Barcelona 66
Una novela distópica de Roberto Sánchez y Alba Weiss.
Hace unos días compartí en Twitter el arranque de la novela Barcelona 66 que acabo de publicar junto a Alba Weiss:
‘Nunca hay que sospechar de una amiga. Ni siquiera cuando te asegura que, un buen día, un singular y enigmático personaje le confió un pendrive, e insiste en que el hecho tuvo lugar una tarde de noviembre de 1988. Salvando este pequeño detalle, ¿quién soy yo para dudar de ella?’
Sinceramente, me hubiera gustado tener la capacidad precognitiva —o la intuición, al menos—, para saber que, sólo con ese gesto, estaba proponiendo una suerte de juego que se convertiría en un sondeo subliminal. El test serviría como termómetro del grado de noqueo en el que podemos quedar tras la borrachera y festín opíparo que nos estamos dando de redes sociales en la era en la que subrogamos la vida y el pensamiento hacia lo virtual, dándole la espalda a la verdadera dimensión en la que siguen contando como tales nuestras constantes vitales. Nos empadronamos en Twitter.
No deja de ser paradójico puesto que, sólo las primeras líneas de una distopía que advierte precisamente sobre esto, tuvieron la capacidad —repito que, como pura chiripa, eso que cuando nos ponemos en plan cursi llamamos serendipia—, de dejar al desnudo de manera muy gráfica aquello sobre lo que alerta la novela.
De otra manera no se entiende que parte del personal se lanzara de manera poco reflexiva a señalar airadamente una supuesta incoherencia o fallo de raccord en el tuit en cuestión. Se hacía, además, de forma sobreactuada, en ocasiones, y en muchas otras con el pretendido sarcasmo o el cinismo del que te llega a perdonar la vida, no sin antes haber dejado claro su rango de superioridad moral e intelectual que cree que la propia red le confiere.
«¡No puede haber un pendrive en 1988! ¡Mal empezamos!» eran, por ejemplo, el tipo de sentencias que condenaban al texto a la hoguera.
Entiendo.
Si el narrador del relato —supuestamente, yo, aunque vuelvo a incidir que estamos hablando de unos hechos novelados con la licencia de la libertad creativa que confiere el género próximo a la ciencia ficción—, no hubiera tenido la absoluta certeza de que esa tecnología, la del pincho usb, era sospechosa de poder existir a finales de los ochenta, muy probablemente no hubiera sentido la necesidad de advertir de que «nunca hay que sospechar de una amiga. Ni siquiera cuando te asegura que, un buen día, un singular y enigmático personaje le confió un pendrive, e insiste en que el hecho tuvo lugar una tarde de noviembre de 1988».
Continuaba, y sigo siendo fiel al texto, así: «Salvando este pequeño detalle, ¿Quién soy yo para dudar de ella?»
Daniel Gamper, profesor de filosofía moral y política en la Universitat Autónoma de Barcelona, subraya la perversión a la que estamos condenando a la palabra en nuestros días. Tiene razón. Las orejeras no nos dejan ver el paisaje. Las escogemos (las palabras) obviando el contexto. Nuestra vista hace una criba interesada en función de nuestras filias o de nuestras fobias. Buscamos la palabra-diana que nos conviene o que nos aturde, para disparar contra ella. No nos detenemos a observar si en la frase que la envuelve hay población civil que puede salir damnificada de nuestro bombardeo.
Este comportamiento también podría ser consecuencia de lo que me comentaba recientemente el escritor Lorenzo Silva, «la psicopatización» a la que nos abocan tantas horas de relación y conexión con los demás pero con un dispositivo mediante. Ese aparato nos abre la ventana al mundo y a millones de personas, aunque no es con ellas con las que nos comunicamos. Lo hacemos con un móvil, carente de emociones y de sentimientos. Por lo tanto, la experiencia la tenemos con un pequeño robot que no es capaz de transmitirnos la empatía que intuitivamente captamos de las hormonas espejo de nuestros semejantes. Es más, las criba y las filtra. Las castra.
Arrojamos nuestra ira, la espuma ácida de nuestras palabras de indignación, contra un bicho tecnológico que tenemos en las manos. Afortunadamente el celular, como la hoja de Excel para el economista, lo aguanta todo.
La pregunta es: ¿estamos adoptando e interiorizando esa inercia para que nuestro comportamiento degenere y nos comportemos con el mismo nivel de desapego emocional cuando estemos interactuando con una persona?
El ejercicio que me ha invitado a hacer mi compañera Alba Weiss para acompañarla por el universo distópico de Barcelona 66 me ha reafirmado en la idea de que cada vez me considero más cerca del desafecto de las redes sociales de las que llegué a ser un esclavo. Y, por ello, no me cabe ninguna duda a la hora de elegir entre la información supuestamente incontestable que se me desvela tras un simple clic y que me dice con rotundidad que jamás pudo haber un pendrive en 1988, y lo que me asegura mi amiga, porque ‘nunca hay que sospechar de ella, ni siquiera…’