Así es vivir con depresión crónica
Hoy no estoy deprimida.
Le sé porque me despierto todas las mañanas y evalúo mi estado emocional como quien comprueba si tiene algún hueso roto después de un accidente de coche. Ahora mismo me encuentro bien. La vida tiene sentido. Soy capaz de completar mis tareas y responsabilidades de madre soltera trabajadora.
Me doy cuenta de todo esto porque, como sufro depresión crónica resistente a los medicamentos, este estado de ánimo no es algo que dé por sentado como normal.
Me diagnosticaron trastorno depresivo mayor cuando iba a la universidad y, desde entonces, he estado casi siempre medicada. Ahora, a mis 35 años, ya he tomado un largo listado de medicamentos difíciles de pronunciar y cuyos nombres parecen compuestos principalmente con las últimas consonantes del abecedario: Lexapro (escitalopram), Paxil (paroxetina), Celexa (citalopram), Wellbutrin (bupropión), Rexulti (brexpiprazol) y, actualmente, Trintellix (vortioxetina) y Viibryd (vilazodona) con un poco de Abilify (aripiprazol). Hace poco vi un anuncio del nuevo Lymonade de Sprite y me dije que el nombre se parecía a alguno de los medicamentos que había tomado.
Siempre hay alguna pega con estos medicamentos: te sentirás mejor, ¡pero engordarás 10 kilos!, o te sentirás mejor, ¡pero ya no podrás tener orgasmos! Rexulti fue el primer medicamento cuyos efectos adversos me asustaron, ya que podía animar a caer en conductas adictivas, como la ludopatía y las compras obsesivas y provocaba impulsos sexuales mayores e inusuales. Yo también sufrí esos impulsos, además de agitación y constante inquietud, durante dos semanas en las que decidí que no merecía la pena pasar por todo eso para sentirme solo un poco menos deprimida.
Pero lo peor de estos medicamentos, sin duda, es que dejan de funcionar. Me sucede cada pocos años como un reloj: la depresión regresa tan silenciosamente que no me entero hasta que la situación ya es insostenible.
Quizás pienses que la reincidencia está más asociada a las adicciones. Llevo desde los 25 años recuperándome de la drogadicción y del alcoholismo, de modo que este término me resulta muy familiar. Sin embargo, las depresiones también pueden ir aparejadas de reincidencias, o recurrencias, como denominan los médicos a los episodios de depresión que tienen lugar seis meses o más después del tratamiento y la recuperación. Según Medical News Today, “más o menos la mitad de las personas que sufren un episodio de depresión por primera vez no volverán a sufrir otro”. A la otra mitad de nosotros, la depresión tal vez nos persiga una vez más o de forma crónica a lo largo de nuestra vida, burlando los medicamentos y obligándonos a hacer acopio de la fuerza sobrehumana que requiere pedir ayuda. “De media, la mayoría de las personas que padecen depresión sufrirán cuatro o cinco episodios durante su vida”, según WebMD.
Mi depresión es una parte de mi vida que debo gestionar de forma continua, como mi peso o mi sobriedad. Sin embargo, no es tan fácil como detectar un par de kilos extra y volver a perderlos.
Sé que algunas mujeres bromean cada vez que les viene la regla diciendo que les tranquiliza saber que solo estaban sufriendo el síndrome premenstrual y que en realidad no tenían ganas de suicidarse. La depresión también es así de traicionera. Nunca sufro los síntomas de la depresión y pienso de forma racional: “Estoy sufriendo un episodio de depresión”. Siempre me vienen antes a la mente pensamientos de que soy una mala persona con una mala vida y que no pasa nada por sentirme así porque la vida es dura. Y en estos episodios, los sentimientos pesan como hechos.
El problema de mi depresión se agrava porque se manifiesta de forma distinta con cada nuevo episodio. La última vez fue como si tuviera una grabación en bucle en mi mente diciéndome que era una mala madre, una mala persona y que más me valdría suicidarme. Este pensamiento suicida, algo que nunca había experimentado antes, se repitió de forma habitual y específica. Nunca me sentí en peligro real de acabar con mi vida, pero no podía dejar de pensar en ello. Sin embargo, pude mantenerme lo bastante estable para funcionar de modos que nunca antes había podido cuando estaba deprimida.
Al final, me di cuenta de que estos pensamientos invasivos y persistentes eran un problema grave y busqué ayuda médica, pero pasé meses pensando que si era capaz de peinarme e ir a trabajar con puntualidad no podía estar deprimida.
El episodio anterior a ese consistió sobre todo en llorar. Llorar y proyectar en mi mente los escenarios más terribles en los que se podían encontrar mis seres queridos. Y llorar por eso también. De nuevo, pasaron meses hasta que me di cuenta de que tal vez estaba deprimida; solo pensaba que había fracasado en todo y que lo mejor de mi vida ya se había acabado.
La depresión, como la adicción, es una de las pocas enfermedades que te pueden convencer de que no estás enfermo. Como si te estuvieras ahogando y tuvieras a tu alcance un montón de salvavidas y creyeras que no te hacen falta.
No obstante, darte cuenta de que padeces depresión solo es la mitad de la solución, porque una vez que te das cuenta de lo que pasa y haces acopio de fuerzas para pedir ayuda, empiezas a dar palos de ciego con el médico para encontrar el medicamento o la combinación de medicamentos que quizás solucionen el problema.
La última vez fue así: primero, me subió 20 miligramos la dosis del medicamento que ya tomaba. Unas pocas semanas después, como aún me sentía como si estuviera despellejada y el mundo entero se estuviera frotando contra mí, me recetó otro medicamento “de apoyo” indicado como complemento para los trastornos de depresión mayor “que no responden de forma adecuada a los antidepresivos”. Más semanas de espera viviendo inmersa en un sentimiento siniestro y agudo tan horrible que hasta me lo puedo imaginar con colmillos y garras. Los efectos secundarios de ese medicamento resultaron ser intolerables y al dejar de tomarlo acabé peor que cuando empecé. A estas alturas, había llegado el momento de probar un nuevo medicamento que tal vez funcionaría o tal vez no, pero no lo descubriría hasta pasadas entre 4 y 6 semanas. Mientras tanto, hasta escuchar música era un sufrimiento.
Por un lado, que solo tenga que tragarme una pastilla más pequeña que un caramelo Tic Tac para encontrarme mejor es un milagro que nunca nadie tendría que sentirse mal por utilizar. Doy gracias por vivir en una época en la que existen los antidepresivos para no tener que limitarme a vivir de forma miserable, como seguramente habría tenido que hacer en cualquier tiempo pasado.
Aun así, me despierto todas las mañanas con miedo de mi propia química cerebral. Miedo de que sea el día en el que la depresión haya logrado burlar los medicamentos y abrirse paso entre las barreras que tengo instaladas contra ella. Miedo de que haya llegado la semana en la que no sea capaz de levantarme de la cama. Miedo de que no sepa reconocer la recaída si no logro permanecer atenta.
Supongo que escribir este post servirá como amuleto contra mi próxima recaída. Si soy capaz de sentarme y explicar con plena conciencia las fases por las que pasa mi mente y mi cuerpo durante una recaída, quizás sepa reconocer la próxima antes de tocar fondo. Sin embargo, a veces parece que incluso cuando me encuentro bien, mi depresión se está entrenando a fondo para nuestra próxima batalla. Pienso que aunque yo comprenda cada vez más el problema y sepa cuidarme mejor, esta condenada enfermedad no deja de evolucionar para seguir llevándome la delantera.
Al menos, me queda un consuelo: cuando mis medicamentos vuelvan a funcionar, sentiré que se abre una ventana en mi mente para dejar pasar el sol de primavera. La misma sensación de alivio que sentía antes cuando vomitaba después de haber bebido demasiado, el momento de bienestar que sigue a la expulsión de un veneno.
Hoy sigo siendo yo misma y estoy bien un día más.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.