Astrazénequenme
Guiarnos por nuestro miedo no es más recomendable que guiarse por una ciencia falible.
Aquí tienen mi hombro. Pinchen. Pinchen a fondo, como si no hubiera un mañana. O, mejor dicho, pinchen para que haya un mañana. Denme cita y acudiré puntual como un relojero británico. Ese día me haré el desayuno, bajaré las escaleras del portal de dos en dos como acostumbro, conduciré hasta el lugar de la vacunación, me pondré el vial de AstraZéneca. Probablemente por la tarde pasearé por un pequeño monte cercano a casa y terminaré el día dándome una ducha en la bañera. De las seis acciones que les he descrito, la que menos riesgo tiene es recibir la vacuna contra la covid.
Los humanos estimamos fatal las cantidades extremas, muy grandes o muy pequeñas. Nos da igual mil millones que un millón de millones. Nos da igual una millonésima que una milmillonésima. Por eso creemos que nos va a tocar la lotería y nunca podremos entender lo lejos que están las estrellas. Pero hagamos unos pocos números: si el mismo tiempo que dedica la televisión a cada trombo aparecido tras la vacuna de AstraZéneca se dedicase a cada efecto secundario grave aparecido tras cualquier otro medicamento, el informativo de hoy tendría que durar 100 horas ininterrumpidas. Y si el mismo tiempo se dedicase a cada caso de persona vacunada con AstraZéneca que no sufrió secuelas de consideración, Ana Blanco tendría que estar 8 años seguidos en pantalla cada día.
Somos humanos: cuando el corazón dice que no, ya puede decir misa la cabeza. Nos levantamos y salimos corriendo si vemos que las personas que nos rodean se levantan y salen corriendo, aunque no sepamos qué está pasando. El carácter irracional y socialmente contagioso del miedo ha sido eficacísimo para nuestra supervivencia como especie, porque una prudencia exageradísima ante algo nuevo siempre tiene consecuencias menos perjudiciales que una leve temeridad. Mejor dicho, casi siempre, y hoy afrontamos como sociedad una de las escasas excepciones a esta regla: el miedo irracional a una remotísima consecuencia negativa a corto plazo nos está frenando para actuar racionalmente contra un peligro potencialmente mortal y mil veces más probable a medio plazo.
Y nos enfada muchísimo que las ciencias no sean religiones, que sus verdades no sean absolutas y estén esculpidas en mármol. Los diversos comunicados de las autoridades científicas corrigiendo los rangos de edad de aplicación de las vacunas nos escandalizan como si Dios se hubiera aparecido siete veces esta semana para modificar la lista de pecados. Olvidamos que las ciencias sólo son intentos de estudiar los fenómenos de la naturaleza de la forma más rigurosa posible, y que llevan corrigiéndose durante siglos, aprendiendo por ensayo y error cómo reducir al máximo éstos, los errores. Eso no quiere decir que no los cometan, pero sí quiere decir que es la estrategia que menos los comete. Guiarnos por nuestro miedo no es más recomendable que guiarse por una ciencia falible.
Así que, venga, saquen esa jeringuilla con esa capuchita de colores que tanto me llama la atención, que yo me voy remangando. Cumplan con su parte, que yo cumpliré con la mía: dejarles trabajar con sus tiempos, sus métodos y sus controles, y no presionarles con nuestras prisas, nuestras suspicacias ignorantes y nuestro agotamiento ante una pandemia convertida en show televisivo. Vengo dispuesto a arrimar el hombro, especialmente a una aguja. Me pararía a decirles lo muchísimo que agradezco su trabajo, pero veo que hay una cola del copón detrás de mí. Así que nada. Pinchen, que me voy al monte. Astrazénequenme.