Ayuso, peligro público
No hay semana en la que la presidenta madrileña no sea noticia por una estridencia, una astracanada o un disparate político.
Hay que dejar la vanidad, según Balzac, a las personas que no tienen otra cosa que exhibir. No hay semana en la que Isabel Díaz Ayuso no sea noticia por una estridencia, una astracanada o un disparate político. Archivos y hemerotecas atesoran ya un gran elenco de sus salidas de tono en un tiempo récord. En los últimos días la presidenta de la Comunidad de Madrid ha continuado engordando al personaje y jibarizando a la representante pública. Se ha lucido y se ha ganado por méritos propios un hueco en la primera plana del esperpento. Este exceso de protagonismo no dejar de ser una concesión a la vanidad personal.
Siempre quedará la duda de si es que no da para más (se está granjeando cierta fama de incompetente), de si su supuesta arrogancia la lleva a meterse en estos berenjenales o de si forma parte de una estrategia calculada por su gurú de comunicación, Miguel Ángel Rodríguez, para que esté de forma permanente en el candelero, siguiendo esa máxima tan arriesgada de que se hable de uno aunque sea mal, haciendo saltar por los aires, más veces de lo que querría Pablo Casado, el guion trazado por su partido. Sea por una o por todas estas razones, Ayuso sigue incrementando su galería de dislates y despropósitos. Sin complejos, sin freno y sin miedo al ridículo.
Anda la opinión pública española, también la publicada, escandalizada por los procelosos pormenores que se van conociendo sobre el rey emérito. El último episodio (y van…) ha sido la regularización fiscal mediante el pago de más de 678.000 euros de unas donaciones recibidas por parte de un empresario mexicano. La presidenta madrileña nos dejó una perla que retrata su clasismo y socava la igualdad como pilar en el que se asienta un sistema democrático. Dijo sin sonrojarse que “la ley es para todos la misma, pero no todos somos iguales ante la ley, porque el rey Juan Carlos no es ni muchísimo menos como usted”. Una soberana metedura de pata que obligó a la dirección nacional de su partido a una rectificación de urgencia y a marcar distancias con semejante digresión. Con este desafortunado galimatías, si pretendía echar una mano a la monarquía, ésta ha ido directamente al cuello. Seguramente en el Palacio de la Zarzuela preferirán el silencio a este ruido adicional generado por eventuales estrellas autoinvitadas con poco brillo y sin sentido de la oportunidad.
No satisfecha por la cuota de pantalla alcanzada por su desenfreno dialéctico, Isabel Díaz Ayuso ha cerrado la semana llamando “tonto y hortera” al dirigente de ERC Gabriel Rufián en una entrevista a ABC. La cortesía y la moderación no parecen formar parte de su manual de conducta y comportamiento públicos. No es la primera vez que descerraja un insulto a sus adversarios políticos. Hace un par de semanas, en el mismo periódico, parece que allí se relaja sobremanera, Ayuso sostenía: “Me resisto a pensar que la historia de España acaba aquí, en manos de cuatro estúpidos”. No parece que profese respeto al que piensa distinto. La descalificación no es la vía para fortalecer la convivencia, más bien todo lo contrario.
A la presidenta madrileña habría que recordarle, usando palabras de Fernando de los Ríos, que “la dignidad significa el derecho de las personas, sólo por el hecho de serlo -independientemente su proceder-, a que se le trate sin ofenderle, sin mancillar su espíritu: es el derecho al respeto”. Ayuso no parece gozar de la humildad ni la templanza para dejar de transitar por ese camino improcedente del ataque personal a los representantes de otras fuerzas políticas. Como escribió el citado intelectual y dirigente socialista, “perder la integridad”, como le ocurre a menudo a esta figura emergente dentro del PP, es tanto como “perder la responsabilidad de nuestros actos”. Ayuso se desenvuelve entre la irresponsabilidad, la provocación y la ausencia de decoro. Y lo que es peor: con el aplauso de la caverna conservadora. De este modo, no se hace patria.