Basta ya
Desnudémonos, la sociedad es cruel. No importa la labor que se desempeñe, ni a qué se haya consagrado la vida, los seres humanos parecemos hacerlo todo mal.
Ser un padre devoto no es suficiente si no se ha obtenido un logro académico relevante. Esto tampoco es importante si no se posee una pareja adecuada; pero de qué vale tener una pareja adecuada, si no se ha formalizado la unión. Lo mismo sucede cuando se formaliza, si todavía no hay descendencia. Y cuando aún se está cicatrizando la episiotomía del primer hijo, la presión se dirige hacia la ampliación familiar. A todo ello se le suma el peso inamovible de la capacidad adquisitiva, de la posibilidad de actuar y de ser independiente. Sin dinero no hay vida, se nos dice, y lo peor es que la amenaza es real.
Si existen problemas al componer las piezas del rompecabezas social, ni qué decir tiene el peligro de salirse del camino, de descubrir que la vida se sostiene sobre una falacia. El aprieto no está en descubrir la falla, sino en revelarla y hacerla visible a los demás. De pronto, un matrimonio se hace añicos dividiendo los bienes de la familia; un trabajador competente es relegado de su labor; una empresa se va a pique o uno (o varios) sueldos no dan para más.
Qué sucede entonces, qué paso dar cuando de frente solo hay abismo. De este vértigo habla Válerie Lemercier en su película Los 50 son los nuevos 30 (2016). Escrita por la directora junto con Sabine Haudepin, en ella se aborda la vida de Marie-Francine (Lemercier), una científica de éxito que, de la noche a la mañana, pierde su puesto de trabajo. La investigadora, que ha consagrado su vida entera a la ciencia, se centra entonces en su familia, en un esposo y unas hijas cuyo amor cree incondicional.
No obstante, la vida de Marie-Francine da otro giro inesperado cuando su marido, enamorado de una treintañera, le confiesa que quiere divorciarse. Es entonces cuando se ve abocada a vivir en una boardilla de diez metros cuadrados primero, y en casa de sus padres después, un descenso a los infiernos del que no sabrá cómo recomponerse.
De pronto, la científica es inoportuna para todos. Desde el punto de vista de su marido, está acabada; sus hijas la consideran demasiado anticuada para ser interesante, sus padres la ven como una carga y su gemela como una fracasada. Así retrocede a la adolescencia, viviendo en una casa cuyos padres se sienten desagradados por su presencia, instándole a buscar otro novio, el que sea, y controlando cada resquicio de su vida.
Solo en la tienda de cigarrillos electrónicos que sus progenitores adquieren para ella podrá desarrollar una nueva vida profesional, alejada ya de su talento como científica, pero lo suficientemente ventajosa como para dar los primeros pasos hacia la recuperación de su estatus de adulta. Allí conocerá a Miguel (Patrick Timsit), un chef portugués cuyo matrimonio está deshecho, y quien comparte vida con sus respectivos padres. Solo en compañía de otro outsider, Marie-Francine podrá reincorporarse al mundo, aunque para ello deba llevar su particular via crucis que ponga a prueba su entereza.
Configurada en clave cómica, la cinta de Lemercier podría ser en verdad un drama, atendiendo a la realidad que retrata: divorciados sin poder adquisitivo, desheredados del amor, desempleados sin independencia en un contexto feroz, en el que no vale el que se esfuerza más, sino el que más tiene.
Por ello Marie-Francine miente, miente para engañar a los demás y para creerse su propia mentira; esa misma razón empuja a Miguel a fingir una vida que no tiene, sin dependencia, sin padres, sin aprietos económicos. Y ambos lo hacen por una razón sencilla, porque quieren encajar para no estar fuera del sistema.
Aunque la cinta que propone Lemercier no es una gran comedia, ni tan siquiera una gran película, sí da cuenta de una realidad espantosa, la de la dificultad de seguir los propios impulsos y dejarse llevar por ellos. Los condicionantes sociales acaban por minar la autoestima y bloquear el talento. Todo homogéneo, todo mimético.
Marie-Francine y Miguel descubren que su vida es suya demasiado tarde, algo inexcusable que, el resto, deberíamos enmendar. Con o sin trabajo, con o sin pareja, con o sin estudios. Lo importante en la vida no es el juicio de los otros ni los tiempos que establezcan los demás, sino nuestras propias apetencias.
Ya está bien de comparaciones y de agravios. Es hora de decir basta ya.