de llamadas pinchadas, que habían contribuido a apuntalar la percepción de la gente de que da Silva y Rousseff estaban intentando tapar delitos.
“Toda esta operación ha sido orquestada para dañar políticamente a Lula”, defendió esta semana Valeska Zanin Martins, una de las abogadas defensoras de da Silva. “Hay más que suficiente, de acuerdo con nuestra legislación y nuestra constitución, para anular todo el procedimiento. El caso siempre ha estado ahí”.
Los reportajes de The Intercept validan un movimiento que en los dos últimos años ha convertido el caso de da Silva en su causa singular. El PT pidió una revisión inmediata de su condena y que lo sacaran de la cárcel. A ellos se han unido personas de todo el mundo, que ya desde hace tiempo veían con sospecha el encarcelamiento de da Silva. En Estados Unidos, el senador demócrata Bernie Sanders, que ha firmado cartas en las que se dudaba de la condena de da Silva, tuiteó que él está “con los líderes políticos y sociales del mundo que piden al sistema judicial que liberen a Lula y anulen su condena”.
Y en cuanto a Moro, la reacción más condenatoria no ha venido de sus críticos de izquierda, sino de las élites de Brasil, entre ellas muchos de los periodistas, abogados, jueces y entidades legales que durante años han apoyado la Operación Lava Jato. Con las filtraciones, Moro se ganó una reprimenda del Tribunal Supremo de Brasil, y los expertos legales cuestionaron tanto el caso de Dallagnol contra da Silva como la condena de Moro. Aunque, en general, el sentimiento de la élite seguía apoyando firmemente al juez y a su equipo.
Pero ya no. Un día después de publicarse la primera ronda de exclusivas, el colegio nacional de abogados de Brasil dijo unánimemente que todos los fiscales y jueces nombrados en las filtraciones ―Moro incluido― deberían ser apartados de su cargo. Los medios que habían alabado la Operación Lava Jato, incluso el conservador Estadão, pidieron la dimisión inmediata de Moro. Hasta los defensores de Lava Jato empezaron a sugerir que la condena de da Silva podría ser considerada ilegítima.
“Si todo esto es cierto, si hubiera una politización real de la justicia, si las conversaciones realmente muestran una influencia en el proceso de Lula o en otro, tendríamos la anulación absoluta de la decisión de Moro sobre la sentencia”, explica Vera Chemin, abogada y profesora de la Fundación Getulio Vargas en São Paulo, al HuffPost Brasil.
Las primeras reacciones del Tribunal Supremo, un cuerpo que apoyó ampliamente las sentencias de Moro y los hallazgos del equipo Lava Jato, sugieren que da Silva podría encontrar también ahí empatía entre la audiencia.
“Conviene destacar que nadie está por encima de la ley, especialmente la Constitución: ni los administradores, ni los parlamentarios, ni los jueces”, señaló el juez del Tribunal Supremo Edson Fachin, que ha respaldado públicamente las investigaciones de Lava Jato, durante la primera audiencia de da Silva ante el Tribunal hace un mes. “Los procedimientos poco ortodoxos para conseguir una finalidad, aunque sea legítima, no deberían justificarse”.
La primera ocasión que tuvo da Silva de quedar libre llegó hace unos días, cuando compareció ante el Tribunal Supremo como parte del proceso de apelación que inició antes de que salieran a la luz estas nuevas revelaciones. Sus abogados alegan que las acciones de Moro sesgaron el juicio y que, por tanto, Lula debería ser puesto en libertad.
“Debe ser liberado”, sostuvo Martins, abogado de da Silva, antes de la audiencia. “Creemos que ha quedado demostrado una y otra vez que Moro actuó con parcialidad y violó leyes brasileñas e internacionales. Consideramos que está demostrado. El hecho de que existan dudas obliga a su inmediata liberación hasta que todo quede solucionado”.
Sin embargo, la mayoría de los jueces consideraron que da Silva debía permanecer en prisión hasta que tuvieran tiempo de evaluar las acciones de Moro durante los próximos meses.
En consecuencia, da Silva, que también se enfrenta a múltiples cargos por otros casos que aún están saliendo a la luz, permanecerá tras los barrotes al menos hasta agosto, cuando el tribunal realizará una revisión completa de su caso.
Para entonces, la investigación podría retorcerse aún más. The Intercept Brasil ha seguido desvelando nuevas informaciones sobre los documentos. A lo largo de la semana, ha revelado mensajes de fiscales preocupados por las potenciales transgresiones éticas en las que ha incurrido Moro. Por su parte, Folha, el periódico de mayor tirada de Brasil, que ha sumado fuerzas con The Intercept para revisar las filtraciones, ha informado que los fiscales han manifestado sus dudas sobre la credibilidad del constructor vinculado al polémico piso en la playa, ya que ha ido cambiando su versión de los hechos bajo aparentes presiones.
Por su parte, The Intercept tiene material de sobra para seguir desvelando información “durante muchos, muchos meses”, según Demori.
Es complicado imaginar una mancha mayor en el caso Lava Jato o en el historial de Moro que el que supondría la absolución de da Silva. La acusación contra da Silva convirtió a este en el rostro de la corrupción brasileña, pero esa fue siempre, según palabras del periodista Alex Cuadros en 2018, la “fatal contradicción” de la cruzada contra el expresidente. El problema de Brasil con la corrupción en todo momento iba más allá de da Silva y así sigue siendo. Al retratarlo como el único cerebro de la operación criminal, opacaron la verdadera dimensión del problema y lo que realmente hacía falta para solucionarlo, además de contribuir a sembrar prejuicios entre la población. Ahora, muchas de las condenas que dictaminó Moros (en casos más sólidos contra políticos que obraron sin duda alguna mucho peor que da Silva) podrían peligrar, y un país aún plagado de corrupción “podría perder las partes positivas que trajo consigo el caso Lava Jato a Brasil a raíz de los problemas del caso Lava Jato”, según Santoro. “Y los problemas del Lava Jato son considerables”.
Moro no ha negado de manera explícita la veracidad de los mensajes y los documentos que ha publicado The Intercept. No obstante, sí que ha tratado de desacreditar al medio, al que se refirió la semana pasada como una publicación “sensacionalista” que incurría en “una vileza de bajo nivel” al publicar esas informaciones. En una audiencia ante el Senado de Brasil, intentó criminalizar las filtraciones reiterando que eran el fruto del trabajo de hackers al servicio de “una organización criminal bien estructurada”.
Bolsonaro, que en parte debe su presidencia al encarcelamiento de da Silva, ha defendido a su ministro de Justicia. En un partido de fútbol disputado en São Paulo, el presidente alzó los brazos de Moro como si fuera el vencedor de un campeonato de boxeo, un fuerte contraste con lo sucedido con los demás ministros de los que se ha desprendido sin miramientos en cuanto han atraído atención negativa a su desorganizado y ultraderechista gobierno. La semana pasada, Bolsonaro, un hombre con un largo historial de declaraciones homófobas, arremetió con más dureza todavía contra The Intercept Brasil al referirse a Glenn Greenwald (un periodista nacido en Estados Unidos que vive en Brasil y ayudó a poner en marcha The Intercept) y a su compañero David Miranda (un diputado progresista de Río de Janeiro) como “niñas” en una rueda de prensa. Sus partidarios han tomado ejemplo: han lanzado hashtags en Twitter para solicitar la deportación de Greenwald y han inundado de amenazas de muerte las redes sociales de los periodistas del medio y las bandejas de entrada de sus correos, según informa Demori. Aún más peligroso es que la Policía federal de Brasil, que forma parte del ministerio que encabeza Moro, ha indicado que podría presentar cargos penales contra quienquiera que haya filtrado los documentos.
Moro ya se ha visto afectado por las revelaciones iniciales. Su popularidad ha caído un 10%, pero incluso así sigue siendo una de las figuras políticas más populares del país y está claro que ha intentado movilizar la opinión pública a su favor, como ha hecho siempre para reafirmar sus investigaciones. El pasado domingo, sus seguidores se manifestaron por todo Brasil para respaldar sus esfuerzos en la Operación Lava Jato en su conjunto. El mensaje que la derecha ha tratado de difundir es que a la hora de encarcelar a Lula da Silva, el fin justificaba los medios, independientemente de cuáles fueran.
Su investigación del caso Lava Jato sigue siendo muy popular y no parece que vaya a deteriorarse de golpe a no ser que haya filtraciones más incriminatorias aún por desvelarse.
Sin embargo, el apoyo popular no puede ocultar lo que se ha vuelto más y más evidente durante los últimos dos años. Cuando da Silva entró en prisión, estaba claro que el caso Lava Jato ponía en riesgo la credibilidad del sistema político de Brasil. Llegado 2018, quedó claro que el caso Lava Jato desempeñó un papel fundamental cumpliendo justamente ese objetivo, pero de tal forma que permitió al autoritario Bolsonaro jugar la baza de la lucha contra la corrupción para alcanzar la presidencia.
A muchos les resultó sencillo considerarlo una desafortunada consecuencia de los esfuerzos por limpiar el sistema político de Brasil, no el objetivo en sí mismo. Ahora, su legado, al menos en lo tocante a da Silva, es innegable. Los esfuerzos de Moro por culpar a las élites fueron otro fracaso de la propia élite que ayudó a erosionar la confianza en las instituciones brasileñas hasta doblegar la democracia.
“Podría servir como guion de Hollywood sobre los peligros del exceso de ambición y vanidad. Los problemas del caso Lava Jato no han comenzado ahora. Hemos presenciado muchos casos en los que Moro ha abusado de su poder y hemos fracasado como sociedad a la hora de reaccionar. Ahora estamos pagando el precio”, concluye Santoro.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ EEUU y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano y Daniel Templeman Sauco