Arde Madrid, Arde España
En tiempo de incendios políticos bipolares Arde Madridse enfrenta a la labor de reconciliar las dos, mil, o todas las Españas que Paco León haya imaginado para la serie española más estelar de todas cuantas hayan existido, estrenada en el 'momento España' más estelar de todos cuantos hayamos conocido después de Rosalía (d. R.).
El Madrid de los sesenta fue con seguridad más parecido a lo que la imaginación de Paco León nos muestra que al que los creadores de Velvet o similares han creado durante años. Aquél, si acaso, se puede intuir en la decoración de algún bar que se nutre de nostalgia y de nada más. Pero es sin duda la ausencia de nostalgia lo que más desmarca Arde Madrid de cualquier otra serie 'histórica' que hayamos conocido. Pese al blanco y negro y a los hitos históricos fechados -como el 'magno' bautizo de Antonio Flores- el espectador que deguste la serie puede sentir que Ava Gardner podría estar viviendo ahora mismo en un apartamento de Madrid, inmersa en su burbuja diplomática y chamapanera, sin entender de fechas ni horarios y arrastrando su espíritu fiestero a través de esa ficción sobresaliente pero rutinaria que pudo ser su propia vida en la capital. Otra americana borracha más, otra juerga nocturna más, otro fascista tocapelotas más.
El acierto de Paco León y Anna R.Costa parece haber sido el amar a España por encima de todo. Amarla en la totalidad de un verbo al que tan bien le caben odios como vergüenzas. Es decir: Pasiones. Cuando se ama de verdad, cuando se siente la ausencia de reto, el empoderamiento te hace abrir los brazos a todo lo que ese sentimiento conlleve. Tan sólo así, con los brazos en obtuso al amor y con la inteligencia emocional requerida para enfrentarse a una relación adulta, se consigue un guion tan inmenso (d. R.: tres sesenta) y tan capaz de fotografiar la totalidad de un país que quería ser uno siendo miles.
Como producto, Arde Madrid es otra más de las ficciones del futuro por las que apuesta Movistar, única plataforma de entretenimiento española que cuida a un público más selectivo o cansado de la lentitud y del escaso contenido real que las cadenas en abierto ofrecen. Con apenas treinta minutos por capítulo y una producción y reparto exquisitos, se ha conseguido acercar una temática 100% cañí a un público, el devorador de series, que disfruta el multimedia desde esa nueva posición apátrida y virtual que Netflix ha instaurado sin apenas esfuerzo -véase como el aumento de la ficción española en dicha plataforma ha conseguido hacer de Ursula Corberó o Alba Flores, entre otros- unos famosos de corte global cuyas cuentas de Instagram actúan como único referente geolocalizable para sus nuevos seguidores.
Arde Madrid puede conseguir el mismo salto internacional sin complicaciones. Cada capítulo de la serie es un arrebato hormonal que enciende en el espectador ese fuego interno que arrrrrrde cuando uno escucha bramar a Lola Flores, incluso en la foránea posibilidad de que el espectador nunca haya asistido a ese espectáculo animal que es oír cantar a Lola Flores. La universalidad de Lo Nuestro, absoluto protagonista de Arde Madrid, se ha filmado de manera suprema en la serie y es justamente ese salto cualitativo lo que la eleva a la categoría de obra sublime. Porque si ya habíamos conocido el universo del director, tras Arde Madrid se puede afirmar que es el nuevo director generacional por derecho. En la era d. R., Paco León habita, entre los dos mundos en conflicto, en una posición cultural y generacional privilegiada desde la que es capaz de contentar a todos y recibir elogios de todos. Solo así se consigue la paz mediática entre las mil Españas y solo así se solventa el gran problema de identificación con el estereotipo que surge en cada individuo español cada vez que a un producto se le marca con la Ñ.
Si socialmente es un bombazo que ha conseguido ridiculizar a la dictadura franquista evitando la obviedad de ofender a sus adeptos, cinematográficamente goza de una libertad imaginativa que ha hecho que su guion termine por plasmar la belleza de un país donde la mezquindad humana era el único patrimonio y a su vez el más bello (no en vano cierta parte de la crítica la ubica por momentos en el neorrealismo italiano de los 50). Así los personajes, desde la mera aparición coral hasta los principales en la trama, son joyas narrativas que fluctúan por todo tipo de géneros acoplados de forma magistral en un producto muy efectivo y muy apto para cualquier consumo. La secuencia a lo Mean Girls de Lucero -gitana prodigiosa por la que Miren Ibarguren debería recibir elogios a su paso– se clava en el imaginario del espectador al instante y tarda días en desaparecer. O el montaje de la secuencia de Lola Flores cantando en su fiesta, que parece un homenaje a los planos soñados por Lumiére y Griffith cuando hacer cine era cosa de artesanos. La manera en que Ana Mari se rinde al placer carnal resulta de un realismo tan sobresaliente como el amanecer que sorprende a Ava y a Pilar –o Anna Castillo, mejor actriz de su generación- fumando un pitillo a medias tras una larga noche de juerga. Dos fieras de la pantalla que recrean con solo mirarlas a la mejor España de todas: la que comienza en el jaleo de la noche y culmina con amigas en la mañana. La del paquete de tabaco que al acabarse marca el preciso momento de pillar por fin la cama.
Arde Madrid, Arde España.