‘Barbados 2022’, menos Pretty Woman y más bajar la basura
Esta obra era la historia de una pareja. Mejor dicho, de cómo una pareja se cuenta su historia de pareja.
¿Cuál es el objetivo de un artista cuando revisita su obra? ¿Para qué? Esa es la pregunta que persiste durante toda la representación de Barbados 2022 de Pablo Remón. Una revisión de su obra que se acaba de estrenar en el Centro Cultural Conde Duque donde lo ha programado la 40 edición del Festival de Otoño y estará hasta el 3 de diciembre.
Esta obra era la historia de una pareja. Mejor dicho, de cómo una pareja se cuenta su historia de pareja. Y sigue siendo de cómo se cuenta una pareja esa historia. Las pequeñas miserias del día a día, como quién baja la basura o quién pasea al perro y recoge su caca. Parecen decir que es ahí donde reside el amor. Y no en lo que se ve en las películas románticas.
El cambio sería pues, más cosmético que de texto. Una cosmética que ha transformado la sencilla escenografía del montaje anterior en un gran escenario derruido, como si hubiera estallado una bomba. Hasta los focos han caído o cuelgan y el suelo está lleno de escombros y de arena.
Solo hay un espacio limpio, el que ocupan la pareja, que ha quedado a salvo. Un espacio igual de gris que lo que les rodea, pero bien barrido. Bien iluminado por una luz cenital. Una especie de halo grande, de santidad. Un halo que protege e ilumina la santa institución del matrimonio. En el que la pareja protagonista se puede mover como Pedro por su casa, aunque a penas lo hacen. Aunque apenas se acercan. Ni se tocan. Quizás con las palabras.
Se mueven poco y en ese movimiento a penas se miran. Hablan y se preguntan en voz alta. Dicen, tiran texto al público como se le tira un hueso a un perro. Un público que calla y que, a veces, ríe. Esa risa tonta que se produce cuando desde la butaca se reconoce las de veces que se ha estado en esa situación y se ha hecho el ridículo, o cuando se reconoce el ridículo de los otros, al que se ha asistido con vergüenza ajena.
Una pareja de dos que se cuentan sus hitos. Y sus hitos están en la vida corriente y moliente. Hay pocas cosas excitantes en la vida, por mucho que lo diga Hollywood, las películas de sobremesa de La 1 de RTVE los fines de semana o el cine comercial que llena el top10 o el top20 de las plataformas en streaming.
Y no. No es una pareja que viaje a lugares tan exóticos y caribeños como Barbados. Ese país es un sueño que se caracteriza por ser un paraíso real y fiscal. En el que evadirse y evadir impuestos. Y esta pareja ni pensó en acudir allí. Pasar allí unas vacaciones. En un no lugar, como hay tantos a lo largo y ancho del planeta, aunque la mitad de exóticos que este.
Una pareja creíble gracias a sus dos actores. Fernanda Orazi que aprovecha la musicalidad y oralidad de su argentinidad para crear su personaje y que se lo pueda querer tanto como ella lo quiere. Y Emilio Tomé que aprovecha su aspecto de tipo tranquilo y simpático para pautar un ritmo a su prosodia. Un tipo que, al principio de la función, a la manera de prólogo, cuenta que durante su infancia se frustraba por la falta de palabras para poder nombrar a las personas, las cosas, las situaciones o las emociones. Una frustración que le enrabietaba y violentaba le llevaba a llamar la atención de sus mayores.
En la versión de 2022, sus personajes han perdido los trajes formales con los que vestían en 2017. Ahora van de sport, mejor dicho, de casual. Con zapatillas deportivas. Todo resulta más doméstico. ¿Quizás, más domesticado? Lo que se percibe es una pareja que rara vez hablaría del contenido de los libros que leen, sino de donde colocarlos en la estantería. Son más de ordenar a pesar de su desorden espiritual o mental.
En ese orden el desencuentro corre suave a medida que hablan. Es amable, en general. Y, también en general, es un reproche. Nada que ver con la pareja que protagoniza Quartet de Heine Müller. Ni con la que protagoniza Demonios de Lars Nóren. Mucho más cercana a la que protagoniza Días felices de Beckett que también protagonizó Fernanda Orazi en la versión que montó otro Pablo, Pablo Messiez.
Sí, son todas estas referencias las que saltan al ojo y al oído de quien haya visto mucho teatro. Y, es de suponer, que Pablo Remón, su autor y director, conoce. Aunque su formación, su procedencia, sea cinematográfica.
Por eso vuelve la cuestión. ¿Para qué esta revisión? Por lo visto, Pablo Remón nunca da por concluidas sus obras. Las revisa una y otra vez. Incasablemente. Es de esperar que habrá matizado, tal vez, algunos aspectos. Que su experiencia vital, el conocimiento que tenga de la vida en pareja, le haya llevado a darle una vuelta al texto y la propuesta.
Pero el espectador, ni siquiera el espectador apasionado, llega con la obra aprendida. No siempre tiene la oportunidad de repasarse un texto, un texto que fue publicado por La Uña Rota en el recopilatorio Abducciones, y, menos, una obra que ya fue. Que ya sucedió. Y de la que si queda algo seguramente es una copia de no muy buena calidad en el Centro de Documentación de Artes Escénicas.
En este sentido, y si no fuese por la espectacularidad de la escenografía, la sensación de quien acude a esta revisión habiendo visto la primera versión es de dejá vu. Sí, ya se ha visto. ¿Ante esta impresión sale el espectador corriendo? No. No lo hace.
Al menos la audiencia que normalmente acude a este tipo de espectáculos festivaleros, entendidos y connaisseurs. Un público que se podía llamar kamikaze. Ese tipo de público que acudía y compartía la filosofía del Teatro Pavón Kamikaze de Miguel del Arco and friends. De productos teatrales con cierto marchamo de intelectuales o culturales. Una inmensa minoría que se quedaron huérfanos cuando el Kamikaze cerró y que sigue buscando su espacio, sus obras necesarias.