Aún estamos a tiempo de frenarlo
Causa estupor ver cómo las advertencias sobre Vox se han relajado al mismo ritmo que aumentan las posibilidades de que gane fuerza.
Entre las elecciones del 28 de abril y las del 10 de noviembre habrán transcurrido 196 días. Tiempo suficiente como para que los votantes de izquierdas hayan visto frustradas sus sensatas esperanzas de que —cómo no— se pudiera conformar un gobierno progresista. Nadie con un átomo de cordura hubiera dudado la noche del 28-A que PSOE y Unidas Podemos acabarían entendiéndose. Malos tiempos para la cordura.
En 196 días habremos visto casi de todo: a Pablo Casado pasar de escupir insultos como una metralleta (“felón”, “traidor”, “ridículo”...) a erigirse en único representante de la derecha limpia, blanca e indolora; a Pablo Iglesias caerse por enésima vez del guindo al reconocer que fue engañado por Pedro Sánchez; y a Albert Rivera de aspirar al sorpasso al PP a luchar a la desesperada (¡sí se puede!) para no ser sorpasado por la irrelevancia. Por ver, incluso nos habrá dado tiempo a constatar cómo Errejón construyó deprisa y corriendo un partido con la vocación de aglutinar a todos los votantes de izquierdas que se sentían huérfanos y, muy posiblemente, termine convertido en un imán roto.
El único partido que no ha cambiado un ápice es Vox: la formación de Santiago Abascal mantiene los mismos postulados, sin cambiar una sola coma, que defendía en enero, febrero, marzo y abril. Es el conservadurismo elevado a la enésima potencia. Sólo han movido el orden de las cartas que reparte: si en abril le interesaba hablar más de inmigración y seguridad, ahora pretende hacer póker con Cataluña. Sin paños calientes y por la vía rápida: detención de Torra y suspensión de los derechos fundamentales en la Comunidad Autónoma. El diálogo es de pusilánimes.
La izquierda en su conjunto, y Partido Popular y Ciudadanos con la boca pequeña, hicieron causa común en abril para alertar del peligro de Vox. Esa amenaza es hoy incluso mayor: de los 24 escaños actuales podría pasar a 46, según las encuestas más fiables, hasta consolidarse como tercera fuerza política, por delante de Ciudadanos y Unidas Podemos.
Por eso causa tanto estupor observar cómo las advertencias hacia Vox se han relajado al mismo ritmo que ha aumentado la amenaza de que la formación de ultraderecha gane músculo. No hay mitin o declaración de cualquier miembro del partido ultraderechista —da igual el tema que se trate: Franco, inmigración, feminismo, ecología, impuestos, organización territorial— que no cause escalofríos. Su última propuesta: ilegalizar al PNV. Y mientras hacemos chistes y mofas a su costa, cuando no miramos hacia otro lado como si todo fuera una broma pesada, Vox se va inoculando como un veneno en el cuerpo de la democracia, derribando poco a poco las estructuras que han permitido, bien que mal, la convivencia en la discrepancia.
Conviene leer el extraordinario libro de Stefan Zweig El mundo de ayer para aprender del pasado: cómo una sociedad que vivía en la mejor de las épocas posibles —comienzos del siglo XX— y miraba al futuro con desbordante optimismo, fue capaz de caer de forma lenta pero inexorable en el desastre más absoluto de las dos Guerras Mundiales. Nadie, entonces, podría imaginar lo que entre todos estaban contribuyendo a construir por acción u omisión: la muerte, la destrucción moral y la crisis más grave del humanismo jamás conocida. El hundimiento del ser humano.
Tal vez dentro de 50 años miremos atrás y nos preguntemos cuándo se torció todo, cómo fue posible que no viéramos lo evidente, qué artes emplearon para hacernos creer que necesitábamos a salvadores iluminados que nos guiaran hacia el mejor de los mundos cuando, en realidad, nos dirigían hacia el abismo. Y nos preguntaremos también cómo fue posible que los políticos de entonces mirasen de soslayo sin prevenirnos de lo que podría suceder.
Echaremos la vista atrás con el sentimiento de que la culpa fue de todos. Y nos mortificará concluir que no supimos —o no quisimos— ver lo evidente.
Aún estamos a tiempo de frenarlo.