Aparqué mis sueños para luchar por la igualdad. Nuestras hijas no deberían tener que hacerlo
No conservo muchos recuerdos de cuando iba a primaria, pero sí me acuerdo perfectamente de haber hecho una pregunta anónima cuando iba a cuarto en clase de educación sexual: "¿Qué es una violación?", pregunté. Recuerdo que esa palabra me confundía. Se la oía decir a los adultos, la susurraban en el patio del colegio y también la escuchaba en mi ración diaria de telenovelas y noticias a la hora de cenar. No recuerdo la contestación de mi profesor, pero sé que no satisfizo a mi yo de nueve años. Fue una respuesta técnica que no abarcaba la enormidad de mi pregunta.
Me uní al movimiento por los derechos de las mujeres en los 90, para disgusto de mis padres, que se imaginaban mi futuro más bien en los negocios o en el ámbito académico. Esos sueños jamás se materializaron porque necesitaba urgentemente convertirme en activista.
Cuando apenas era ya adulta, me escandalizó saber que la sociedad esperaba de mí que aceptara el hecho de que existe violencia machista y que al mismo tiempo debía tratar de evitarla. Me consternaba que mi comunidad aún valorara el matrimonio y la crianza de los hijos por encima de la educación y el empleo. Me anonadaba que mis aspiraciones profesionales fueran completamente dependientes de mis derechos reproductivos. Me sentí forzada a hacer algo al respecto. Es realmente triste, pero las chicas pierden muy pronto su inocencia.
Solo más adelante, a través del estudio y el activismo, comprendí que la violencia machista se basa en el control y en la exclusión de las mujeres de la vida pública. El patriarcado preservaba el privilegio masculino en lo social, en lo político y en lo económico. El acoso sexual coincidía con la creciente participación de la mujer en el ámbito académico y en el lugar de trabajo y, como la violencia machista, fue creado para mantener a las mujeres a raya.
Por eso siempre digo que ya era feminista antes de convertirme en abogada en defensa de los derechos humanos.
Fui elegida comisaria jefe poco antes del juicio por abusos sexuales a Jian Ghomeshi. Su absolución fue la prueba de la aparente incapacidad del sistema judicial para "creer a las víctimas". Desde entonces, la solidaridad entre las mujeres y sus aliados se ha abierto camino entre las barreras del silencio y los privilegios. Las costumbres laborales que han ocultado los comportamientos depredadores se han ido desmoronando una tras otra. Es el tipo de promesa que nos hizo la ley, pero que solo las redes sociales han sido capaces de alcanzar.
La velocidad con la que se extendió la campaña #MeToo entre todas las clases sociales, razas y países es sobrecogedora. Es significativo que en 2018, pese a las leyes que llevan décadas en marcha contra el acoso, las mujeres aún se vean presionadas a mostrar una faceta sexual para avanzar en el ámbito económico, ya sea en los medios de entretenimiento, en política o en deportes. Este movimiento social, promovido por estrellas de Hollywood más que por abogadas o académicas feministas, ha cerrado la puerta a la impunidad de las organizaciones que protegen a los depredadores sexuales. Ya han quedado atrás los días de tratar a los hombres poderosos como si fueran niños incapaces de portarse mejor.
O quizás todavía no. La solidaridad que están ofreciendo estos hashtags no significa que todas las mujeres estén a salvo ahora. ¿Qué va a hacer el movimiento #MeToo para ayudar a las trabajadoras agrícolas migrantes, a las chicas indígenas que tienen que dejar sus hogares para ir al instituto, a los jóvenes LGTBQ sin hogar, a los estudiantes universitarios con problemas de salud mental, a las mujeres encarceladas y a las trabajadoras con ingresos bajos? La pobreza y la vulnerabilidad convierten a algunas mujeres en presas fáciles. ¿Qué va a hacer el hashtag#TimesUp para garantizarles a estas mujeres que eso ya se ha terminado?
Para mí, la solución debe comenzar por entender que estar libre de acoso sexual es un derecho humano. Hay que darse cuenta de que no sufrir violencia es esencial para la dignidad, igualdad y esperanza humana. Un cambio cultural de esta magnitud requiere un diálogo sostenido en el estrado, en las salas de reuniones, ante las máquinas de refrescos y en las comidas por todo el mundo. Requiere la misma implicación por parte de los hombres y los niños, así como conversaciones honestas que eviten recurrir a la simple dicotomía entre la víctima y el infractor. Y también requiere que todos trabajemos para terminar con la impunidad y para asentar un sistema legal de compensación a las víctimas de acoso sexual, ya se produzca en el lugar de trabajo, en el recinto universitario, en una vivienda de alquiler o bajo la custodia del Estado.
Más allá de la inequívoca descripción del acoso sexual como un abuso de los derechos humanos, presentar una denuncia para pedir una compensación por daños y perjuicios a través de un juicio de protección de derechos humanos ofrece a las víctimas unas ventajas especiales. Las víctimas cuentan en este tipo de juicios con una capacidad sin parangón para controlar y adaptar el proceso judicial a su caso. Demostrar la culpabilidad de un acosador sexual ante este tipo de tribunales no es una empresa tan ardua como en un proceso penal, ya que las acusaciones solo deben ser demostradas en concepto de probabilidad y no en función de la evidencia más allá de la duda razonable.
Y, lo más importante, el sistema de derechos humanos permite a las supervivientes acusar tanto a individuos como a instituciones, lo que consolida la transformación cultural hacia el final de la impunidad por violencia sexual. Aparte de la compensación económica (por ejemplo, por los ingresos perdidos o por los costes de la terapia), las víctimas supervivientes pueden buscar más compensaciones para proteger a otras mujeres de sufrir estos daños en el futuro (como políticas antiacoso, procedimientos especializados de reclamaciones o una educación y adiestramiento obligatorio para los agresores).
Aunque nunca he pensado en ello hasta ahora, no me parece justo que entender lo que es una violación deba ser la principal preocupación de los niños de nueve años ni que una niña deba dejar a un lado sus sueños de liderazgo en los negocios o en el ámbito académico para luchar por una igualdad básica. Debemos prometerles a nuestras hijas que no tendrán que seguir en esta aparentemente infinita espiral de violencia y vergüenza en nombre del progreso y la prosperidad. Y debemos actuar bajo esta premisa desde este mismo momento.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Canadá y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.