Barcelona, sobre sus cenizas
La capital catalana ya no es la ciudad donde todos quieren vivir sino todo lo contrario.
Me vine a vivir a Barcelona en el año 2000. En aquel momento, daba clases de español para extranjeros y me sorprendía mucho que personas de países que yo consideraba la quintaesencia del Estado del bienestar como Suecia, Noruega o Alemania hicieran todo lo posible para quedarse a vivir aquí. Tenía permanentemente la sensación de estar en la ciudad donde todo el mundo quería estar y eso me hacía sentir muy privilegiada. Y no era para menos. Además de su clima privilegiado, la cercanía de playas bonitas y una arquitectura fascinante, Barcelona es una ciudad con unas dimensiones que la hacen muy cómoda. Y en aquel momento, aunque suene demasiado a tópico, Barcelona era una fiesta. Más allá de que los eventos eran constantes, había una ebullición artística y cultural en sus calles que la convertían en una ciudad alegre y divertida. Dos décadas después, esa alegría de vivir ha desaparecido.
Barcelona ya no es la ciudad donde todos quieren vivir sino todo lo contrario: cada vez son más las personas que se van o que les gustaría irse. Muchos de mis amigos de aquella época habían venido de otros lugares de España y de todo el mundo y muchos de ellos se dedicaban –y se dedican- al mundo artístico e intelectual. Ahora ya no queda ninguno aquí. Todos se han ido dispersando, unos a su tierra y otros muchos, a Madrid. Barcelona ha dejado de ser un polo de atracción artística y cultural para tristeza de todos los amantes de la cultura pero lo más sorprendente es que a otros les parece que está bien que sea así. Ciudadanos presentó en el Parlamento de Cataluña una propuesta para conseguir que Barcelona vuelva a atraer talento artístico y cultural y los partidos separatistas y la facción catalana de Podemos votaron en contra. No les gusta una Barcelona abierta y cosmopolita y la prefieren provinciana y con una visión cultural que parece salida del romanticismo decimonónico.
Lo mismo pasa con sus universidades, cada vez con menos atractivo internacional por las barreras lingüísticas que imponen. El hecho de ofrecer muchas asignaturas en catalán y pocas en inglés hace que cada vez estén menos demandadas. En facultades como las de Ciencias de la Educación, donde prácticamente todo es en catalán, la presencia de estudiantes de Erasmus, por poner un ejemplo, es testimonial. Y veremos qué consecuencias tienen los manifiestos conjuntos cargando contra el Estado de derecho, las huelgas de los últimos días y la decisión de los rectores de prescindir de la evaluación continua para contentar a los piquetes separatistas. Creo que pasará mucho tiempo antes de que las universidades públicas catalanas se recuperen de semejante descrédito.
La estela de Barcelona se ha ido desvaneciendo a lo largo de un procès desgarrador que pretende obligarnos a decidir si queremos seguir teniendo una identidad compartida o tenemos que optar por una exclusiva y excluyente. Un procès que se dedica a tachar de mal catalán, de traidor o de facha a todo el que no comulga con sus ruedas de molino. Un procès que va en contra del espíritu de ciudad acogedora que siempre ha tenido Barcelona. Un procès, en definitiva, que llama “colonos” a las personas que no han nacido aquí y también a las que hemos nacido aquí pero nos oponemos al nacionalismo.
A este desgaste de la marca Barcelona también ha contribuido con ahínco el populismo de Colau. La inefable alcaldesa tiene el dudoso honor de haber convertido una ciudad segura como era Barcelona en la ciudad más insegura de España. Resulta curioso que estos populistas que se llenan la boca todo el día con su versión excluyente del feminismo hayan conseguido que las mujeres seamos menos libres. Porque cuanto menos segura es una ciudad, menos libres somos todos y, especialmente, las mujeres.
Y si Colau logró que saliéramos menos seguros a las calles, los separatistas radicales están consiguiendo que no salgamos a partir de cierta hora. Muchas de las personas que vivimos en el centro de Barcelona regresamos a nuestras casas en cuanto acabamos de trabajar por miedo a que nos pille uno de los altercados que desde hace días se repiten en nuestra ciudad. Y esto no es solo una percepción personal ya que los datos son bastante claros: en la primera semana de disturbios, la venta de entradas para el teatro cayó un 65%; los restaurantes facturaron un 60% menos y los ejes comerciales, un 30% menos.
Es como si los barceloneses viviéramos bajo un toque de queda autoimpuesto. De ser una de las ciudades más libres del mundo hemos pasado a acabar encerrados en nuestras casas y, en muchas ocasiones, pegados al televisor para ver con tristeza cómo arden nuestras calles. Los separatistas nos están destrozando Barcelona y nos duele. Ver como arrancan los adoquines para utilizarlos como munición es como arrancarnos nuestra piel a tiras, como si nuestra epidermis se mezclara con la de la ciudad. Y yo, que siempre me he considerado negada para la nostalgia, estos días extraño con fuerza la ciudad libre, alegre y desprejuiciada a la que me vine a vivir hace casi 20 años.
A pesar de todo, creo firmemente que somos más, muchos más, los que queremos que Barcelona vuelva a ser una ciudad abierta y libre; que somos más, muchos más, los que queremos que Barcelona se levante de sus cenizas y alce el vuelo para marcarnos el camino a seguir. Y estoy convencida de que somos más, muchos más, los que queremos acabar con este procès agotador antes de que él acabe con nosotros y arrase todo lo que encuentre a su paso con su tsunami totalitario.