Apunté a mis hijos de 10 y 6 años a los ensayos de la vacuna. Así fue la experiencia
No tenía ninguna duda de que la vacuna era segura y eficaz.
En los primeros días de la pandemia, algo que nos dio esperanzas a muchos de nosotros fue ver que la comunidad científica estaba centrada en la lucha contra el coronavirus. Íbamos a descubrir cómo se propagaba. Encontraríamos un tratamiento. Y lo que es más importante: desarrollaríamos una vacuna.
Empecé a investigar y me enteré de que los científicos ya llevaban medio siglo estudiando los coronavirus, que no son solo esta Covid-19, sino también el SARS y el MERS. Las vacunas de ARN mensajero tampoco son nuevas, ya que se han estudiado para la gripe, el Zika, la rabia y el citomegalovirus.
La gran inversión de fondos y la concentración de la comunidad científica mundial hicieron que esta base de 50 años sirviera para desarrollar una vacuna rápidamente, sin saltarse ningún paso. Todo esto había ocurrido sin que la mayoría de la gente prestara atención, por lo que pareció que la vacuna se había desarrollado de la noche a la mañana de aquellas maneras.
Ocho meses después de que nos encerraran por primera vez, la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos autorizó la primera vacuna de emergencia. Las redes sociales se convirtieron en mi fuente de esperanza. Cada vez que un amigo subía una foto vacunándose, me decía a mí misma que pronto me tocaría a mí. Cada pinchazo nos acercaba al final de la pandemia.
Finalmente me vacuné en febrero de 2021 después de buscar una vacuna como si mi vida dependiera de ella, porque así era. Mientras trataba de reservar una cita para mi marido y para mí, me sentí como si estuviera participando en Los Juegos del Hambre; fue un proceso en el que participamos tres miembros de la familia desde cuatro dispositivos distintos, mientras me tenían en espera en dos teléfonos diferentes. Cuando recibí la inyección que me iba a salvar la vida, lloré de alivio.
Estábamos en una carrera a contrarreloj, contra la propagación y la mutación del virus. Sabía que vacunar a los niños era necesario para alcanzar la inmunidad de rebaño. Confiaba en que mis hijos, que tienen entre 6 y 15 años, también podrían vacunarse en unos meses.
A las pocas horas de aprobarse la vacuna para adolescentes, mis dos hijos mayores por fin pudieron vacunarse. Mi hijo, que normalmente tiene fobia a las agujas, tenía tantas ganas de volver a hacer cosas tan normales como ir en bus y entrar en las tiendas de ropa que le faltó tiempo para arremangarse la camisa.
Mi hija mayor volvió al colegio de forma presencial y mi hijo empezó a quedar con sus amigos de nuevo. Sus vidas mejoraron de forma radical y mi estrés dejó de estar por las nubes cada vez que salían de casa.
Pero mis dos hijos menores se habían quedado en el limbo. No había fechas claras sobre cuándo podrían ponerse la vacuna. Mi esperanza se fue al garete cuando quedó claro que ese momento no iba a llegar antes del inicio de este curso escolar. Luego perdí la esperanza de que pudieran vacunarse en septiembre. O en octubre.
No tenía ninguna duda de que la vacuna era segura y eficaz. No quería que el proceso fuera precipitado, pero a la vez quería que mis hijos estuvieran protegidos ya.
Desesperada por mantener a mis hijos sanos y salvos, empecé a buscar ensayos de vacunas para ellos. Al final, las madres siempre llegan al rescate. En nuestro grupo de madres empezamos a pasarnos información en cuanto oíamos hablar de un ensayo de vacunas para niños de 5 a 11 años. Nos enviábamos los números de contacto, los enlaces a los lugares donde iban a ser esos ensayos y los formularios de inscripción, a veces a altas horas de la noche. Incluso consideré la posibilidad de reservar un vuelo con mis hijos a Texas para vacunarlos lo antes posible.
Me inscribí en las listas de espera de al menos media docena de ensayos clínicos y empecé a recibir un correo electrónico tras otro diciéndome que, lamentablemente, no quedaban huecos debido a una demanda sin precedentes que había pillado por sorpresa a los coordinadores del estudio.
Finalmente, recibí la llamada que había estado esperando. Mis dos hijos pequeños, de 6 y 10 años, habían conseguido las dos últimas plazas en un ensayo de la vacuna de Moderna. El lugar del estudio estaba a dos horas de mi casa, pero no dudé en confirmar mi asistencia. Nos había tocado la lotería.
Para mí fue fundamental conseguir el consentimiento de mis hijos para participar. Les expliqué que habría extracciones de sangre, bastoncillos por la nariz y, por supuesto, agujas. Les dije que podía haber riesgos inesperados porque, aunque millones de adultos y niños mayores habían recibido la vacuna, aún no sabíamos si los niños de su edad reaccionarían de forma diferente. También les dije que existía la posibilidad de que pasaran por todo este proceso solo para que al final sus dosis fueran un placebo y tuvieran que pincharse dos veces más en otro momento con la vacuna real.
También les dije que, después de vacunarse, quizás tendrían dolores y otras molestias, pero que solo durarían un día o dos. Estuvieron de acuerdo en que merecía la pena correr ese pequeño riesgo a cambio de estar protegidos contra el coronavirus, que podía enfermarles mucho más y durante mucho más tiempo, y que ya ha matado a miles de niños en todo el mundo. También les prometí que les dejaría más tiempo de videoconsolas y televisión y que les compraría un helado después de vacunarse.
Antes de firmar sobre la línea de puntos, llamé a mi pediatra para consultar su opinión. Le pareció estupendo. Le pregunté si ella habría inscrito a su hijo en un ensayo de la vacuna si aún fuera niño y su respuesta fue un sí rotundo. Me aseguró que estaría disponible si tenía alguna duda después de las vacunas y reiteró que estaba tomando la decisión correcta.
En ninguna otra circunstancia que no fuera una pandemia que ya había trastocado completamente sus vidas me habría planteado inscribir a mis hijos en un ensayo médico. Solo debido a la gravedad del coronavirus y a la enorme ventaja que supone vacunarlos a tiempo accedí a ponerles una vacuna que todavía no había sido del todo investigada.
En realidad, yo ya había vivido una versión de esto. Cuando mi hijo de 6 años era un bebé, Estados Unidos estaba sufriendo un brote de sarampión totalmente evitable. Era demasiado pequeño para ser vacunado y pasé meses aterrorizada ante la posibilidad de que muriera de una enfermedad que se podía prevenir con una vacuna, pero que todavía no tenía edad para ponerse.
Mi hija mayor tiene problemas médicos y yo he pasado tantas noches sentada junto a su cama en el hospital que ya he perdido la cuenta. La he visto luchar por respirar. Mi casa ha llegado a estar llena de bombonas de oxígeno, nebulizadores y todo un armario lleno de medicamentos para mantener a un niño con vida.
Muchos de mis amigos también tienen hijos con complicaciones médicas y he visitado a más de uno en el hospital mientras su hijo estaba inconsciente, totalmente dependiente de un respirador artificial. Si estos niños no hubieran estado anestesiados o sedados, habrían sufrido dolor y angustia. En más de una ocasión me he sentado con amigos que han perdido a un hijo. Es un dolor inexplicable.
Después de leer una noticia tras otra sobre hospitales infantiles que llegan a su límite de capacidad, fue un alivio enorme poder dar un paso adelante para proteger a mis hijos de ese destino.
Cuando llegamos al centro donde se iba a realizar el ensayo, nos encontramos por primera vez con el médico jefe. Me dijo que él mismo había intentado inscribir a sus hijos pequeños en el ensayo por los cauces habituales, pero que se lo habían prohibido para evitar las suspicacias sobre que alguien en su posición se saltara las normas y les pusiera la vacuna a sus hijos aprovechando sus privilegios. Por supuesto, no habría estado dispuesto a asumir el riesgo si no tuviera total confianza en la seguridad y eficacia de la vacuna.
Me aseguré de que, si mis hijos recibían la vacuna y no el placebo, sería la mitad de la dosis para adultos, una cantidad que la fase I del ensayo había concluido que era segura y eficaz para los niños más pequeños. Antes de ponerse la vacuna, mis hijos pasaron una exploración física, una prueba de coronavirus y una extracción de sangre para tener información de referencia sobre su salud. En total, iban a regresar a ese centro siete veces para hacer un seguimiento exhaustivo de su respuesta a la vacuna y de su salud en general, al igual que los otros miles de niños inscritos en el ensayo.
Tuve que luchar para contener las lágrimas de alivio cuando las agujas entraron en sus brazos.
Después de las vacunas, una enfermera tuvo en observación a mis hijos durante media hora. Antes de enviarnos a casa, comprobó la temperatura de los niños y revisó posibles señales de enrojecimiento o hinchazón en sus brazos. Me dieron instrucciones estrictas sobre cómo registrar en su app la temperatura de mis hijos y cualquier efecto secundario todos los días. Me dijeron que me llamarían para valorar su evolución ocho días después y me dejaron el número de teléfono del médico jefe para que pudiera llamarle en cualquier momento, de día o de noche, con cualquier duda.
En las horas siguientes a la vacuna, no me separé de mis hijos y no dejé de preguntarles cómo se sentían. ”¿Os duele algo? ¿Notáis algo raro? Podéis respirar bien, ¿verdad?”. Mis hijos ponían los ojos en blanco y me decían: “Sí, mamá...”.
Esa misma noche, mi hija se estremeció cuando le toqué sin querer el brazo y mi hijo me dijo que no quería dormir porque le dolía mucho el hombro y tenía miedo de darse la vuelta y hacerse más daño. Como mis síntomas habían sido similares cuando me vacunaron, tuve la esperanza de que ambos habían recibido la vacuna y no el placebo.
Durante los días siguientes, a mis hijos les siguieron doliendo los brazos, pero hicieron vida normal. Ambos tenían algo de enrojecimiento e hinchazón en la zona de la inyección. Me puse en contacto con todos mis conocidos con formación médica y les pregunté qué pensaban de estos síntomas. Todos coincidieron en que era poco probable que los hubiera causado un placebo salino.
Al cabo de unos días, el dolor de mis hijos remitió. 10 días después de la inyección, a mi hijo le salió una erupción roja en la espalda y en la zona del pinchazo que duró un día. Busqué en Internet y descubrí que no solo era un efecto secundario conocido e inofensivo de la vacuna de Moderna, sino que probablemente era una señal de una fuerte respuesta inmune.
La segunda visita fue muy similar a la primera. Sin embargo, esta vez los dos niños pasaron muy malos días después de las vacunas. Mi hija tuvo un dolor de cabeza tan intenso que la mantuvo en cama durante un día. Mi hijo tuvo 38 grados de fiebre. Ambos se despertaron una mañana completamente recuperados.
Informé a los investigadores de sus reacciones y enseguida me llamaron para pedir más información y asegurarse de que estaban bien. Tendremos cinco visitas más al centro del ensayo a lo largo de este año para continuar el seguimiento de la respuesta inmune y la salud física de mis hijos, y para asegurarnos de que no aparecen efectos secundarios a largo plazo.
Para asegurarme de que mis hijos habían sido vacunados y no habían sufrido simplemente un efecto placebo, encargué un estudio inependiente de anticuerpos Covid. Los investigadores me dijeron que no pasaba nada porque yo lo supiera, pero que los niños debían seguir sin saberlo para garantizar que el estudio permaneciera ciego.
Dos semanas después de la segunda dosis, nos dieron una fondue de chocolate para celebrar el “día de la vacunación completada”, un día que habíamos estado esperando desde hacía un año y medio.
Tener a tus hijos vacunados es una emoción que no puedes explicar con palabras. Los peligros del coronavirus no han desaparecido, pero saber que están protegidos contra la enfermedad me produce tanta alegría como alivio. Ahora pensamos más en el futuro. Mi hija está planeando una fiesta de pijamas con una amiga que podrá vacunarse pronto. Mi hijo está deseando pasar una tarde en unos recreativos.
Hace más de dos años que no vamos de vacaciones en familia y estamos barajando posibles destinos ahora que toda mi familia está vacunada. Ya no me asusta tanto que mis hijos contraigan la Covid-19 en el colegio. Me preocupa mucho menos que haya otra ola durante el invierno. Por primera vez en mucho tiempo, tengo la esperanza de que mi familia supere esta pandemia sana y salva.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.