Artemisia Gentileschi, 'genia y figura(s)'
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Aprovechando que todos los caminos llevan a Roma ¿por qué no encaminarse hacia allí y aprovechar para ver la magnífica y antológica exposición de Artemisia Gentileschi (Roma, 1593-Nápoles, 1652/53) que hay en el palacio Brachi hasta el 5 de mayo?
Una vez en la exposición, pienso que no entiendo ni papa de pintura pero que no hace falta entender mucho para ver la enorme dignidad y solidez de las mujeres de sus cuadros, sean autorretratos, sean autorretratos alegóricos, sean escenas bíblicas, sean lo que sean. Como a lo largo de la exposición han puesto a dialogar los cuadros de Gentileschi con obras de contemporáneos suyos, la comparación no puede ser más expresiva y relevante.
Nada de sonrisas, nada de bocas entreabiertas e incitadores, nada de ojos tímidos y esquivos. Nada lascivo ni insinuante, ni carne morbosa, ni una brizna de complacencia ante la agresión, sino mucha verdad en sus violentadas pero decididas y claras Susannas. La primera Susanna y los viejos, la de Pommersfelden de 1610, una obra perturbadora, sin ningún vestigio de vegetación que la suavice, la pintó cuando tenía sólo diecisiete años.
Nada que la acerque a la pornografía de la época. Nada en absoluto. No hay protagonistas más rotundas y poco ambiguas que las de Gentileschi. No les tiembla nunca el pulso —ni a ella tampoco— hagan lo que hagan.
No entiendo de pintura pero no creo que haya que entender mucho para ver la genialidad y el saber hacer artístico de la pintora. Se ve en cada iluminación, en cada encuadre, en cada composición, en cada amarillo, en el arrebol de cada mejilla. Basta ver la filigrana de oro viejo de la greca del finísimo tejido del vestido azul de su Autorretrato como laudista (1615-1617); mirada severa y franca aparte, manos llenas de pericia y técnica aparte, boca firme aparte, cuerpo voluptuoso y hechuras aparte.
La revelación para mí de todos modos —quizá porque no entiendo ni un ápice (pero no creo que sea necesario entender mucho)— fue ver cómo sistemáticamente las apersonadas protagonistas de Gentileschi ocupan el cuadro, lo llenan y se adueñan del espacio, de todo el espacio, de arriba a abajo, y a lo ancho.
Es evidente en un cuadro que, por cierto, no está a la exposición, como el Autorretrato como Alegoría de la Pintura (1638-1639), que también podría titularse «la pintura soy yo»; tan cargado de afirmaciones y símbolos, tan lleno de significados y vindicaciones; la arrogancia, en el sentido que postula la antropóloga Gerda (Kronstein) Lerner (1920-2013), se refleja en la manera en que se define y muestra como genia. Tan sólo hay que ver un detalle (merece la pena, sin embargo, mirarlo con todo detalle), por ejemplo, los maravillosos tornasolados verdemar, verde-azules, verde-cobres, de la holgada manga del brazo izquierdo, el que sostiene la paleta. La autora ocupa la obra no sólo con su robusto, potente y determinado cuerpo, con su gesto, sino con unos brazos que abarcan y abrazan toda la tela, que se comen el mundo.
Paseando por el palacio Brachi me di cuenta de que era una constante en las mujeres, en las figuras, en las protagonistas de Gentileschi, y no sólo en las Judiths que decapitan Holofernes, en las Minervas o Cleopatras.
Reconforta en un mundo donde las mujeres solemos estar tan encogidas, donde nos esforzamos para no ocupar mucho espacio, para no molestar, incluso en casa, en lo privado. Hay pruebas bien banales y cotidianas: los asientos del metro y de los autobuses; las aulas y patios de los institutos; la postura corporal de tertulianas y tertulianos, la manera de ocupar o no el espacio propio y ajeno, la forma de gesticular y mover los brazos, el recato de las piernas (¿se puede decir algo con sentido y autoridad si antes no se plantan firmemente los pies en el suelo?).
Qué difícil ver a una tertuliana, una artista, una empresaria, una política, una locutora..., no ya repompeada o espatarrada, sino simplemente cómoda: a su aire y a gusto. Euforizante Gentileschi.
Como Roma bien vale una misa (o dos), si después de la exposición sobra un rato, lo que procede es acercarse —preferentemente traspuesta— a admirar a otra mujer portentosa, el Éxtasis de Santa Teresa, el famoso rapto, obra maestra de Bernini, expuesto en la iglesia de Santa Maria della Vittoria, justo enfrente de la Fontana dell'Acqua Felice, presidida por un hercúleo Moisés de prominentes, graciosos y retorcidos cuernecillos. Algo más arriba está el ministerio de Agricultura; su pétrea fachada reza: Ministero dell'Agricoltura e delle Foreste; poético nombre, italianesca pompa.
Y si se pasa por el cruce de la vía delle Quattro Fontane con la del Quirinale, con su preciosa y clara fuente en cada una de sus cuatro esquinas, miel sobre hojuelas.
Roma Caput Mundi.